miércoles, 16 de octubre de 2013

El zorro del Principito

Cuando la vi venir, la reconocí de inmediato. Compartimos dos o tres años en la escuela y me recuerdo absolutamente enamorado de su pelo renegrido contrastando con su mirada clara de pestañas gruesas. La Adivinadora, le decía la maestra cada vez que le tocaba dar la lección al frente de la clase. Nunca fue muy aplicada, sin embargo, su carácter justo y divertido la convirtieron en la más popular de los recreos donde solía compartir con los más apocados, integrándolos al resto de nosotros.
Susana. La líder.
Ahora vestía ropa sucia y descuidada. La camiseta le marcaba los pezones de unas tetas que parecían no haberse desarrollado y sus pantalones calzados tan arriba como era posible, ofrecían el canal de su entrepierna a cambio de poco. Venía hablando sola y de vez en cuando gritaba insultos a un hombre que se alejaba. Me miró, y en sus ojos vi retazos de sueños perdidos; los recuerdos encerrados en una valija extraviada en algún callejón lleno de pastabaseros
Me pidió plata mirándome sin verme.
Susana, la drogadicta
Nos empezamos a encontrar seguido en la rambla, a la altura de la Playa del Gas. Le llevaba mate y bizcochos y mientras comía y hablaba, yo trataba de entender cuando se había roto su botella de agua bendita. Día a día nuestras charlas se estiraban, y parecía que aquella chiquilina de la escuela quería volver.
Un día no volvió.
La vi en las noticias, tirada en el suelo, cubierta con un plástico de flores rojas. Nunca supe si me había recordado. Ni se lo pregunté.
Susana. La cobarde.
No volví a tratar de levantar el brazo del campeón de los perdedores, ni vivo cerca de la Playa del Gas. Pero de vez en cuando me doy una vuelta por allí, a mirar el mar.


Clase Z


—Sentáte en una silla firme, apretá el culo y preparáte para escuchar una historia parida en lo más bizarro de lo inaudito —me dijo mientras entrábamos a un bar.
Hacía mucho que no nos veíamos, pedimos café y ansioso, le pedí que me contara.
—Todo empezó navegando en la Deep Web. Ya sabés cómo es ese lugar, solo se puede creer  un tercio de lo que allí dicen, pero un mensaje para una tal Irina, me llamó la atención. El Muñeco está enterrado en el cementerio de Coxcox, decía. Busqué en un mapa y el lugar estaba cerca. Así que al otro día, monté en la moto y fui hasta allí.
—Pero, ¿qué tenía de especial ese mensaje para qué hicieras eso?
—Nada. Pero solo hacía unos minutos que había leído en mi horóscopo que me dejara guiar por mi instinto. ¡Y lo hice!
—¡Ah…! Seguí…
—A lo largo de la ruta que atravesaba el desierto, no había nada que me indicase dónde estaba el dichoso cementerio y estuve a punto de desistir… hasta que vi la tormenta. Eran solo unas nubes de lluvia sobre un punto específico. Llegué al lugar en pocos minutos. No había dudas. Era el cementerio, o lo que quedaba de él. Los muros se habían derrumbados y la reja estaba carcomida por el óxido. En el suelo descansaba el cartel dónde todavía se podía leer: Lame Cemetery…
—¿Pero no dijiste que se llamaba Coscos, o algo así?
Me miró entre enojado y condescendiente, y se tomó uno segundos en contestar.
—Es Coxcox, y es un vocablo que viene del latín y significa “rengo”  ¿Cómo se dice “rengo” en inglés?
—¿Lame…? —pregunté tímidamente.
Asintió haciendo un gesto parecido a: “Ves que cuando querés, podés…”
—¡Qué inteligente! —exclamé admirado.
—Google… —Se limitó a decir.
«…el lugar no era grande y comencé a buscar entre las lápidas con los nombres borrados por el tiempo algo que me indicara cual era su tumba. Subí a un montículo de arena que había juntado el viento y en ese momento empezó a llover. Desde la altura podía ver todo el camposanto ensombrecido por las nubes y a su alrededor, el contraste del sol iluminando el desierto cuando un rayo cayó muy cerca. La explosión me levantó en el aire y quedé ciego unos segundos. Al intentar levantarme, mi mano se topo con algo duro. Sin moverme empecé a tantearlo. Seguro que  era un ataúd, me puse a sacar arena hasta que quedó al descubierto. Solo era una caja con herrajes y un candado. Bastaron unos golpes para poder abrirla…»
—¡¿Qué había…?!
«…adentro, descansando con una esfera de vidrio en una de sus manos estaba “El Muñeco…” Bueno, en realidad no era “El Muñeco”.  Era “un” muñeco de pelo anaranjado y sonrisa pintada de rojo. Cuando estiré mi mano para tratar de sacar la esfera, el engendro me apuntó con una pistola y entre risas me dijo “Gracias…”»
—¡Pará! —Interrumpí— ¿Pretendés que te crea qué te topaste con un muñeco que habla?
—No. Tenés razón. Es que no quería hacerte la historia tan increíble. Verdaderamente era un marciano…, o venusino… no sé. ¡Siempre me los confundo!
—… seguí…
—… y cuando estaba a punto de dispararme, Irina le clavó una hoz en la cabeza y…
—¡¿Irina?! ¡¿Quién carajo es “Irina”?!
—Una espía rusa que buscaba la esfera antigravedad… bueno, su verdadero nombre es Gravitón…
No quise escuchar más. Dejé mi café a un lado y pedí un whisky, cuando el sonar de la bocina de un auto me hizo mirar por la ventana. Un convertible rojo de alta gama, conducido por una chica vestida de negro, estaba estacionado a un par de metros de nosotros. Mientras levantaba una mano en señal de saludo, con la otra abrió la puerta del acompañante. Sobre el asiento libre, una esfera de vidrio blanco y rojo reflejaba los rayos del sol.
—Me tengo que ir, ella es…
—Irina —Terminé.
Me tomé el whisky de un trago y no miré más. El sonido del motor y las exclamaciones de las personas que estaban afuera, me aseguraron que el auto había… “volado”.
Cuando cuente esta historia, voy a omitir lo de la lluvia… ¡Qué mentiroso!