lunes, 14 de julio de 2014

Lluvia



Acá estoy. Sentado en el cordón de la vereda mirando una foto. 
Hablandole.
Otra vez esperando que pare de llover. Siempre llueve sobre mí, pero el agua ya no me moja, o mejor dicho, ya no me importa que me moje. Estoy demasiado acostumbrado a que lo haga. Siempre lo hizo y nunca lo pude evitar. O no supe cómo hacerlo.

Hoy es distinto.

Sigo sentado aquí, a la intemperie, pero solo porque quiero hacerlo. Porque debía hacerlo. Pero hoy el agua está helada y se filtra sin piedad por entre mi ropa y me moja como nunca. Me congela. Aniquila mis ganas, mis ilusiones. Mi voluntad.

Es invierno. Un invierno largo. Uno de esos que no le adivinás un final. De esos que te hacen ver el verano como a un imposible.

Un invierno tan triste como un final. Como un adiós que no querés dar. Como una verdad que no querés escuchar. O que no querés decir. Reconocer.

Miro al cielo y ruego que pare. Que por fin, pare.

Y desde arriba me contestan con un trueno esplendoroso que ilumina la oscuridad de la noche y desnuda mi soledad.

Mi puta soledad.

viernes, 11 de julio de 2014

Azul, amarilla o roja

Miré por la ventana de la cocina. No faltaba mucho para el atardecer. Algunos rayos de sol todavía se filtraban entre las ramas de los árboles y entraban en mi casa como líneas de luz que cortaban la negrura y terminaban clavadas en el piso. El humo de mi cigarrillo jugaba con ellas formando extraños arabescos que me divertía mirar.
Era temprano. Tenía unas horas para preparar la cena antes que ella llegara. Habíamos estado separados un tiempo. Tal vez mucho. Tal vez poco. Sin ella, las horas pasaban muy lentamente, sin embargo los días desaparecían uno tras otro sin dar respiro. Eran tiempos de días vacíos, raros.
Me puse otro cigarrillo en la boca e hice girar la rueda del encendedor una y otra vez. Nada. Bajé la mano y repetí el intento. Solo una leve chispa insuficiente para prender el fuego. Sonreí ante la metáfora.
Al fin pude vencer mi orgullo y la invité a cenar. Ella venció el suyo y aceptó. Ya veríamos qué pasaba después.
Debía tratar de que fuera una velada lo más agradable posible y mientras miraba todo los alimentos sobre la isla de la cocina, me preguntaba por dónde empezar.
Decidí hacerlo poniendo música. Bossa Nova. Una compañía ideal para cocinar.
Al fin elegí empezar por el final. El postre. Frutillas bañadas en chocolate.
Mientras picaba la tableta puse a calentar agua. Tomé otra cacerola y la puse encima de la que tenía agua. Eché el chocolate y mientras lo revolvía de vez en cuando, vi cómo se iba fundiendo lentamente. Le agregué un poco de manteca para que brillara. Solo un poco. Apagué el fuego y comencé a bañar las frutillas una por una. Estaban realmente tentadoras…
La fruta estaba en sus labios como esperando. La sostuvo entre sus diente y sospechaba el movimiento de su lengua lamiendo el chocolate. El calor comenzó a derretir el dulce que manchó la comisura de sus labios. Me acerqué y con la punta de la lengua, limpié a su alrededor casi sin rozarlos. Ella soltó la fruta para buscar mi boca, al hacerlo, cayó dejando una línea amarronada entre sus pechos. Bajé a su escote e hice lo mismo. Vi como su piel se erizaba…
Las ostras. Ahora venían las ostras.
Aproveché el agua caliente y las dejé allí unos minutos. El suficiente para que se abrieran ligeramente. Mezclé jugo de limón con ciboulette fresco picado y una pizca de sal.
…no pude resistir la tentación y la abrí ayudado por los pulgares de ambas manos. Me entretuve mirándola. Sin prisa, comencé a lamerla cuidadosamente con unos precisos movimientos de la lengua, hasta que desapareció en mi boca que buscaba con avidez todos sus sabores. Me acariciaba la cabeza y revolvía mi pelo, me empujaba contra ella dirigiéndome…
Ya tenía la entrada y el postre. Como plato principal nada mejor que una carne mechada con jamón, queso y algunas hierbas, y por qué no, un toque de estragón y un poco de piel de naranja rallada. Piqué todo y lo molí en un mortero.
Desgrasé un poco la carne y eché por encima un poco de sal y un poco de pimienta.
Faltaba algo. Aceite…
…dejé caer un largo hilo sobre ella y lentamente comencé a esparcirlo. Mis manos se deslizaban suavemente lubricadas por todo su cuerpo. Mis dedos encontraron un hueco y allí se entretuvieron…
Ya estaba el relleno en la pulpa. La metí en el horno y mientras se cocinaba, fui a ducharme.
Me encanta que me laves el pelo susurraba bajo el agua con su espalda pegada contra mi pecho.
Mientras me vestía miraba a mi alrededor. Cada movimiento que hiciera, cada palabra que dijera. Cada pensamiento. Ella estaba en todo.
...quedate conmigo

Todavía no te vayas 
Apoyá tu cabeza en mi hombro
y dejame que te abrace
Que te cuide
Que te susurre al oído
canciones que no puedo cantar
palabras que puedo inventar
Dejame que te mire a los ojos sin hablar 
dejame que te abrace
que te sienta cerca
y cuando el sueño te venza 
me voy a ir en silencio
igual que como llegué
igual que como voy
a imaginarte en cada reflejo
a escucharte en cada canción
Donde estés
donde esté…
Apagué la música y miré el reloj. Supe que no iba a venir. Dentro de mí había algo que hacía horas me lo anunciaba. No me sorprendía. Ya nada me sorprendía. Así había sido nuestra relación. Idas y venidas. Emociones y sorpresas. Holas y adioses. Una verdadera montaña rusa de sensaciones. Pero, ¿cuánto se puede soportar? ¿Hasta cuándo se puede esperar? Tal vez prefería que no lo hiciera. Qué no viniera. Tal vez así podría recuperar mi yo perdido quién sabe cuándo. Volver a pensar en mí. Empezar de cero o quedarme así. O tal vez no. Tal vez eso implicaba demasiado que perder.
Solo me preguntaba a qué hacerle caso. ¿Al libre albedrío?, ¿a la razón?, ¿a la emoción?
Uno me decía que la olvidara, que no se podía soportar tanto. Que seguir intentando era una pérdida de tiempo. El segundo aseguraba que debía enojarme pedir explicaciones. Culparla. El tercero, sin embargo, me gritaba que fuera a buscarla, que la abrazara. Qué le dijera que nada importaba… Que no la perdiera.
Abrí un cajón, saqué tres servilletas de distinto color y las puse sobre la mesa.
Prendí otro cigarrillo y serví dos copas del champán que había enfriado para que tomáramos juntos. Levanté la copa al aire y brindé con un acompañante imaginario. Ese que siempre me escucha pero que nunca opina. Ni siquiera cuando se lo pido a los gritos. Cuando se lo imploro.
El sabor suavemente dulce, suavemente ácido del vino, no era suficiente. Fui al freezer, y saqué una botella de vodka. La miré con cariño. Era ella la que me iba a acompañar el resto de la noche. Cuando estaba a punto de abrirla, sonó el timbre. Abrí con la botella todavía en la mano.
El mío con naranja fue lo primero que dijo mirando la botella y sonriendo como solo ella sabía hacerlo.
La miré entrar en silencio mientras balanceaba su vestido de flores.
Sobre la mesa, las servilletas esperaban.


domingo, 6 de julio de 2014

31 de junio

Ni la música, ni la película, ni los ronquidos del vecino de asiento podían hacer olvidar a Aditi las palabras de su padre. Me importan tres carajos que ya no se estile. Vas a hacer lo que prometí cuando naciste. Te guste, o no.
No estaba dispuesta a abdicar de sus ideas.
Ya no.
Todavía era noche.
La valija en la mano y el boleto de avión
Un abrazo, las lágrimas de su madre y un silencioso adiós.
El taxi cruzando el pueblo. El río Gurupur.
El arrepentimiento y el miedo se soltaron junto con el cinturón.

…y las chicas de color dicen: du, du, du...
Jimmy había tomado clases de pintura cuando sus amigos se dedicaban al deporte. No se arrepentía de haberlo hecho, pero en Pendleton no había lugar para un artista. Juntó dinero y se decidió.
New York.
Con su mochila en la espalda, el entusiasmo se alejaba tras las luces de los autos.
Un camión.
Era el tercer día de viaje cuando entendió que no era fácil.
Mientras miraba el campo por la ventanilla, extrañó su cama.
Deseaba cumplir su promesa.
Y se tomó un avión.

…y las chicas de color dicen: du, du, du...
Cuando Aditi al fin llegó al JFK, no salió corriendo como la mayoría de los que allí llegaban. No.
Se sentó en la cafetería y se puso a pensar en cuantas veces había imaginado este momento.
Pensó en Jimmy. El chico de Internet. Era casualidad que la fecha coincidiera.
En cuantas veces lo habían planeado.
El abrazo. El beso tan deseado.
Pero eso solo era un recuerdo. Algo que podía haber sido.

Una ilusión.
Jimmy deambulaba por la terminal mirando todas las caras. Buscando.
Sabía que era inútil hacerlo.
Que los planes pocas veces se cumplen.


Námaste, murmuraron al salir.

martes, 1 de julio de 2014

Sinfonía



Ella camina a mi alrededor sin sacar su mirada de la mía. En sus ojos hay reto. Deseo. Sus pasos son lentos, cadenciosos. Aparentan duda. Demuestran seguridad. Me gusta esperarla, dejar que tome la iniciativa.

Al fin se acerca decidida y siento la primer caricia. Me estremezco.

Se estremece.

Me abraza y sus dedos comienzan a deslizarse por cada rincón, por cada recoveco de mi cuerpo. Por mi mástil duro que la recibe ansioso.

Murmuramos palabras mientras el crescendo nos domina.

Quiero sentir aliento de vos.

Atravesar el fuego con vos.

La pasión nos envuelve como sus piernas firmes y húmedas lo hacen con mi cuerpo sediento, desesperado.

Siento sus pechos clavados en mi, agitarse y tratar de respirar a nuestro ritmo.

Me desespero por tocarla. Por sentirla.

Un poco más. Decimos. Solo un poco más. Deseamos.

El paroxismo del placer. La comunión de dos. El fin de la más hermosa sinfonía.

Los ojos que se abren.

Silencio. Final. Aplausos de pie.

Soy solo un instrumento de su felicidad.

Solo soy su chelo.