martes, 26 de febrero de 2013

Buenas noches, mala mañana.



Fui el primero en salir del velorio. Necesitaba aire fresco y ver lo que quedaba de sol, pero todavía faltaba lo peor, ir al cementerio y ver cerrarse la tapa sin poder hacer nada más que dar el último adiós.  Estaba tan absorto en mis pensamientos que cuando reaccioné, vi que quedaba el último coche del cortejo. Me apuré para llegar, pero la puerta se cerró  y el vehículo arrancó dejándome de a pie. Agité los brazos tratando de que el conductor me viera, pero fue inútil. Me quedé allí unos minutos pensando que hacer, pero el alivio de no tener que pasar por ese mal trago, me hizo desistir de cualquier intento de llegar. Como si eso pudiera evitar lo inevitable. Encendí un cigarrillo, metí mi mano libre en un bolsillo y empecé a caminar hacia el bar donde nos reuníamos con mis amigos.

Apenas abrí la puerta los vi sentados en la mesa de siempre, la del rincón. Sin decir nada, ocupé la silla que estaba vacía. Los miré uno a uno. A pesar de querer demostrar entereza con una sonrisa, sus ojos delataban las cicatrices del llanto disimulado. Contaban anécdotas casi sin parar, interrumpiéndose entre ellos para hacer comentarios que le daban más gracia a la historia. Pero había algo que me costó entender. Yo era el protagonista de esos cuentos.

Pidieron otra vuelta y cuando la sirvieron, decidieron hacer un brindis por el amigo que no estaba. Levantaron la copa y todos miraron hacia la silla que estaba vacía.

Me levanté y lentamente fui dirigiéndome a la puerta sin poder sacarles la vista de encima. Entre risas, seguían contando historias que yo ni recordaba. Salí.

Hacía frío y ya era de noche. Pensé en pasar por casa, pero ya era tarde. 

Pintura de Manuel Martín Morgado (Fragmento modificado)

miércoles, 20 de febrero de 2013

Novelistas Invitados. Rocío de Juan


ESTRELLAS FUGACES


Los primeros días no fueron mal del todo. Mi hermana me dejaba dormir hasta tarde y luego encargaba a los niños que me llevaran a recorrer la campiña, mientras ella bajaba al pueblo, a la consulta del médico con el que trabajaba. Después, por la noche, cuando los niños se habían ido a dormir, nos sentábamos en el porche para buscar estrellas fugaces. Solía sacarme boles con fruta troceada, despojos de fruta demasiado madura que enmascaraba con yogur casero. Hablábamos un rato, sobre todo yo. Ella se limitaba a escucharme y, a veces, decía que me entendía, pero de eso no estoy segura. ¿Cómo iba a hacerlo? Ella tenía dos hijos.

Una noche fue ella la que se volvió habladora. Me dijo que algunas veces se sentía sola.

—Echo de menos a alguien que se ocupe de los niños, ¿sabes? Pero de modo distinto a cómo se ocupa una mujer.

Cabeceó con un gesto que me devolvió un recuerdo de ambas, con cinco años, negándonos con tozudez a ponernos los calcetines de perlé, para desesperación de mi madre.

—Creo que voy a alquilar una habitación al maestro nuevo. Le gustará dejar la pensión —añadió.

La miré. El único dormitorio libre era el que estaba ocupando yo ahora. Aquel gesto suyo, la firmeza de su tono, me confirmaron que era inútil convencerla de no meter en casa a un hombre casi desconocido.

—Me parece que voy a llamar a Alfredo para que venga a recogerme —dije—. Quizá podríamos volver a considerar lo del niño.

Ella asintió sin palabras y nos quedamos en silencio, sentadas en el porche, buscando otra estrella fugaz a la que confundir con nuestros deseos.

lunes, 18 de febrero de 2013

Sal en los ojos



Cuando la vida te da la espalda, lo mejor es barajar y dar de nuevo. En busca de soluciones, había probado todo. Tenés que poner agua de por medio, me dijo una pitonisa. Y acá estoy, acodado en la borda de una inmunda barcaza, mirando como unos relámpagos lejanos y silenciosos explotan en el horizonte. La travesía se venía desarrollando sin zozobras, y como todas las noches, nos emborrachamos con vino o grappamiel. Ahí, entre el humo de tabaco armado y camaradería obligada, las anécdotas se mezclaban con confesiones de viejas malas vidas. Hoy, sin embargo, solo se hablaba de lo que sucedería en las próximas horas: el cruce del Ecuador. Escuché las historias más fantásticas e increíbles de toda mi vida, no me importaba si eran verdad o mentira. Supe que ése era el lugar. Allí estaba mi principio, o mi fin.

Al amanecer, un ruido ensordecedor me despertó. El capitán y su séquito aparecieron enfundados en disfraces caseros. Venían  a bautizarnos, es decir, a reírse un rato de nosotros mientras nos tiraban al agua. Los novatos éramos Carlos, que temblaba de miedo, y yo. Carlos, era antipático y engreído. Solo hablaba para meter líos entre nosotros. Por eso, nadie lo quería. Atado a una cuerda, fui el primero en caer. El agua, salada y transparente, hizo arder mis ojos. Bajo el agua, miré a mí alrededor buscando algo especial. Ni burbujas, ni rayos de luz. Nada. Solo un vacío verde, interminable. Saqué la navaja de mi bolsillo y decidido, comencé a cortar la soga cuando de pronto, una sirena pasó junto a mí. Hizo unos giros, y moviendo sus brazos alocadamente, como en una danza, se acercó. Nos miramos por unos instantes. La expresión de pánico de Carlos, me volvió a la realidad. Sin dudarlo, continué cortando la cuerda.
Ilustrado por Rosario tj

viernes, 15 de febrero de 2013

La chica de los ojos verde mar. Especial San Valentín.



Hola, querido amigo. ¿Cómo estás? No te imaginás todo lo que me pasó en estos dos meses en que no te escribí, pero permitime que te cuente:

Hace un tiempo estaba en la oficina, ya sabés, un poco trabajando, un poco bobeando,  cuando de pronto se abrió la puerta principal y entró la más hermosa chica que haya visto en mi vida. Me sentí como en una película, porque te aseguro que me pareció verla caminar en cámara lenta. Sus pasos largos y firmes, como sus piernas, hacían que su vestido blanco pareciera más etéreo.  Por un instante la diosa me miró y te aseguro, nunca voy a olvidarme de esos ojos verde mar. La película terminó cuando la puerta de la oficina del director se cerró tras ella.

—¿Quién es?— pregunté a unos compañeros que hace más tiempo que yo están en la empresa.

—¿La flaca? La hija del director.

—¿Qué, te gusta? Olvidate Pedro, ella nunca se fijaría en uno de nosotros. Además de antipática, está loca. —Dijo con total seguridad Adrián, que era el que conocía mejor la interna de la empresa.

—¿Por qué lo decís?

—Aparte de tener dinero propio, es hija del director.  Y fíjate que hace con su vida: Es activista por los derechos de los animales, practica deportes extremos y… ¡estudia ingeniería! Solo un loco, con su dinero haría esas cosas.

Todos los que estaban alrededor se rieron dándole la razón. Yo, me quedé esperando que la puerta se abriera para volverla a ver. Pero en algo tenían razón. Era un imposible.

A los pocos meses se celebró la fiesta anual de la empresa, ya sabés, Navidad, despedir el año, camaradería, esas cosas. Yo estaba con mi grupo de allegados, cuando se nos acercó el director y nos dijo:

—Caballeros, les quiero presentar a mi hija.

No la había visto, estaba oculta por su padre. Fue todo tan rápido que no pude evitar un ligero temblor nervioso. Por como venía la vuelta, yo sería el último.

En esos instantes que tuve que esperar, algo muy raro paso en mi interior. No sabría explicártelo. Fue como si un demonio se me incorporara sembrando locas ideas en mi cabeza. Ya era mi turno.

—Él es Pedro, mi hija, Martina.

Mientras me aproximaba hacia ella no podía dejar de mirar sus ojos verdes. El delicioso aroma de su cuerpo terminó de convencerme. Un beso en su mejilla derecha.

—Me encantaría… —susurré en su oído.

Un beso en su mejilla izquierda.

—…meterte un dedo en el culo —le susurré en el otro.

Volví a mi lugar en la rueda sin dejar de mirarla. Su expresión de asombro fue cambiando a una de enojo. Mientras, su padre nos contaba una repetida anécdota. Esperaba su explosión. En mi defensa siempre podía decir: Entendiste mal, dije que me encantaban tus rulos… Pero no, después de unos instantes, simplemente se marchó sin decir palabra. Casi inmediatamente lo hizo su padre.

—¿Y, es una antipática o no? —sentenció mi compañero. Preferí no contestar.

La fiesta siguió su curso. Música, mucha comida y mucha bebida. Salí al jardín a fumar un cigarrillo. La noche era tibia, y apenas se percibía el bullicio del interior, cuando de pronto sentí que tocaban con firmeza mi hombro. Antes de darme vuelta sabía de quién se trataba. Giré, y allí estaba, hermosa y enojada en su breve vestido negro. Nos quedamos observando unos segundos. No importaba lo que viniera. Ya no pasaría desapercibido en su vida.

—¿Quién te crees que sos para decirme lo que dijiste? ¿Cómo te atrevés?

—Soy un hombre, y vos una hermosa mujer. Y sos tan soberbia y malcriada, que tu mayor problema es que no permitís que nadie se atreva.

El primer cachetazo pude pararlo agarrando su muñeca, el segundo, llegó a destino. Después de un breve forcejeo pude sostenerle ambas manos en la espalda. Y volvimos a mirarnos, ahora muy cerca, demasiado cerca. La besé, corrió su cara, pero insistí. Al fin abrió su boca y sentí como su lengua buscaba la mía. Fuimos hasta su auto a los tumbos, besándonos desesperadamente.

—Manejá vos. —me dijo mientras me daba las llaves.

Mi casa no estaba lejos, conduje lo más rápido que pude, pero ella estaba ebria de deseo, más que yo.  Mientras me besaba el cuello, trataba de abrir la bragueta de mi pantalón. La ayudé, e inmediatamente sentí sus manos acariciándome. Luego su lengua, explorando mi verga, hasta que al fin se la metió toda en la boca. Dos veces estuve a punto de salirme del camino. O me concentraba en ella, o en la ruta. Estábamos cerca, elegí la ruta.

Ya en casa, nos arrancamos la ropa dándonos contra las paredes o lo que se pusiera adelante. Sabía que este primer encuentro marcaría el resto de nuestra relación. Antes de estar dentro de ella, tenía mucho que hacer. Y sin prisa me dediqué a ello.
Hace un mes que se mudó conmigo. Ahora voy a prepararle un buen desayuno y se lo voy a llevar a la cama. Es que hoy es San Valentín, y por si no te diste cuenta… estoy perdidamente enamorado de esta muchacha

jueves, 14 de febrero de 2013

Novelistas Invitados. Daria Sobrino Fariñas



SOÑAR SOÑANDO SUEÑOS…
No quería venir por aquí, pero mis pies han seguido solos el conocido camino que me lleva siempre hacia ti.
De sobras sé que tú aún no has regresado, que aún estás muy lejos, físicamente de mí, pero puede más la ilusión que la certeza, y vuelvo cada día a buscarte en el rincón de siempre, aquél que sólo tú y yo conocemos, aquél que no existe, que hemos forjado entre sueños y deseos, para escondernos, aislarnos y compartir nuestros secretos, nuestros anhelos, nuestros sueños, nuestras risas y nuestras lágrimas, si viene al caso.
Te espero de la misma forma que sé que tú sabes que lo hago. Sé también las ganas que tienes de volver, aunque tan sólo sea para poder decirme hola, en cualquier momento, en cualquier circunstancia, sin tener que estar pendiente de nada.
Sé que has estado apenado, porque algo piensas que me ha pasado y si bien es cierto no ha sido nada que haya alterado la comunicación que manteníamos, a las pruebas me remito, que al igual que yo has constatado.
Cierto es que te he añorado, no podía ser menos. Espero que no haya sido ése tu caso. Mi deseo no ha sido otro que el de que disfrutaras de tu merecido descanso, llenando ojos y alma de cosas bellas y nuevas y que sólo se reciben de vez en cuando.
Tiempo habrá para compartir con una amiga todo cuanto nuevo has conocido, tiempo habrá para que volvamos a encontrarnos y vaciemos nuestras almas de todo cuánto nuevo se han llenado.
Me pregunto asombrada si te has dado cuenta de lo afortunados que somos, del tremendo regalo que la vida nos ha dado, sin buscarlo, sin pedirlo y lo más probable, es que, tal vez, ni siquiera merezcamos.
Debemos conservarlo y valorarlo en todo cuanto vale, no podemos desperdiciar ni un ápice de todo cuanto nuevo llegue. los años nos avisan de que no podemos perder tiempo, debemos vivir rápido lo que nos ha sido dado y quién sabe si también tendremos tiempo de regalar a los que amamos todo cuanto de bueno juntos aprendamos.
¿Imaginas cómo será nuestro momento cuando por fin coincidamos?
Madrecelta