Acá estoy. Sentado en el
cordón de la vereda mirando una foto.
Hablandole.
Otra vez esperando que pare de llover.
Siempre llueve sobre mí, pero el agua ya no me moja, o mejor dicho, ya no me
importa que me moje. Estoy demasiado acostumbrado a que lo haga. Siempre lo hizo
y nunca lo pude evitar. O no supe cómo hacerlo.
Hoy es distinto.
Sigo sentado aquí, a la
intemperie, pero solo porque quiero hacerlo. Porque debía hacerlo. Pero hoy el
agua está helada y se filtra sin piedad por entre mi ropa y me moja como nunca.
Me congela. Aniquila mis ganas, mis ilusiones. Mi voluntad.
Es invierno. Un invierno
largo. Uno de esos que no le adivinás un final. De esos que te hacen ver el
verano como a un imposible.
Un invierno tan triste
como un final. Como un adiós que no querés dar. Como una verdad que no querés
escuchar. O que no querés decir. Reconocer.
Miro al cielo y ruego que
pare. Que por fin, pare.
Y desde arriba me
contestan con un trueno esplendoroso que ilumina la oscuridad de la noche y
desnuda mi soledad.
Mi puta soledad.