jueves, 31 de enero de 2013

Novelistas Invitados. Walter Alonso



¿NOS CARGÓ OMAR?

– ­¡Que atrevido! – dijo Javier a media voz pero con tono cortante.
Sus interlocutores ocultaron una expresión irónica motivada por el comentario.
– ¡Que atrevido! – repitió Javier, como si duplicar el comentario adicionara énfasis a su aseveración.
Los demás permanecieron en silencio. Lentamente se desdibujó el gesto irónico en sus rostros.
Sabrina comenzó a lamentar haber relatado lo sucedido esa tarde, su joven y liberal personalidad había subestimado la posible reacción de su padre, que aunque permanecía calmado, exponiendo una actitud algo inadecuada para estos tiempos no mostraba beneplácito con lo acontecido, momentos después intentando sonar conciliadora deslizó:
– ¡Papá, no es para tanto!, lo ves a diario, no escatima elogios con cuanta mujer es entrevistada o va de visita  por equis motivo a su programa, quizás sea algo obsesivo con el tema, pero no veo en él nada insano, es especialmente cuidadoso con las formas con la que pondera a quien está sentada a su frente, aunque reconozco que a todas les dice algo.
Es que a Javier le costaba advertir la realidad, mejor dicho le costaba admitir la misma; su hija ya no era una niña, al contrario, era una espléndida joven de veinte años, esbelta, de larga y ondeada cabellera castaña, delicados rasgos y hermosos ojos color miel, inteligente y amena, lo que provocaba la permanente presencia de más de un pretendiente cerca suyo.
La conversación fue dejando el asunto, en parte intencionadamente Sabrina, su madre y su hermana condujeron la misma hacia otros temas; Natalia y Marcos -amigos de Sabrina- comprendieron y colaboraron, también comprendió Javier, que permitió decantar la situación.
El atardecer se hizo noche, entre anécdotas, bromas y risas, el tiempo razonable a dedicar a una agradable reunión, para disfrutar de un té, galletitas y algún mate, se entendió suficiente por los visitantes, Natalia y Marcos se despidieron de la familia anfitriona.
La cena transcurrió sin sobresaltos, Sabrina cuidó no regresar a lo comentado más temprano, llenó el momento hablando de motivos triviales, incluso se distrajo con alguna nota de las presentadas en el informativo de la televisión.
Más tarde, dedicó un rato a la computadora como acostumbra casi todas las noches, Internet y Facebook, contactó a través del chat a su amiga Natalia, alguna banalidad y temas pendientes ocuparon a las chicas, cerca del final de la conexión, entre dudosa y divertida  por el contenido del comentario recibido en la tarde por parte del conocido conductor televisivo, a través del intercambio Natalia preguntó: –che, ¿nos cargó Omar esta tarde?
Sabrina rió en forma espontanea, Natalia también. Es que además de ocurrente el episodio les sonaba estimulante, lo sería más de haber provenido de algún apuesto joven sobre el cual coincidían en el gusto, pero lo vivido mejoraba su autoestima.
Después de cortar la conexión con su amiga, Sabrina repasó lo sucedido.
Se aproximaba el cumpleaños de quince de Agustina, su hermana, toda la familia estaba abocada al esfuerzo organizativo que la fiesta demandaba, necesitaba elegir un vestido para dicha ocasión, invitó a Natalia que la acompañara.
Luego de visitar varios locales del centro y probarse otros tantos modelos, se decidió por uno que la satisfizo, volvería con su madre para concretar la compra.
Ya en Dieciocho, mientras se dirigían a la parada por locomoción para regresar, lo vieron venir, su porte inconfundible caminaba en dirección contraria a ellas acortando la distancia, recibía saludos por doquier, propio de los que se dirigen a una personalidad pública que resume reconocimiento por su labor y algo de admiración, las chicas prepararon su saludo:
–Omar– dijeron al unísono.
–Adiós chicas– contestó aquel mientras observaba el saludable estado físico de las jóvenes, y confirmando su fama de fino piropeador, endulzando la voz agregó:             –gracias por pasar–.



Walter Alonso   -   enero de 2013

viernes, 25 de enero de 2013

La increíble historia de Tulsa McClean



Unas semanas atrás, los mejore cirujanos plásticos que el dinero puede comprar habían operado su nariz y pómulos. Luego, afeitó sus patillas y tiñó su cabello de castaño claro. Por último se calzó unas gafas de montura ordinaria. Se miró en el espejo que cubría la totalidad de una de las paredes de su dormitorio. Lo que le devolvió la imagen no le agradó, pero quedó conforme. Con ropas adecuadas, nadie lo reconocería. Se vistió y levantó el teléfono, luego de discar solo dijo:
—Diamond, estoy listo.
Dos horas después, en un apartado aeropuerto de las afueras de Las Vegas, los amigos se despedían.
—Ya puedes hacerlo Joe, llama a la prensa y diles que estoy muerto.
—¿Estás seguro? Todavía podemos detenerlo.
—Nunca estuve tan seguro de algo. Ahora soy Tulsa McClean.
Diamond Joe esperó hasta que el avión desapareció entre las nubes. No tendría que fingir la pérdida del amigo; realmente la sentía.
En Texas, entre Balmorhea y la interestatal 10, Tulsa había comprado un lujoso rancho. Allí pensaba desintoxicarse, adelgazar y, sobre todo: ensayar, plasmar los sonidos que tenía en la cabeza. Hacer su música. Esos eran los primeros pasos de su plan.
A los pocos meses su físico era otro, y después de mucho sacrificio y deseos de abandonar todo, ya no necesitaba de pastillas. Las complicaciones venían por el lado de los músicos. No lograba que captaran la esencia de lo que deseaba. Le hacía falta alguien que entendiera lo que él quería y a la vez, transmitirla a los ejecutantes. Inmediatamente supo quién era ese hombre. George Martin hizo maravillas con The Beatles, y si bien estaba viejo, era su única opción.
El productor no pudo rechazar la oferta, y pronto se unió al equipo. Inmediatamente se notaron los resultados. Ahora hacía falta rodaje, tocar en público. Y que mejor lugar que la taberna de Tulli, de la que Tulsa era fiel parroquiano desde que había llegado al lugar. El bar estaba ubicado al borde de la ruta, a pocos kilómetros del rancho. Sólo una gasolinera y un motel le hacían compañía. Era frecuentado por camioneros y trabajadores de la zona, y famoso por la amabilidad de las señoritas que allí trabajaban.
La noche del debut lo encontró sumamente nervioso. Ni siquiera los músicos que lo acompañaban, a pesar de su nula experiencia, lo estaban tanto como él. Ya sobre el escenario, y con su música abrasándolo, olvidó todo y se entregó. Las primeras canciones se tocaron sin pausa, una tras otra. Cuando el baterista dio el último golpe a su tambor, un silencio sepulcral invadió el recinto, para instantes después, estallar en aplausos y gritos. Inmediatamente el aliviado Tulsa McClean dio la orden de seguir. No quería darles respiro.
A partir de ese momento, la taberna de Tulli se atiborraba de público cuando la banda tocaba. Incluso llegaban de poblaciones cercanas ansiosos por escuchar el descontrolado nuevo ritmo.
Una noche llegó a la ya famosa taberna, un joven periodista de la Rolling Stone magazine, deseoso de comprobar si eran verdad los rumores que había escuchado. Lo que vio a su alrededor no le gustó. Camioneros, vaqueros, chicas con jeans cortados mostrando el culo, viejas gordas, y sobre todo mucha excitación. Otro pueblerino pensó, y decidió marcharse. Cuando estaba a punto de subir a su coche, escuchó el griterío de la muchedumbre y los primeros acordes de la banda de Tulsa McClean. Luego de unos segundos, como una rata tras el flautista, corrió al interior de la taberna.
Al mes siguiente, Tulsa era portada de la revista.
A partir de ese momento todo se volvió incontrolable. Giras mundiales, películas, romances con famosas actrices, escándalos. La Tulsa manía invadió el mundo. En el punto más alto de su carrera Tulsa McClean fue hallado muerto en su bañera por Tulli Stevens, su amigo personal y manager.
A cientos de kilómetros del rancho, Diamond Joe Esposito seguía la noticia que era transmitida en cadena nacional. La mueca de tristeza que en un principio se le dibujó en la cara, rápidamente se transformó en sonrisa, y ésta en carcajada.
—¡Volviste a hacerlo, maldito bastardo! ¿Cómo te llamarás la próxima vez?... ¿Es que nadie se da cuenta qué sólo Elvis Presley es capaz de cambiar al mundo dos veces?



miércoles, 23 de enero de 2013

Novelistas Invitados. Mari Carmen Marín

El libro de carne y hueso


En el laberinto de mis sueños encuentro la materia de mis escritos y son tus ojos los que me guían, como puertas de acero de mi guarida. En tus caderas amarro los lamentos tras cada punto y aparte, como el refugio al que corro tras la tormenta. Entre mis piernas atrapo los gemidos de las letras que el carbón de tu lápiz dibuja. Coloco cada palabra en el antítesis de una metáfora adornada. Entro en ti en cada línea sin llamar y hasta mis huesos calan los pensamientos a la espera del punto final.
Página a página escribo el libro que titulo con tu piel y leo en tu cuerpo. Los versos que te dediqué, los párrafos que lloré y las sensaciones que experimenté son mi única gramática. Eres la flor de mi mente, la que me grita cuando se abre y en la que me inspiro para bordar cada palabra con los hilos de mi desesperación. Mis dedos mojo con la tinta que gotea por los muslos de ésta fina e infinita hoja y el néctar que dejaste en mis manos, tras un cristal invisible que no puedo tocar. Recito en voz alta y es el eco el único que me contesta, esparciendo mis lamentos en medio de la nada.
Después el tiempo te trae de nuevo a mis brazos, como las olas a la playa y te acojo como niño desconsolado ahogado en llanto, y me convierto en la madre abnegada que te acoge. Bebo tus lágrimas de desengaño, hago tus palabras mías para plasmarlas en el próximo capítulo y contar al mundo el dolor que tus ojos me muestran tras partir, de nuevo, de mi lado.
Quizás no haya una segunda parte, ni una trilogía de nuestros cuerpos, quizás solo el sabor que tus besos dejaron en el cielo de mi boca, en mi mente confusa, en el llanto de mis sábanas cada noche y en cada número de página.
El índice fue cada parte de tu bello cuerpo desnudo, cada capítulo los encuentros que encadenamos con deseos e ilusiones, haciendo de dos uno solo y el final, el final fueron lágrimas que cayeron en el tintero de mi pluma, mientras oía las voces de mis musas gritando desde lo más profundo de mi alma, sufriendo por lo que un día fuiste y hoy eres, encuadernado entre papeles grabados para que me recuerdes.


Autora: Mari Carmen Marín.





Mari Carmen Marín es autora del libro de poemas Retales de mi memoria. Y participa en varios blogs: Eternamente sensual, Club del Erotismo y Algo que leer...  y por si esto fuera poco, esta exquisita escritora nos deleita en www.facebook.com/notes/mari-carmen-marín/mi-rincón-de-letras .
 

lunes, 21 de enero de 2013

Los Siete Días



Cuando conocí a Sayko y Delia, las miré con desconfianza. La primera tenía rasgos orientales y vestía como una colegiala. A Delia le gustaba usar flores en su pelo rubio, casi blanco.  No sé muy bien porqué aparecieron en mi vida, pero luego que entramos en confianza, durante mucho tiempo fuimos inseparables.

Un tiempo atrás, antes de conocerlas, mi vida se había tornado… tal vez la palabra más adecuada sea: extraña. Pasé por momentos de soledad buscada, dejadez, indolencia. Poco a poco comenzaron mis dificultades en el trabajo, estás perdiendo la creatividad, me decían. Me alejé de mis amigos; o ellos de mí. Era consciente del problema, no de la solución. Hasta que un día me encontré con Duilio, un viejo y gran compañero al que hacía tiempo que no veía. Tomé coraje y le conté por lo que estaba pasando. Tal vez pueda ayudarte, me dijo. Y quedamos en vernos por la noche en una discoteca.

El lugar estaba lleno, y el volumen de la música demasiado alto. Pensé en irme, pero rechacé la idea, y comencé a buscarlo. El me encontró a mí. Me saludó con un abrazo y me dijo al oído: en el bolsillo tenés la solución a tus problemas. Llevé mi mano al sitio indicado y saqué lo que había. Dos píldoras. Una parecía un submarino amarillo, y la otra, una tortuga rosa. Lo miré. ¡I´ts the new psicodelia, man! Atinó a decir en un inglés exageradamente pronunciado.

Una noche, estaba mirando en la televisión un anime, donde una pequeña escolar de largas trenzas, paseaba por un prado, acompañada por una niña rubia. Esta  última no dejaba de repetirle a su amiga.

—¡Tené coraje! ¡Hacelo!

No sé por qué, pero esas palabras alejaron mis dudas. Abrí el cajón de la mesa de noche, y me tomé, las dos pastillas.

Al rato las dos niñas crecieron y me miraron con sus ojos grandes y llenos de vida. Me vi a través de la pantalla caminado con ellas. Los colores del prado se tornaron brillantes. Intensos. Toqué la hoja de una planta de color verde esmeralda, y pude sentir la savia circular por su interior. Y me sentí bien. Aliviado.

Hace mucho que dejé de verlas. A veces me pregunto si Sayko seguirá usando su falda a cuadros. O si Delia habrá cambiado el color de su cabello. Estoy pensando en llamarlas.


domingo, 20 de enero de 2013

La Domadora de Hormigas



Estaba encerando mi tabla mientras esperaba ver la salida del sol. No sólo me quería distraer. Deseaba saber si todavía estaba en forma. A lo lejos, una silueta caminaba por la playa en mi dirección. Cuando estuvo más cerca vi que era una chica. Continué con mi tarea hasta que sus piernas, largas y hermosas, se detuvieron junto a mí. La miré, entonces ella dijo:

—¿Te acordás de mí, ancianito?

Me puse de pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó en sus labios.

La pequeña Clara.

Anoche, cuando llegué, lo primero que hice fue abrir las ventanas para ventilar mi casa. Cuando vi la luna reflejada en el mar y sentí el aire en mi cara, fue que me di cuenta cuánto había extrañado el lugar. Después de diez años, estaba volviendo a Paraíso. Ese fue el tiempo que me llevó darme cuenta que mi matrimonio no tenía razón de ser. Tenía hermosos recuerdos de este lugar donde pasé casi todos los veranos de mi juventud. Pero casi todos eran como viejas polaroids descoloridas. Excepto los que tenía de la ahora mujer parada frente a mí.

Me puse de pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó en sus labios.

La pequeña Clara.

Clara era una niña a la que doblábamos en edad. Alta, muy delgada, de piernas largas y huesudas. Su madre siempre le hacía trenzas en su cabello, largo y oscuro que quedaban muy tiesas por la sal del mar. Por lo ocurrente y divertida, de a ratos le permitíamos estar con nosotros. Sólo de a ratos. “Andá a jugar con los niños de tu edad”, le decíamos. Entonces se enojaba y desaparecía por horas. Luego de uno de esos enojos, apareció con una pequeña pecera llena de arena.

—¿Tenés algún pez allí? —Le pregunté muy serio.

—¡No, bobo! Tengo hormigas.

—¿Y qué vas a hacer con ellas?

—Voy a… ¡Voy a domarlas! —contestó luego de pensar la respuesta.

Yo era el que más atención le prestaba, por eso, de vez en cuando solía preguntarme:

—¿Sabés qué voy a ser cuando crezca?

Entonces en tono de broma, siempre le respondía lo mismo.

—Cuando vos seas grande, yo seré un ancianito que para caminar va a necesitar un bastón

—¡Bobo! —contestaba enojada, y por unas horas no me hablaba.

Siempre que surfeábamos, se sentaba en la playa a mirar, quieta y alejada. Una tarde, cuando me iba, me acerqué a ella y le dije:

—Tengo una tabla que debe ser reparada. ¿La querés?

Su cara se iluminó de alegría. Claro que no sólo la reparé yo con ella zumbando a mí alrededor, sino que también tuve que enseñarle a usarla.

—Nos vamos —me dijo una tarde—. ¿Querés saber que voy a ser cuando crezca?

Ya que no la vería hasta el año próximo, preferí no hacerla enojar.

—¿Domadora de hormigas? —contesté sonriendo.

Me abrazó y susurró en mi oído:

—Voy a ser tu novia —Me soltó, y se fue corriendo sin mirar atrás.

Las paradojas del tiempo ahora, jugaban de nuestro lado. Este verano lo pasamos juntos, hasta que tuvo que irse. Y como siempre que eso sucedía, lo que quedaba no era bueno ni malo. Simplemente transcurría. No importa que suceda en el futuro. Siempre recordaré sus besos con sabor a mar.

Ilustración de Rosario tj
 Gracias, Marquesa Luna.