martes, 23 de abril de 2013

Pasajero en tránsito


Al recobrar la consciencia Facundo, estaba envuelto en la más profunda oscuridad. Trató de moverse pero ningún miembro respondió. Intentó gritar, de emitir algún sonido. No pudo. No sentía la presión  de nada que lo inmovilizara, que lo amordazara. En realidad, no sentía nada que lo conectara con su cuerpo. Su mente, que era lo único que parecía funcionar, no comprendía la situación. Por unos eternos instantes el pánico se apoderó de él y deseó vanamente, lanzar un alarido. Rendido a la impotencia  fue tratando de recordar, y de pronto, como en una nebulosa,  se vio disparando impiadosamente a todo lo que se moviera y huyendo por el lugar equivocado. Volvió a sentir en su estómago el miedo y la furia de saberse atrapado,  la desazón de reconocer el error que le costaría muy caro.  Vio su mano envolviendo el revólver, y la bala que salió de él. Pero sobre todo, recordaba con increíble exactitud  la munición que vino en respuesta. Un fogonazo, y el plomo girando sobre sí mismo abriéndose camino furioso hacia su pecho con increíble lentitud, exasperante lentitud.
¡Paf! 
El golpe del proyectil contra su cuerpo; el ardor en la piel; el dolor de la carne desgarrada; el sonido de la costilla haciéndose añicos. La bala, insatisfecha, siguiendo su devastador camino destrozando el ventrículo derecho, las arterias pulmonares y la válvula mitral para terminarlo, agotada, en el pulmón.  Y él inexplicablemente, viendo como en una película toda la trayectoria de la munición en su cuerpo e identificando por su nombre los órganos afectados.  No llegó a sentir su cuerpo chocando contra el piso. Eso fue todo, estaba muerto. Lo aceptaba. Lo comprendía. Y se preguntaba si todos podrían recordar y entender con tanta claridad el último instante de su vida. No vio su propio cuerpo caído, ni una luz que le indicara el camino. Solo oscuridad, y un silencio ensordecedor.
Con el paso del tiempo sintió cómo las puertas de la percepción se  abrían lenta, pero indefectiblemente, llevándolo a un estadio superior de su mente donde seguramente encontrarían respuesta muchas preguntas, donde las palabras serían reconocidas en su verdadero significado; la relación entre lo infinito y lo finito. El concepto anulando al precepto. Comprendió la inexorable verdad: él sería su propio juez y jurado.
 Imágenes de su vida comenzaron a desfilar por su mente, pero no tan rápidamente como decía el mito popular. No. Pasaban lentas, acompañadas de aromas, de sensaciones tangibles. Sentía el mismo dolor, el mismo miedo; el mismo dudoso placer.
Volvió a vivir la muerte de su madre, cuando solo era un niño. Se vio golpeando a su padre con saña mientras dormía, y robando los ahorros de sus abuelos que le habían dado cobijo luego de ese incidente. Aquel marinero borracho, al que apuñaló a la salida de un bar del puerto para robarlo. Se llamaba Kurt y lo había sacado del tugurio con engaños. Su mano cubierta de sangre y tripas por la violencia del ataque y el miedo, que se fue tan rápido como el poco dinero que robó. Ese fue el primero de una interminable lista. ¿Cuántos años tenía? ¿Quince? ¿Dieciséis? Los demás solo eran caras anónimas, a algunos los había matado por necesidad, a otros por placer.
Supo por qué ¿su alma?, ¿su espíritu?, estaba allí. Él mismo se dictó sentencia. Pero se preguntaba cómo sería. Dónde sería. Blanco y negro. Arriba y abajo. Cielo e infierno. Todo estaba muy claro. Si hubiera podido sonreír, lo habría hecho.
¡Paf!
El llanto desconsolado; el grito primario.

—Es un varón.
 


sábado, 13 de abril de 2013

La Antena


Desde que tengo uso de razón, mi ángulo de visión es el mismo. Conozco cada centímetro cuadrado del techo blanco, liso, impoluto. Lo uso como pizarrón, hojas de libros, campo deportivo, pantalla. Las horas transcurren lentas encerrado en una confortable y aséptica  caja de cristal, algunas caras silenciosas cubiertas con gorros y tapabocas verdes atraviesan  fugazmente mi mirada matizando mis días. Al principio, cuando era más pequeño, creí que lo que imaginaba en ese techo era la vida. De pronto y sin previo aviso, unas raras e inesperadas sensaciones alteraron mi estúpida rutina, y mi ritmo cardíaco. Cada vez que eso sucedía mi entorno se revolucionaba. Percibía el movimiento, la nerviosidad, y la infaltable jeringa clavándose en uno de los tubos que descendían hasta mí. Inmediatamente sopor, sueño. Cuando aprendí a controlarlo, no tardé en comprender que eran sensaciones sentidas por otro. Lo digo con toda certeza, por mi hermano. Recibidas por una antena invisible y maravillosa, que ahuyentó para siempre mi soledad. Ya no me sentí solo, esperaba con ansiedad sus señales, sus vivencias. Así, supe alegrarme; conocer la ira y el placer; el desencanto y la tristeza. La impotencia de la derrota, la alegría del triunfo. El deseo. Aún recuerdo como se nos erizaba la piel cuando la veíamos y el momento inolvidable, lleno de emociones desconocidas e inexplicables cuando nos besó por primera vez.
 Desde hace un tiempo todo cambió. Sus imágenes se confunden con las mías y por momentos me cuesta diferenciarlas. Un techo parecido, caras cubiertas y un dolor silencioso que sé, le pertenece.  Al fin mi mente aletargada hizo un click y comprendió el real motivo de mi incomprensible existencia. Estaba aquí para salvar la vida de mi hermano. De mi querido hermano.
Me llaman Cástor.
Tengo quince años.
Soy un clon.

Ilustración: Rosario


Novelistas Invitados Damián Martínez


Con el tiempo el Turco se pudo jubilar del puerto, los primeros años laburaba limpiando pescado, y en aquel entonces las cosas iban bastante bien. Desde el patio puedo ver su casa y a veces lo veo a él, estos últimos días vi que con unas varillas estaba restaurando el portón de la entrada. El viernes me lo cruce al mediodía en la carnicería, siempre que me lo cruzo charlamos un rato.
Cuando el Turco era chico soñaba con ser milico, pero milico era su padre y cuando tenía diez años había golpeado a su madre varias veces delante de él. Todos en la cuadra lo sabían pero igual nunca fue en cana, entonces él, con el tiempo sintió que la única manera de devolverle tanto dolor era no seguir sus pasos. El turco soñaba con ser milico. Siempre lo cuenta. Hoy en día suele decir que si el viejo se hubiese muerto antes le habría dado el tiempo. Yo siempre supe que en el puerto el Turco dejaba la vida, cada vez agarraba más horas, no creo que se haya jubilado muy mal. Hoy lo vi pintar el portón y darle cal al muro mientras escuchaba la radio, últimamente está más prolijo con su casa, siempre está haciéndole algo, dice que un día eso va quedar para Mari, con ella vive hace nueve años. Se le nublan los ojos diciendo, que es su única forma de retribuirle, todo el amor que le debe.