jueves, 28 de agosto de 2014

Globos

El apartamento donde vivo, es muy antiguo. Está en el segundo piso y no tiene ascensor. Los peldaños de mármol blanco están gastados justo allí, dónde se apoyan los pies. Los que conducen desde la entrada hasta el primer piso lo están mucho más que los que llevan a la azotea. Esos están inmaculados, impertérritos en su soledad.
La primera vez que entré a él, me deprimió ver el estado de abandono que tenía. Las paredes estaban descascaradas, los pisos parecían los de un establo y el techo estaba tan alto que me hacía sentir un enano. Ya me iba cuando la mujer que lo alquilaba, abrió la ventana. Los postigones chirriaron con el movimiento e inmediatamente la luz de la mañana invadió el lugar. Lo que se veía a través de ella parecía un paisaje suburbano pintado por Gauguin. El celeste del cielo contrastaba con los verdes de la plaza. Una plaza chica pero hermosa. Llena de flores, caminitos de piedra y una fuente.
Una plaza con forma de mujer.
Me quedé con el lugar solo por su ventana, por la vista. Era verano y siempre la tenía abierta. Si no me quedaba horas mirando a la calle, me divertía escuchando sus sonidos y por la noche, el perfume de las flores desveladas me ayudaba a dormirme con una sonrisa apurada, deseando que el amanecer llegara pronto.
Cada mañana, cuando el sol empezaba a iluminar los jacarandás y a acortar sus sombras, aparecía su figura caminando lento, con ese vaivén que a veces parecía una danza bailada al ritmo cadencioso de un saxo.
La vendedora de globos.
Llevaba tantos, que eran como una nube que la cubría. Que la acompañaba protegiéndola, quién sabe de qué. Los globos brillaban y parecían pelearse para que la luz resaltara sus colores vibrantes.
Nunca la vi hablar con nadie, solo parecía hacerlo con los querubines de la fuente donde se detenía. Luego, se inclinaba sobre el agua y desde la distancia, podía ver los reflejos jugando con su cara. Al rato, se iba seguida por la sombra de sus globos y por mi mirada.
Muchas noches soñaba con sus ojos tristes y su sonrisa alegre. Soñaba que estábamos tan cerca que nuestra visión se nublaba y su aliento me invadía y que su lengua tibia jugaba con mis labios que esperaban pacientes y que cada globo era un deseo que explotaba llenando el lugar de colores y volvía a aparecer más brillante que antes. Entonces, mis manos se llenaban de ella y moríamos ahogados en saliva y en jugos arcoíris y renacíamos para volver a empezar.
Una mañana bajé a la plaza caminando entre sus piernas dispuesto a encontrarla. Me senté en el banco de su monte de Venus, el cercano a la fuente. Llegó puntual mirando las flores y pisando con cuidado algunas hojas que se empeñaban en caer, casi deslizándose debajo de sus globos eternos. La miré mientras esperaba que su mirada dejara de nadar en el agua quieta y me acerqué dispuesto a hablarle.
Nos miramos por unos instantes indecisos y solo se me ocurrió pedirle unos globos.
¿Azul lealtad, destructor de lo negativo? ¿Verde armonía esperanzadora? ¿Naranja alegría de verano? ¿O rojo pasión peligrosa y ardiente…? ¿Cuáles querés…? Me preguntó con una sonrisa pintada en sus ojos abismo.
Cuando llegué a casa, desde la ventana vi su sombra perderse por el pecho firme, el de mi mano izquierda. Até uno a la cabecera de mi cama y dejé que el resto y mi cobardía se perdieran arrastrados por la brisa fresca. Los globos volaron haciendo piruetas. La cobardía quedó allí, estancada, negándose a volar.
La vendedora de globos llega cada noche de mis noches. Lúdica, ardiente, lejana. Cercana y apretada como un abrazo. Transparente y opaca a la vez. Sabedora de mi pasado. Adivinadora de mi futuro incierto. Pitonisa irreversible de mis noches mojadas. Y cada vez se marcha volando tras sus globos irreverentes y concisos dejando una sonrisa fugaz o una mirada interrogadora. Fabricante de mis sueños y de mis miedos.
Y me despierto en medio de la madrugada a veces sobresaltado, a veces feliz y miro el techo alto y allí están, brillando por la luz anaranjada que entra de la calle y siento su pierna desnuda apoyada sobre la mía y su brazo suave acariciando mi pecho agitado y temo mirar al costado. Y descubrir que tal vez es un sueño.
Solo un sueño.





domingo, 24 de agosto de 2014

El último dandy

La noche se despertaba con un bostezo de nubes grises, amenazantes. El viento que trepaba por la escollera y recorría la calle Sarandí  de punta a punta, traía olor a temporal. La Ciudad Vieja, lentamente, se iba vistiendo de soledad.
Corté por la Plaza Zabala, una vuelta aquí, otra más allá y llegué a la rambla. A la portuaria. A la que tiene olor a salitre mezclado con aceite, a esa donde los mástiles y las grúas parecen clavarse en el cielo. El tiempo me había cambiado algunas costumbres, pero el camino era el mismo.
Buscaba la iglesia. La verdadera. El lugar en que los hombres se confiesan si tener que arrodillarse a pedir perdón. 
El boliche se llamaba “El perro que fuma”. 
Era un lugar muy chico donde el tiempo se había estancado. El mismo mostrador, las mismas mesas. La misma mugre. No, la misma, no. La suciedad se renovaba día a día. Se pegaba contra la grasa que volaba de los chorizos al vino blanco formando capas que si alguien se atrevía a cortar, revelaría la verdadera edad del lugar. Las paredes revestidas de madera torneada y en un tiempo lustrosa, estaban atiborradas de fotografías, algunas enmarcadas, otras, simplemente clavadas con tachuelas que lentamente contagiaban su óxido al papel.
Entré y pedí lo mismo de siempre. A mi lado, sentado un taburete por medio, la cabeza de un hombre, apenas sobresalía de entre unos hombros flacos y huesudos. Los codos apoyados en la barra y la espalda muy arqueada formaban una “S” casi perfecta con las piernas que parecían anudadas al asiento. Sus dedos jugueteaban con una caja de cigarrillos con desidia. Frente a él, un vaso gritaba que lo volvieran a llenar. El Ramón.
El Ramón había sido un dandy. Un jailaife.
De muy joven se había chocado con la muerte de sus padres y con toda la guita que le dejaron. Tanta que no precisó laburar. Nunca. Alguna vez había intentado algún negocio. Una sastrería, pero de las buenas. Un biógrafo y parte de un teatro. Las fundió a todas.
Las mejores pilchas, los autos más caros y viajes a Europa en transatlántico eran cosas de todos los días
Cuentan los viejos que en la sastrería conoció a Leguizamo y por su intermedio, a El Mago. Se hicieron amigos y pronto Carlitos le contagió su gusto por los pingos y la noche.
Arrabaleaba las madrugadas de piringundín en piringundín. Escabiando lo que le pusieran adelante. Rascaba un poco la guitarra y de vez en cuando, se cantaba unos tangos con aquella voz de caño que les encantaba a las minas. Cada noche se iba con alguna. Cualquiera. Desde la yira más barata hasta las de nariz para arriba de alta sociedad que caían como pejerreyes, encandiladas por su labia y el misterio, que sin querer, su propio entorno le había creado.
Amigos, futuro. Amores de película. Parecía que no había penas ni olvidos. Que nada malo podía pasar. Ya de adulto conoció a la Nelly, una pendeja con el culo lleno de papelitos y un par de tetas que parecían tener vida propia. La Nelly le borró de un plumazo todos los berretines. Él, que decía que nunca iba a caer en las garras de ninguna ninfa, con ella, se encajetó tanto, que la minita hizo con él lo que quiso.
De repente, las promesas se empezaron a perder entre excusas. Los corazones que aparecían sobre vidrios empañados se transformaron en dibujos tan huecos como las palabras. En una costumbre insulsa.
Hasta que la Nelly se fue. Así, sin aviso, cautivada por un galancito más joven y con más guita que él.
 La fiesta se le había terminado, y las últimas bombitas de colores se perdían entre los reflejos de la madrugada temprana. Fue el final de aquel cielo lleno de ángeles y santos de mirada perdida y sonrisa piadosa que el Ramón creía que nunca lo iban a dejar de a pie.
Después de eso, la bohemia. El desinterés.
Se juntó con poetas muertos de hambre, pintores prontos para el exilio y cantores de tango. A todos los ayudó con sus proyectos sin importar cuánto costaran.
De a poco se fue alejando de sus lugares habituales. Hasta que desapareció por años metido quién sabe en qué agujero, tal vez pensando en lo que tuvo.
Ahora, reenganchado en noventa y nueve y casi sin equipaje, viene todas las noches a mamarse hasta las patas, acá, o en El Hacha, o en El Yacaré. En el primer bar que encuentre en su periplo interminable.
Le mandé una copa. Me miró y antes de tomársela de un buche, dijo con la lengua atragantada: La penúltima.
Lentamente desanudó sus pies y se levantó. Al pasar murmuró un hasta mañana. El bolichero le preguntó si estaba bien. El viejo se detuvo y sin mirarlo le hizo el cuatro. Tembloroso, inestable, pero un cuatro al fin.
Afuera, el cielo tronaba dispuesto a descargarse de un momento a otro. El Ramón ni siquiera miró hacia arriba al salir. No había ningún motivo para hacerlo.

El último santo hacía tiempo que ya había caído.


Fotografía de Flo Alvarez Rojas.