En el mar se reflejaban
los últimos rayos del sol cuando el viento, que invariablemente se levantaba a
esa hora, hizo volar a los paraguas de mango luminoso de la cubierta del barco.
Si alguien hubiera podido observar ese espectáculo, habría imaginado que era
una bandada de pájaros luminosos danzando en armonía. Algunos quedaban
enganchados entre las ramas de la gigantesca enredadera que salía de la bodega
del navío, que de tan alta que era, parecía sacarle chispas a la luna.
Guzmán no podía quitar la
mirada de la silueta borrosa que se dibujaba en el horizonte. Tal vez una isla.
Un continente. Allí estaba su libertad. Solo podía verla una vez al día, cuando
el círculo eterno al que estaba
condenado el buque pasaba por ese lugar.
La
tempestad sorprendió al marinero solo en su camarote abrazado a una borrachera
interminable. Cuando al fin lo agitado del mar lo tiró de su litera, decidió
salir a cubierta. Al abrir la puerta, el agua golpeó su cara y aterrado vio
como la proa del barco se elevaba hacía las nubes para después, en una caída
interminable, dirigirse hacia el océano. El estruendo de los rayos taladraba
sus oídos y solo atinó a agarrarse con todas sus fuerzas del cabrestante. A lo
lejos, vio las barcas salvavidas alejándose. Gritó. Gritó como nunca en su
vida…
La
mañana lo encontró dormido y empapado. El mar estaba en calma y el sol brillaba
en el horizonte.
Debía empezar a buscar una salvación. En la bodega
solo tierra, abono y semillas. Una idea inverosímil se instaló en su cabeza y
comenzó a mezclarlo todo.
La planta estaba lista y
su esperanza de un rescate, perdida con el último paragua. Solo necesitaba
valor para hacerlo.
Es mañana, murmuró.
Comenzó el ascenso muy
temprano, evitando mirar abajo. Ya en la cima, un ligero cosquilleo de placer
lo invadió cuando miró a su alrededor. Desde lo alto, volvió a ver el sol y los
diferentes tonos del mar. Bajó la mirada y allí estaba. Casi debajo de él, una
pequeña mancha perdida en el mar lo
esperaba. Comenzó a empujar con fuerza. Primero a un lado, luego al otro. Muy
pronto, las oscilaciones del vaivén iban siendo más y más largas. El vértigo se
adueñó de su estómago y el miedo de su corazón. No faltaba mucho para que el
barco diera una vuelta de campana. Debía soltarse.
Imaginó un lugar hermoso, de arenas
doradas. Tal vez una comida caliente, una mujer. Tal vez un hogar.
Cerró
los ojos y con una sonrisa, Guzmán soltó el cabrestante
y se dejó caer.