Al recobrar la consciencia Facundo, estaba envuelto en la
más profunda oscuridad. Trató de moverse pero ningún
miembro respondió. Intentó gritar, de emitir algún sonido. No pudo. No sentía
la presión de nada que lo inmovilizara,
que lo amordazara. En realidad, no sentía nada que lo conectara con su cuerpo. Su
mente, que era lo único que parecía funcionar, no comprendía la situación. Por
unos eternos instantes el pánico se apoderó de él y deseó vanamente, lanzar un
alarido. Rendido a la impotencia fue tratando
de recordar, y de pronto, como en una nebulosa,
se vio disparando impiadosamente a todo lo que se moviera y huyendo por
el lugar equivocado. Volvió a sentir en su estómago el miedo y la furia de
saberse atrapado, la desazón de
reconocer el error que le costaría muy caro.
Vio su mano envolviendo el revólver, y la bala que salió de él. Pero
sobre todo, recordaba con increíble exactitud
la munición que vino en respuesta. Un fogonazo, y el plomo girando sobre
sí mismo abriéndose camino furioso hacia su pecho con increíble lentitud,
exasperante lentitud.
¡Paf!
El golpe del proyectil contra su cuerpo; el ardor en la piel;
el dolor de la carne desgarrada; el sonido de la costilla haciéndose añicos. La
bala, insatisfecha, siguiendo su devastador camino destrozando el ventrículo
derecho, las arterias pulmonares y la válvula mitral para terminarlo, agotada,
en el pulmón. Y él inexplicablemente,
viendo como en una película toda la trayectoria de la munición en su cuerpo e
identificando por su nombre los órganos afectados. No llegó a sentir su cuerpo chocando contra el
piso. Eso fue todo, estaba muerto. Lo aceptaba. Lo comprendía. Y se preguntaba
si todos podrían recordar y entender con tanta claridad el último instante de
su vida. No vio su propio cuerpo caído, ni una luz que le indicara el camino.
Solo oscuridad, y un silencio ensordecedor.
Con el paso del tiempo sintió cómo las puertas de la percepción
se abrían lenta, pero indefectiblemente,
llevándolo a un estadio superior de su mente donde seguramente encontrarían
respuesta muchas preguntas, donde las palabras serían reconocidas en su
verdadero significado; la relación entre lo infinito y lo finito. El concepto
anulando al precepto. Comprendió la inexorable verdad: él sería su propio juez
y jurado.
Imágenes de su vida
comenzaron a desfilar por su mente, pero no tan rápidamente como decía el mito
popular. No. Pasaban lentas, acompañadas de aromas, de sensaciones tangibles.
Sentía el mismo dolor, el mismo miedo; el mismo dudoso placer.
Volvió a vivir la muerte de su madre, cuando solo era un
niño. Se vio golpeando a su padre con saña mientras dormía, y robando los
ahorros de sus abuelos que le habían dado cobijo luego de ese incidente. Aquel
marinero borracho, al que apuñaló a la salida de un bar del puerto para
robarlo. Se llamaba Kurt y lo había sacado del tugurio con engaños. Su mano
cubierta de sangre y tripas por la violencia del ataque y el miedo, que se fue
tan rápido como el poco dinero que robó. Ese fue el primero de una interminable
lista. ¿Cuántos años tenía? ¿Quince? ¿Dieciséis? Los demás solo eran caras
anónimas, a algunos los había matado por necesidad, a otros por placer.
Supo por qué ¿su alma?, ¿su espíritu?, estaba allí. Él mismo
se dictó sentencia. Pero se preguntaba cómo sería. Dónde sería. Blanco y negro.
Arriba y abajo. Cielo e infierno. Todo estaba muy claro. Si hubiera podido
sonreír, lo habría hecho.
¡Paf!
El llanto desconsolado; el grito primario.
—Es un varón.
—Es un varón.