domingo, 31 de marzo de 2013

Novelistas Invitados Daria Sobrino Fariñas


PROMESAS DE LA MAR
Hacía frío, me arrebujé en la enorme manta de lana que me había echado sobre los hombros para salir a la terraza. Me resistía a
entrar en casa.
El mayor acierto de mi vida había sido la compra de aquella casa. Todos me llamaron loca, dijeron que me exponía a ladrones, malhechores y yo que sé cuántos males más por propia voluntad, pero no consiguieron convencerme.
En el momento en que conseguí reunir el dinero suficiente, me dediqué en cuerpo y alma a buscar una casa como la que tenía.
Una casa de una sola planta, que desde sus ventanas se viera la mar y si podía ser que de ella a la arena de la playa no hubiera que dar más de dos pasos.
Tres años me costó encontrarla y al fin, cuando ya casi estaba a punto de lanzar la toalla, apareció.
No sólo se veía la mar, sino que desde la terraza y tan sólo bajando dos escalones, mis pies ya se hundían en la arena de la playa.
Estaba sola, no tenía vecinos, sólo la mar como única compañía. A veces como una dulce melodía, otras embravecida y enfadada, dando fuertes golpes contra el espigón que quedaba a unos 100 m. escasos.
Nadie entendió porque quería ir a vivir allí. Alejada del pueblo. Sola. Nadie entendía que era eso lo que buscaba. Soledad.
Me pasaba horas enteras sentada en aquel viejo sillón que ya encontré en la casa y al que la única reforma que hice, fue aumentar su espuma, taparlo con una vieja colcha y ponerle unos cuantos cojines, con el termo de café al lado, encima de una desvencijada mesa, coja, mi taza de café preferida, mis cigarrillos y un cenicero.
Dejaba que mis ojos se cansaran hasta llegar a picarme en el intento de ver más allá del infinito. Había días de mar calma en que se fundía la línea divisoria entre mar y horizonte, formando un todo que no podía separar mis cansados ojos.
En un año, era el tiempo que llevaba allí viviendo, mi piel, morena de natural, había adquirido un permanente tono tostado.
Los días fríos del invierno, también salía, aprovechando las horas de sol a sentarme allí.
También lo hacía cuando la lluvia era fina y seguida y no las tremendas tormentas que por allí solían menudear en los más crudos días de invierno.
Cuando la tormenta era fuerte, entraba el sofá en casa y me sentaba en él poniéndolo frente a cualquiera de los lados de la casa, rodeada toda ella, por una enorme galería.
Un día tenía que entretenerme a contar cuantos vidrios rectangulares, separados por finos listones de madera había en
total.
Era este un pensamiento recurrente que siempre acudía a
mí en los días de temporal.
Miraba y miraba a la mar y esperaba, siempre esperaba. Sólo lo dije una vez. Cuando me preguntaron que para que quería ir a vivir allí si escribir podía hacerlo desde cualquier lugar. Mi respuesta fue que iba allí a esperar.
Nadie me pregunto el qué, afortunadamente. Digo, afortunadamente porque no me gusta decir palabras altisonantes o desairar a nadie. Pero a nadie le importaba el que o a quien esperaba y mi respuesta, seguro, hubiera sido ácida y tajante.
Cierto que había días en los que hasta yo me preguntaba por qué seguía aferrada a aquella ilusión, porque seguía esperando, era absurdo pensar que me encontraría allí alguien que ni tan siquiera sabía dónde estaba para poder decirle mi paradero.
Bebí un sorbo del ardiente café, y encendí otro cigarrillo, me gustaba tanto el café y fumar… Me costó un poco y tuve que agachar la cabeza y con una mano proteger la llama del encendedor, el aire lo apagaba y no podía prender bien el cigarro.
Apartándome el pelo de la cara, miré hacia el espigón pensando que ya iba siendo hora de meterme en casa.
El sol estaba ya a punto de hundirse en el agua y una luz rojiza daba un brillo especial a la arena.
Me pareció ver que desde el Paseo, más allá del espigón una figura alta y alargada saltaba a la arena. No le di mayor importancia. Muchos eran los que gustaban pasear a aquella hora por la desierta arena.
Volví mis ojos hacia la mar. Pero, algo que no sabría explicar me hacía mirar una y otra vez a la figura que ya había sorteado el espigón y seguía caminando en línea recta hacia donde yo estaba.
Era un hombre, llevaba los zapatos en una mano, los pantalones remangados, supongo que para salvarlos del agua, y una antigua bolsa de piel de viaje en la otra mano.
El aire agitaba la chaqueta de su traje y en cambio no se llevaba el sombrero “Panamá” que se mantenía en su sitio impertérrito.
Un fuerte golpe de viento, al fin, lo arrancó de su cabeza y lo trajo hasta mis pies.
Me agaché para recogerlo. Lo sostuve entre mis manos, siempre me han gustado los sombreros, tanto para caballeros como para señoras, especialmente el “Panamá” para ellos y el auténtico “Cordobés” negro y de buen fieltro para ellas. No pude evitar acariciarlo y me giré para esperar al estrafalario personaje que
lo había perdido.
Al moverlo un conocido aroma me aturdió. Sorprendida clavé mi mirada en el sombrero como si éste pudiera decirme algo que yo ni me atrevía a preguntar.
No hizo falta, una voz añorada, amada y largamente esperada, susurró muy cerca de mí:
- Sabía que me esperabas, pero siempre has dominado a la perfección el arte de escoger los sitios más complicados y de difícil acceso para hacerlo.
Las lágrimas cegaban totalmente mis ojos, le miré pero no le vi.
Tan sólo sentí sus brazos encercando mi tembloroso cuerpo.
Mi espera había terminada. La mar, una vez más, había cumplido su pacto, devolviéndome al que durante tanto tiempo y en silencio seguía amando.
Daria Sobrino Fariñas, además de ser una deliciosa escritora, es una luchadora social incansable y sobre todo, una gran amiga.
Cosas cotidianas y Si lo sé no vengo, son sus blogs.

Maldita rutina


Era solo un día más, un maldito calco de ayer y una premonición de mañana. La obviedad en mi vida me estaba asustando. Despertador a las siete, baño y café. Pronto para salir siete veintiocho. Pocas cosas alteraban mi rutina. Lo más emocionante que me había pasado hoy era darme cuenta que me había olvidado de comprar papel multiuso, y que en su lugar había comprado dentífrico que todavía tenía. Salí de mi apartamento dos minutos antes de lo habitual porque quería evitar a mi pesado vecino y llamé al ascensor. Como todos los días sentí que paraba en el piso de arriba. Había fallado. Era Alberto. Y como todos los días desde hace seis meses, igual que una púa que se apoya en un viejo vinilo el me diría:
—Buen día, ¿a trabajar, no?
—Y sí…
—Un día más para la jubilación…
—Y sí…
 Se abrió la puerta y entré mirando al piso. Allí estaba su silueta apoyada en el espejo. Inmediatamente giré sobre mí mismo y puse el aparato en marcha. No quería darle chance a que cambiara nuestro dialogo a algo que me hiciera modificar mis respuestas. La puerta se cerró y comenzó el breve viaje de diez pisos. Pero había algo diferente a todas las mañanas. Un agradable y excitante perfume penetro en mi nariz. Y silencio. Gire lentamente la cabeza para mirar por el rabillo del ojo, y antes de terminar de hacerlo una encantadora voz femenina me dijo dulcemente:
 —Hola, Osvaldo, hacía tiempo que no te veía
 No podía dar crédito a mis ojos era Pamela, la vecina de piso de Alberto, y de la que yo estaba silenciosamente enamorado. ¡Y sabía mi nombre!
 —Buen día, ¿a trabajar, no? —Atiné a decir tontamente.
 —Y sí… —contestó bajando la mirada.
Por suerte llegamos a planta baja.

lunes, 18 de marzo de 2013

De soledades y tradiciones.



Caminamos agarrados de la mano, separados por el brazo. Me hablás, pero no te escucho. Te pregunto, pero no me contestás.

Escucho las sirenas. Me ensordecen. Está oscureciendo y la ciudad nos traga, nos envuelve. Nos miramos como dos desconocidos que se conocen. No sé quién sos. ¿Sabés quién soy?

La luna está alta, enorme, ¿con quién querrías estar?

Es casi medianoche y pronto el cielo estará teñido de estrellas fugaces tan falsas como la vida. Como la nuestra. Y vas a apretar mi mano. Y yo la tuya. Y vamos a pedir un deseo.

Y seguiremos caminando, seguros que no se cumplirán.



Novelistas Invitados Daria Sobrino Fariñas



  • DAGNNIA
Procedo de la Tribu Celta de Breogán, que dicen tuvo su primer asentamiento en el Reino de Galiza, desde el cual posteriormente partieron hacia Irlanda.
Poco se conoce de esa época, aunque si es sabido que de madres a hijos eran transferidas oralmente hermosas leyendas y malos conjuros. Algunos creen en ellos, otros no.
De los que hasta mí han llegado por el mismo camino, voy a contaros la que creo más hermosa leyenda, en ella e se refleja, el poderoso lazo que unía a los componentes de la Tribu y a su generosidad a favor del bien común.
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“Al igual que las otras mujeres celtas, las de mi Tribu tenían completa libertad de acción y elección. Eran buenas y fuertes guerreras. Podían decidir si querían o no casar y con quien. Nada ni nadie las podía obligar a unión alguna no deseada.
“Cuentan que eran buenas madres, de aguda mente, intuitivas en grado sumo, certeras con las flechas y magníficas para cosechar cuanto se les antojara plantar en la fructífera y roja tierra
“En los profundos valles de los ríos Sil y Lor, los de “O Lar de Breogán”, plantaron viñedos, que daban fruto dulce y mejor zumo, gracias a la cercanía del entonces rico caudal de ambos ríos.
“Sólo una cosa era más temida que la plaga del gusano. El Hielo. Las heladas tempraneras de mediado el séptimo mes (ahora denominado septiembre), podían causar estragos irreparables y arruinar toda la cosecha.
“La llamaban - la helada negra- porque no dejaba señal alguna de su paso. El contraste del calor diurno con el aire nuevo de la madrugada elevaba de los ríos una niebla cargada de pequeños cristales que se posaban suavemente sobre los granos de la vid, congelándolos y provocando su muerte.
“Las mujeres, sabias en todo cuanto a ver tuviera con nuevas formas de vida, eran las primeras en notar si la niebla madrugadora portaba o no hielo. Dicen que lo notaban por su olor.
“Cuando tal caso se daba, poco o nada se podía hacer, salvo llamar a reunión a los miembros de la Tribu y empezar a vendimiar intentando ganarle el tiempo a la helada.
“Dicen también, que existió una mujer extrañamente menuda para la complexión normal celta, de oscuros cabellos, aladas manos y negros ojos. Tal era su gracia, inteligencia y belleza que sin hablar a todos conquistaba y que cuando decidía por fin dejarse oír, su serena y profunda vez convencía de todo cuanto decía a cualquiera que tuviera la suerte de escucharla. Vivía sola nunca quiso casar con nadie, aunque participaba activamente en todo cuanta actividad se llevaba a cabo.
“Un año y a lo largo de todo el quinto y sexto mes, la vieron armar entre las vides una especie de plataformas, separadas a igual distancia, y a las que una vez montadas embadurnaba con brea. Todos, con gran curiosidad, la dejaron hacer, sabían que algún fin tendría tanto misterio.
“Empezaba a trabajar muy de mañana. Cuando el sol calentaba con mayor fuerza ella se retiraba a su cabaña pasando el resto del día hilando y tejiendo una fina tela blanca.
“Cuando creyó tener suficiente tela para su fin. Bajo a las orillas de los ríos y recogió un buen número de las finas y fuertes varillas de mimbre que allí crecían.
“Siguió trabajando en su cabaña. Dobló la mimbre hasta formar lo que se podría entender hoy como una inmensa raqueta, pero sin mango, envolviéndola con la fina tela blanca que ella misma había tejido. Justo en el punto de unión, practicó un orificio en la tela por el que podía pasar la mano del más grande de los hombres de la Tribu, formando una especie de guante gracias al cual y con el invento calado hasta el codo podía dársele movimiento.
“Trabajaba afanosamente sin perder de vista ni el sol ni, más importantes aún, los cambios de la luna.
“Un día, vieron como las almacenaba bien dispuestas en la cabaña donde se guardaba el grano y la carne de caza. Tal parecía haberlas colocado para se utilizadas en cualquier momento. Respetuosa la gente de la Tribu nada preguntó. Esperaban.
“Cuando la luna estaba en cuarto menguante del séptimo mes, una noche, se oyeron los gritos de la llamada. Caía la helada sobre las viñas.
“Vestida sólo con una ligera túnica blanca, salió corriendo de su cabaña Dagnnia, ése era el nombre de la bella y pequeña mujer atrajo a todos los
habitantes de la Tribu, con fuertes y potentes silbidos hacia el almacén.
“Todos acudieron. Asombrados vieron como repartía entre ellos dos de aquéllas cosas, reservándose un par para ella.
“Apresuradamente los mandó coger la tea que siempre permanecía encendida en la puerta de cada choza, a fin de evitar visitas no deseadas de alimañas y malos espíritus.
“Todos la obedecieron, tal era su credibilidad que nadie dudó en seguirla corriendo hacía las viñas.
“Lo primero que hizo Dagnnia fue prender fuego en la primera plataforma ordenando a los demás que siguieran su ejemplo hasta encenderlas todas.
“Una vez encendidas les ordenó que se dispersaran entre las vides, formando hileras. Colocó el extraño artefacto, uno en cada brazo mostrando a los demás como debían hacerlo mientras explicaba:
- Miradme bien y haced lo mismo que yo. Alzad los brazos y agitarlos suavemente, intentando que el calor de las antorchas no se eleve y se pose en las uvas.
“Todos miraban pasmados la facilidad con que ella agitaba aquellas… “alas”, e imitándola empezaron a dar manotazos sin ton ni son, como si fueran aspas de molino.
Ella, girándose, al verlos, rio suavemente y les dijo:
- Así no, ¿Os habéis fijado en el vuelo de las mariposas? pues intentad hacerlo igual, suavemente y a un ritmo constante. ¡Cómo si fuerais mariposas!
“Poco a poco, todos al fin atinaron a imitar sus movimientos, dando lugar sin saberlo a uno de los espectáculos más bellos hasta entonces visto.
“Las antorchas con su fuego y ellos agitando las blancas alas entre las vides, producían un efecto tan bello como si miles de mariposas a la vez volaran sobre ellas.
“A partir de aquél año, y salvo algún que otro contratiempo, ninguna cosecha se perdió por culpa del hielo.
“Cuentan que Dagnnia no murió, simplemente un día dejaron de verla. Como si en la madre tierra se hubiera diluido.
Hoy en día, los más ancianos del país, avisan cuando ven cerca del anochecer mariposas blancas volando sobre las viñas. Aseguran que es señal inequívoca de que el tiempo de la vendimia ha llegado porque anda cerca la negra helada.
Así es como les avisa Dagnnia.