El Porteño era un viejo
de barba larga y sobretodo eterno. Siempre se sentaba solo a pescar en la parte
vieja de la rambla, allí, cerca del puerto. Lejos de todos. Dándole la espalda
a la ciudad.
Cuando lo veía, no podía
resistir la tentación de sentarme a una distancia respetuosa a mirar el sube y
baja del lengue. Hasta que un día empezó a hablar. No sabía si conmigo, o con
él, pero dejé de mirar el agua y escuché
lo que decían sus frases cortas, espaciadas.
La mujer alada existe, muchachito. Y tenés que
saber a qué atenerte si algún día conocés alguna.
Apretó la caña bajo una
pierna y sacó un paquete de tabaco del bolsillo. Se limpió las manos con un
trapo y con total parsimonia empezó a armar un tabaco. Antes de ponerlo entre
sus labios, sacó unas hebras que habían quedado fuera y al fin lo encendió. Dio
una pitada profunda saboreando el humo y mientras lo expulsaba por la nariz,
miró el cielo.
Esa mujer puede ser que un día te elija, que te
permita elevarse con ella. Si lo hace, será porque sabe que vos también podés
volar. Con una tos confundida con
suspiro y sin sacar su mirada del horizonte,
volvió a mover la caña.
Si te atrevés a tamaño desafío, no trates de volar
más alto que ella. Ni te retrases. Ella no suele mirar atrás. Solo acompañala.
Quedáte junto a ella. Pero no la pierdas, porque después ninguna, pero ninguna
otra te parecerá suficiente.
Recordé esta historia al
pasar por allí. Visto desde lo alto, el lugar era irreconocible. Una playa de
contenedores se había llevado el agua y la magia del lugar.
Aleteé un poco más
fuerte. Debía seguir volando.