Margarita, trata de acomodarse en su cama. Quiere dormir y
despertarse cuando todo haya pasado. Hacía ya un tiempo que no podía
darse el lujo de comprar esas pastillas que casi le hacían perder el
sentido. Ahora, el mejor sedante es un whisky brasilero que consigue muy
barato en la feria del barrio.
Hace mucho calor. Demasiado. El sudor que brota de su cuerpo humedece las sábanas.
Enciende un cigarrillo y como siempre, la primera pitada la hace toser.
Busca el cenicero que está repleto de colillas bordadas de rojo
intenso. El verlo tan lleno la hace sentir culpable y se levanta a
vaciarlo. El cuarto de la pensión es muy pequeño y el espejo de pie,
parece agrandarlo. Siempre trata de evitar mirarse, pero hoy sin saber
muy bien el motivo, lo enfrenta.
Acerca su cara buscando un lugar
entre las manchas. Siempre le había llamado la atención como su piel,
tan blanca, contrastaba con el rojo de sus labios y la claridad del
celeste de sus ojos. Se acomoda los bucles de su pelo. Las canas están
ganando la batalla al rubio artificial que ella misma se aplica. Se saca
la enagua de seda que está muy gastada y abre los brazos. De ellos
cuelga demasiada carne. Su ropa interior es beige y está llena de
encajes y cintas y pequeñas flores bordadas. Es casi tan barroca como
ella misma. Agarra la carne de su cintura que apenas le permite ver la
bombacha y tira de ella, como queriendo arrancarla.
Se sirve un vaso de whisky y lentamente se saca el sostén.
—Hacelo así, despacio, y mirame mientras lo hacés…
Sus tetas quedan apoyadas sobre la barriga. Las levanta a su antigua
posición, a la que tenían cuando todavía era una niña pero de cuerpo
exuberante.
—¡Mamá, me duele!
—¡Sos muy pequeña, y
no podés andar por ahí despertando la lujuria ajena…! ¿Querés ser el
hazmerreír de la escuela? ¿Qué todos se burlen de vos? ¡Vas a llevar la
faja aunque te duela!
Mirarse el culo le costó más. Solo podía
ver una parte. Una parte que era tres veces más grande de lo que hubiera
querido y estaba cubierta de estrías, pozos y arrugas. Maldijo al
tiempo mientras apuraba la bebida.
—¿Estás seguro que no me va a doler…?
—Claro que no. Pero si te duele, decíme y te la saco…
¡Mentiroso! Dijo en voz alta mientras sonreía y recordaba el provecho
que le sacó a eso cuando trabajaba en los quilombos del bajo.
—¿Cuánto vale tu culito?
—¡Eso duele y la tenés muy grande! Mentía mientras luego de pensar un poco daba la tarifa que variaba según el cliente.
Se sirve otra copa y enciende un cigarrillo mientras mira la pared.
Entre las golondrinas de yeso, tres clavos esperan que algo vuelva a
colgar de ellos.
Del fondo de un cajón de la cómoda, saca tres
fotografías. Los marcos son pequeños, delicados. Con arabescos en las
esquinas. Observa las imágenes como si las viera por primera vez. Con
curiosidad silenciosa.
La primera es de sus padres. Él, sentado en una silla con su mirada
adusta de siempre y un bigote de milico de cuartel con ínfulas de
general. Todavía recordaba la dureza de sus palabras cuando la echó de
la casa.
—Ya tuviste de novio al loquito ese, y ahora te venís
con uno que puede ser tu abuelo. Eso es cosa de yira barata. Esta es una
casa decente. Así que si querés estar con ese, juntá tus cosas y tomáte
los vientos. Le había dicho sin siquiera mirarla.
Ella, su
madre, parada detrás, sumisa. Como su mejor lugarteniente, no había
osado abrir la boca para tratar de defenderla. Simplemente corrió a
esconderse a la cocina.
En la siguiente, ella y Alberto sonreían al
salir de la iglesia. De la casi vacía iglesia. No recordaba lo lindo que
le quedaba el vestido de novia. Blanco, con mucho tul y azahares. Y
Alberto. La sonrisa de Alberto…
Se había casado con él por
despecho. Para tratar de olvidar. Alberto había sido un gran hombre que
había arriesgado mucho por estar con ella. Siempre la había hecho sentir
muy mal el no haberse enamorado de él. El haberlo usado como excusa.
Nunca supo si él lo sospechó.
Una mañana de otoño, a los pocos meses de haberse casado, el corazón le dijo basta.
Después de eso, la ruina. El periplo interminable tratando de sobrevivir.
En la última, un jovencito de camiseta blanca y jopo de gomina, posaba con la mirada perdida sobre una moto.
Juan era huérfano y un tiro al aire. Ese era el hombre al que se había
entregado. El que fue todo en su vida. Su primer amante. Su único amor.
Se había enamorado de su soledad y su pose a lo James Dean. Pasear en
su moto y hacer el amor en el campo, como en alguna de esas películas
italianas de franja verde que tanto lo excitaban era cosa de todos los
días. Pero la enamorada era ella. Solo ella. Y le costó entenderlo. La
ausencia del catorce de febrero, el olvido de su cumpleaños, sus
interminables ausencias por “trabajo”. Al fin, Margarita, tomó una
decisión. Se iba a separar de él. Estaba harta de su falta de interés,
de ser la que peleaba por mantener la relación.
Ya había preparado su discurso cuando golpearon a la puerta, la abrió estando segura que era Juan.
Era un policía.
Juan había tenido un accidente con la moto y ella era la única a quién avisar.
Al llegar al lugar, el cuerpo del muchacho estaba cubierto por una
frazada marrón con rayas verdes. Recuerda sus gritos desesperados y las
lágrimas que se negaban a salir. La impotencia ante lo inevitable. Ese
“tal vez se habría arreglado todo si hablábamos” sigue flotando en el
aire.
A unos metros del lugar, otro cuerpo estaba igual de cubierto. Las piernas de una mujer asomaban por un costado.
La imagen nunca se borró de sus retinas, igual que la furia que subió
de sus entrañas. Igual que el sudor frío que le cubrió la piel en
segundos. Las mismas sensaciones que aún sentía cada vez que lo
recordaba.
El muy hijo de puta se había muerto pensando que podía
jugar con ella. El muy hijo de puta se había muerto sin escuchar todo lo
que tenía para decirle.
El muy hijo de puta se había muerto...
Afuera, una sucesión de explosiones, anuncian la medianoche. Por la
ventanita ve pasar falsas estrellas fugaces cargadas de mentiras y
estúpidos deseos de felicidad.
Le da un trago muy largo a la botella y mirando las fotografías estira su mano en señal de brindis.
—Dónde quiera que estén… maldita sea su Navidad.
Margarita pone su canción preferida. Esa que le da paz.
Y baila.
lunes, 29 de diciembre de 2014
lunes, 8 de diciembre de 2014
A 4 días luz de casa
Ground control to Major Tom
Take your protein pills and put your helmet on.
Ground Control to Major Tom
Ten, nine, eight, seven, six…
Commencing countdown, engines on.
Five, four, three...
Check ignition and may God's love be with you.
Two, one, liftoff.*
Después de la adrenalina de la cuenta regresiva y el empuje de los cohetes que por un momento había alterado mi anatomía, todo había terminado.
El vértigo, el cosquilleo en el estómago. La emoción. Eran solo recuerdos lejanos.
Mientras orbitaba la Tierra, pensaba en ubicar mi casa, oculta por la distancia y unas nubes de tormenta donde explotaban relámpagos. Uno tras otro.
La imagen de aquellos desayunos de verano, cuando el sol recién comenzaba a entibiar y ella aparecía con su albornoz entreabierto apenas cubriendo su desnudez, insistían en perdurar.
Después del despegue, la interminable monotonía de días sin noche. De noches sin día. El conocer cada sonido y saber diferenciarlo.
Rutina. Puta rutina.
A los doscientos seis días de viaje, mientras flotaba por la nave revisando los instrumentos, comencé a ensayar una coreografía con algunas canciones viejas. Parecía divertido. Me sentía un personaje de alguna película de héroes estelares. Era solo un intento de distracción estúpido. Inútil.
Lo hice hasta que perdí de vista al sol. A partir de eso, lo único que me mantenía atento, era tratar de dirigir a Bartók y recordar cada cadencia. Cada golpe. Cada acorde monocorde de una música que odiaba.
Afuera, el vacío lleno de estrellas me hacia estremecer. Adentro era peor.
Momentos de preguntas de mil respuestas. De ninguna correcta. Acertada.
¿A qué distancia se empieza a olvidar?
Después de mucho o de poco, vi a lo lejos por la ventana de estribor que una luz brillante, esplendorosa, hacía mi mismo camino. Pensé en un cometa. En los restos de un satélite perdido.
Era una nave. De metal bruñido, resplandeciente. Alguien tan solo como yo. Tal vez alguien a quien preguntar.
A quien responder.
Cambié a control manual y puse rumbo hacia el punto de luz como si fuera un faro. Como si fuera el único en la infinita inmensidad del universo.
—Control de tierra a mayor Tom. ¿Puede oírme mayor Tom?
La voz sonaba a lata y era tediosa.
—Mayor Tom, su rumbo cambió. Retómelo inmediatamente. De lo contrario se perderá en…
Extrañamente, todo parecía volver a tener sentido.
Cerré la comunicación y fui tras el brillo. Sin siquiera saber si alguna vez podría alcanzarlo.
* David Bowie. Space Oditty
Take your protein pills and put your helmet on.
Ground Control to Major Tom
Ten, nine, eight, seven, six…
Commencing countdown, engines on.
Five, four, three...
Check ignition and may God's love be with you.
Two, one, liftoff.*
Después de la adrenalina de la cuenta regresiva y el empuje de los cohetes que por un momento había alterado mi anatomía, todo había terminado.
El vértigo, el cosquilleo en el estómago. La emoción. Eran solo recuerdos lejanos.
Mientras orbitaba la Tierra, pensaba en ubicar mi casa, oculta por la distancia y unas nubes de tormenta donde explotaban relámpagos. Uno tras otro.
La imagen de aquellos desayunos de verano, cuando el sol recién comenzaba a entibiar y ella aparecía con su albornoz entreabierto apenas cubriendo su desnudez, insistían en perdurar.
Después del despegue, la interminable monotonía de días sin noche. De noches sin día. El conocer cada sonido y saber diferenciarlo.
Rutina. Puta rutina.
A los doscientos seis días de viaje, mientras flotaba por la nave revisando los instrumentos, comencé a ensayar una coreografía con algunas canciones viejas. Parecía divertido. Me sentía un personaje de alguna película de héroes estelares. Era solo un intento de distracción estúpido. Inútil.
Lo hice hasta que perdí de vista al sol. A partir de eso, lo único que me mantenía atento, era tratar de dirigir a Bartók y recordar cada cadencia. Cada golpe. Cada acorde monocorde de una música que odiaba.
Afuera, el vacío lleno de estrellas me hacia estremecer. Adentro era peor.
Momentos de preguntas de mil respuestas. De ninguna correcta. Acertada.
¿A qué distancia se empieza a olvidar?
Después de mucho o de poco, vi a lo lejos por la ventana de estribor que una luz brillante, esplendorosa, hacía mi mismo camino. Pensé en un cometa. En los restos de un satélite perdido.
Era una nave. De metal bruñido, resplandeciente. Alguien tan solo como yo. Tal vez alguien a quien preguntar.
A quien responder.
Cambié a control manual y puse rumbo hacia el punto de luz como si fuera un faro. Como si fuera el único en la infinita inmensidad del universo.
—Control de tierra a mayor Tom. ¿Puede oírme mayor Tom?
La voz sonaba a lata y era tediosa.
—Mayor Tom, su rumbo cambió. Retómelo inmediatamente. De lo contrario se perderá en…
Extrañamente, todo parecía volver a tener sentido.
Cerré la comunicación y fui tras el brillo. Sin siquiera saber si alguna vez podría alcanzarlo.
* David Bowie. Space Oditty
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