miércoles, 18 de diciembre de 2013

Cuentos de Calma Chicha, presenta: Fundido en rojo


Ramón salía todas las mañanas al amanecer, se preparaba el mate y se sentaba un rato a disfrutar el desfile de colores que a esa hora, pintaban el mar. Amaba la soledad que había descubierto hacía poco, cuando harto de los desengaños se decidió a dejar todo y comprar una chalana a la que le cambió el nombre convirtiéndola en la “Nuncamás”, con la que se dedicaba a pescar.
Antes de empujar el bote al agua se aseguró que no faltara nada. Redes, botiquín, bichero, cuchillos, salvavidas. Con todo en su lugar se hizo a la mar y muy pronto había superado la resistencia de las olas rumbeando hacia su zona preferida. Al llegar, detuvo el motor y comenzó a deleitarse de los sonidos de la soledad, del golpeteo relajante del agua acariciando la madera, del aire con olor a sal. Prendió el primer cigarrillo del día y su mirada se perdió en el infinito. Hacía mucho que no se sentía tan bien, tan relajado, pero un golpeteo sobre la superficie del agua lo distrajo. No hacía mucho un lobo marino le había roto una red y no estaba dispuesto a dejar que volviera a pasar. Agarró el bichero y con calma se dispuso a esperar.
No fue un lobo lo que apareció. Al costado de la lancha, un ser mitad hembra, mitad pez, peinaba su pelo mojado mientras tarareaba una melodía que subyugó al pescador. De pronto sus miradas se encontraron y cuando Ramón vio ese rostro, todo pareció tener sentido. Sentimientos que parecían olvidados reaparecieron; su piel se erizó de deseo y sus dudas se dispersaron. Sin vacilar y con un certero movimiento, clavó el bichero en la cabeza de la ninfa.
Sin apuro, prendió el motor y levantó las redes mientras repetía, nunca más.

lunes, 2 de diciembre de 2013

El loquito de la plaza


Algunos decían que le faltaba un tornillo, otros, que había sido millonario y perdido todo en el juego; que al nacer lo habían abandonado en la puerta de una iglesia, que no, que allí lo dejó una novia. Es sordomudo. ¡Simula serlo! Que era infiltrado de una célula trotskista…
Simplemente lo llamaban “Casquito”. Su fama mezclada con mito comenzó muchos años atrás, cuando se paseaba vestido con una trinchera, borceguíes  y un casco militar en su cabeza. Los viejos de la época decían que era un casco del ejército austrohúngaro, o del alemán y que seguramente perteneció a un excombatiente.
Con el paso de los años el casco desapareció, un sobretodo gris suplantó a la trinchera y los zapatos cambiaban a medida que otros en mejor estado aparecían. Ya no se paseaba. Se quedaba horas sentado en un banco de la Plaza Matriz con un libro sin tapa entre sus manos. Se había hecho costumbre entre los que habitualmente pasaban por allí sentarse a su lado y hablar sin tener que mentir. Contar sus problemas, confesar sus miedos, y en menor medida, compartir sus alegrías. En ocasiones,  Casquito los miraba por unos instantes con aquellos ojos de celeste intenso y su barba de años, y silenciosamente, volvía a posar su mirada sobre la misma página del libro. Casi siempre dejaban a su lado monedas o algún billete que con ligereza guardaba en su bolsillo.
Un buen día, Casquito no apareció por la plaza, y jamás volvió a hacerlo.
Algunos decían que se había muerto, que lo llevaron a un loquero; que se juntó con la viejita de las palomas. Seguramente se hizo millonario con lo que le dejaban. ¡Qué no, qué ya lo era…!
Muchos, al ver el banco vacío, siguen teniendo la esperanza de que mañana esté allí.