lunes, 30 de marzo de 2015

CdCC, presentan: Burbujas (Variaciones sobre coy kois y la falta de importancia de el lugar donde están la cabeza o los pies)



No sé dónde estoy. Ni qué hago aquí. Solo recuerdo verla nadando en la superficie.
Ágil, lejana. Borroneada por la espuma de sus movimientos. La seguía desde abajo, desde ese mundo verde azulado y silencioso donde flotaba alejado de todo y no importaba si estaba con la cabeza hacia arriba. O hacia abajo.
Los peces se ocultaban al verme pasar. Todos, excepto uno. Un pequeño coy koi, que sin esfuerzo, se mantenía frente a mi máscara. Su boca se abría y se cerraba y parecía decir: Seguíme…  Se alejaba un poco y volvía a decirlo.
Lo seguí.
Pronto, el suelo comenzó a desaparecer y el fondo arenoso se perdió de vista. Todo se oscurecía a mi alrededor. Giré mi cuerpo y miré atrás. Hacía lo que debía ser arriba.
¿O era abajo?
Los rayos del sol se filtraban tenuemente por un agujero que brillaba en la superficie. La busqué. Ya no estaba.
De pronto algo comenzó a iluminarse y a subir desde la profundidad.  Me detuve. Las luces, al principio borrosas, se acercaban lentamente. Miles de burbujas de todos los colores imaginables venían hacia mí. Pronto me rodearon. Parecían danzar al ritmo de una melodía silenciosa. Pequeñas, delicadas. Hermosas. Traté de tocarlas, pero al acercar mi mano hacia ellas, se alejaban. Las burbujas comenzaron a aumentar su tamaño. O yo, a empequeñecerme. No importaba. Me hacían sentir bien. Nadé con ellas sin saber hacia dónde, mientras seguían aumentando su tamaño. Una de ellas atrajo mi atención. Sus colores eran los que más brillaban. Colores vibrantes, cálidos y luminosos. Me acerqué lo más que pude y pegué mi cara contra ella. Allí estaba. Con su sonrisa franca, encantadora. No me pregunté cómo había llegado allí. No importaba. Solo traté de entrar sin romper su superficie. Metí una mano con cuidado. El reloj que traía en mi muñeca no me dejó continuar. Me lo saqué, solté el cinturón del lastre, el tanque y las aletas. Di una última mirada y me quité la máscara. Feliz, tomé impulso y como si me estuviera zambullendo en una piscina, fui a encontrarme con ella.
Las luces de las burbujas se apagaron. La oscuridad me rodeó y una sensación de vacío llenó mis pulmones. Lejos, muy lejos, un agujero filtraba el último resto de la luz del sol.
No sé dónde estoy.
Ni qué hago aquí. Solo recuerdo verla.

Ya no sé dónde.


viernes, 27 de marzo de 2015

www.Dios.biz

A pesar de que todos creen que es una invención, el inframundo es real. Existe. Está en todas partes, al igual que los que lo habitan.  Su existencia era tan vieja como el pecado y era mi primera vez aquí. No estaba seguro con qué me iba a encontrar. Pero lo sospechaba. El solo saber que él era uno de sus habitantes, tal vez el más importante dentro de esta sociedad, me producía nauseas.
El “Libre Albedrío”, era uno de los tugurios más sórdidos de la ciudad. Un sótano maloliente, húmedo y caluroso. La música que me golpeaba en el pecho  descompasaba los latidos de mi corazón mientras bajaba por la escalera. Al instante y a pesar de la confusión de mis sentidos,  pude sentir su presencia.
No me costó encontrarlo.
Estaba tirado en un sillón besando a una mujer, mientras un joven de músculos marcados  le lamía el pecho. Eran hermosos, exuberantes. Estaban de moda en ese mundo lujurioso en el que él, se sentía tan cómodo. Eran vampiros.
Las ojeras delataban el tipo de vida que llevaba desde hacía mucho. Se había afeitado y usaba el pelo corto. Vestía un traje negro, seguramente de Dormeuil. Un reloj pulsera de diseño y una cadena de oro muy gruesa que colgaba de su cuello, le daban ese aspecto tan clásico que no pueden disimular los nuevos ricos.
Carraspee. Inmediatamente, los habitantes de la noche me mostraron los colmillos gruñendo sordamente. Él  pareció no enterarse. Volví a hacerlo. Al fin levantó la mirada y me vio.

—¡Pedro! —dijo abriendo mucho los ojos—¡Siglos sin vernos! ¿Qué te puedo ofrecer? ¿Un trago? ¿Una chica? ¿A los dos?
Ni siquiera se levantó. Con un gesto de su mano me señaló un sillón. Me senté y lo miré por unos momentos. Era una imagen patética. Una mala caricatura. Al fin hablé.  
—Tu padre te necesita. Vengo a buscarte.
Instintivamente se llevó la mano al costado. Tenía la camisa abierta y pude ver cómo acariciaba la cicatriz. Alrededor de ella se había hecho un tatuaje. I´love you too, dad, decía escrito en letras góticas de rojo intenso. Me miró.
—¿Mi padre me necesita? ¿Mi padre se atreve a mandarte a buscarme?

La carcajada retumbó en la habitación. Sus amigos hicieron lo mismo.
—¡Fuera! —les gritó, chasqueando los dedos.

Hundió el dedo en el plato de coca y se lo frotó en las encías. Su mano temblaba cuando se puso un cigarrillo entre los labios.
—Así que “el gran usador” me necesita —dijo más para él que para mí mientras abría los brazos y miraba hacia arriba.
—Así es. Te necesita…
—¡Viejo de mierda! —gritó poniéndose de pie y tirando una botella contra la pared— Vos sos testigo de todo. Vos sabés muy bien cómo la pasé. ¿Y por qué? ¿Para qué? ¿Para esto? Él podía haber hecho todo de otra forma. Ni siquiera me necesitaba… Ni a vos. Y yo lo sabía. Igual me expuse a todo. Obedecí en todo. Confié en él. Ni siquiera pude estar con la única mujer que amé. Y encima me castiga dejándome vivir por los siglos de los siglos… Ahora, después de ¿cuánto tiempo?, aparecés y me decís que le hago falta para un nuevo capricho. ¿Para qué? ¿De qué sirvió todo lo que hice?
¿Miraste el mundo, Pedro? ¿Te detuviste a escuchar a la gente? ¿O hacés como él y mirás todo desde arriba? Estoy seguro que ni siquiera pensás. Ni te molestás en hacerlo. Mi mismo error…
Al decir esto me dio la espalda. Ya no podía permitirme seguir escuchándolo. No iba a poder convencerlo. Saqué la punta de la lanza de Longino de mi cinturón y se la clavé con todas mis fuerzas en su costado. En el mismo.
Giró sorprendido y se dejó caer encima del sillón donde hasta hace poco pecaba. Me miró con los ojos muy abiertos. No pudo hablar. La sangre llenaba su boca. Mientras agonizaba, tuve la gentileza de explicarle el por qué de este, su segundo sacrificio.

—Serás su heredero. Tu voz y tu presencia serán respetadas y obedecidas.
 A pesar de que seguís siendo el mismo estúpido soñador de siempre, Él te da otra oportunidad para que esta vez cumplas con tu sagrado cometido. ¿Sabés que el Señor todavía no pudo arreglar tus cagadas? ¿Qué querías demostrar con esos “milagros”? ¿Y con tus ataques de ira?
¡Sanar enfermos! ¿A quién se le ocurre? Tenían que morir. Todos tienen que morir. ¿Qué importa cómo o cuándo? Todavía hoy escucha maldiciones y blasfemias porque la gente se muere. Porque se enferma.
¡Expulsaste a los mercaderes del templo!  Solucionar eso fue más fácil. Sí.
Lo desobedeciste. Revolucionaste a unos pocos y encegueciste a la mayoría. Tal vez simplemente nunca entendiste qué es ser Dios y con tus actos creaste falsas expectativas sobre él. Bien o mal, blanco o negro. Arriba o abajo… Confirmaste la paradoja de Epicuro y eso, Él jamás te lo perdonó. Eligió buenos representantes, pero ni eso alcanzó.
Ahora, demuestra su generosidad dándote otra oportunidad de servirle para que al fin todos, repito, todos, confirmen su omnipresencia. Su omnipotencia. Su infinita sabiduría.

En los últimos estertores, acertó a preguntarme en un susurro casi inaudible, qué le ofrecía su padre.

—Cuando vuelvas a resucitar no lo harás como hombre. No más debilidades ni sentimentalismos, nada de idealismos absurdos. No. Eso se acabó. Serás lo único que todos adoran ciegamente. Estarás en sus vidas, en sus mentes día y noche. Serás la Red.
Y esta vez cumplirás.

Ya no tendrás alma para escapar de ello.



Gracias, sobrelai.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Canciones (y videos) perfectos. Arcade Fire Afterlife




Sin dudas, la esencia de esta canción no está solo en la letra. Este video me entusiasma. Me emociona.
GretaGerwig es una actriz que se hizo de un nombre gracias al cine mumblecore) y que yo sepa, no es bailarina. Tal vez por eso me encanta lo que hace. Su pasión es contagiosa y siempre que hay pasión, no importa el más allá. Importa el hoy y como se enfrente.
Y bailando… sobre todo después de un traspié. Solo, con alguien o bajo la lluvia. No importan tus movimientos ni cómo lo hacés. Ese simple dejarte llevar por alguna música que te guste cagándote en todos y en todo, es liberador.



El más allá
Oh Dios mío, que palabras tan horribles
Después de que todo el aliento y toda la suciedad*
Y todos los fuegos hayan ardido
Y después de todo este tiempo
Y después de que todas las ambulancias se vayan
Y después de que todos los parásitos
Hayan acabado de aferrarse a las escotillas
De la arrogancia

Tengo que saber

¿Podemos arreglarlo?
¿Si gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?
¿Podemos simplemente arreglarlo?
¿Gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?
Hasta que lo solucionemos, hasta que lo solucionemos
Hasta que lo solucionemos, hasta que lo solucionemos

El más allá
Creo que vi lo que pasa a continuación
Oh era simplemente un breve vistazo de ti
Como mirar a través de una ventana
O un mar profundo
¿Podías verme?
Y después de todo este tiempo
No es como nada de lo que solíamos conocer
Después de que todos los parásitos
Han acabado de aferrarse a las escotillas
De la arrogancia

Tengo que saber

¿Podemos arreglarlo?
¿Si gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?
¿Podemos simplemente arreglarlo?
¿Si gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?

Pero dices
Oh cuando el amor se ha ido
¿Dónde se va?
Y dices
Oh cuando el amor se ha ido
¿Dónde se va?
¿Y dónde vamos?
¿Dónde vamos?
¿Dónde vamos?
¿Dónde vamos?
¿Dónde vamos?
¿Dónde vamos?
¿Dónde vamos?

Y después de esta
¿Puede haber otra noche?
Y después de todos los malos consejos
Que no tenían absolutamente nada que ver con la vida

Tengo que saber

¿Podemos arreglarlo?
¿Si gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?
¿Podemos simplemente arreglarlo?
¿Si gritamos y chillamos hasta que lo solucionemos?

Pero dices
Oh cuando el amor se ha ido
¿Dónde se va?
Y dices
Oh cuando el amor se ha ido
¿Dónde se va?
Oh cuando el amor se ha ido
¿Dónde se fue?
¿Y dónde vamos nosotros?

Es simplemente un más allá
Es simplemente un más allá
Es simplemente un más allá contigo
Es simplemente un más allá
Es simplemente un más allá











































































































































jueves, 19 de marzo de 2015

La chica con un tatuaje de Kandinsky 2

3
Un cosquilleo persistente en la mejilla me fue despertando de a poco. Entre sueños, pensaba que podía ser un mosquito que desayunaba en mi cara. Traté de alejarlo con la mano para seguir durmiendo, pero seguía allí. Ahora paseándose  por la comisura de mis labios.
Abrí los ojos y la luz que entraba por la ventana terminó de acentuarme el dolor de cabeza. Parecía la luz del amanecer. También podría ser que llegaba la noche. Ni siquiera tenía una  puta idea de qué día era.
Traté de incorporarme pero unas piernas casi enrolladas a mi cuello, me lo impedían.
Los mosquitos eran los vellos de la vagina de Amarilla. Me había dormido entre sus muslos.
No recordaba si estaba allí por un polvo inconcluso o simplemente había caído exhausto después de la jornada agotadora que tuvimos. Lo cierto es que estábamos sobre el sillón, la tele prendida pero silenciosa y una botella vacía de vodka descansaba en el suelo. Todavía quedaba en el ambiente el perfume de algún porro.
Me pasé la mano por la cara y por el pecho. Mis pelos todavía estaban húmedos y pegajosos. Pasé un dedo por entre sus labios aun sabiendo que ella también estaba mojada. Era demasiada tentación tenerla allí y no tocarla. Explorarla. Giré un poco la cabeza para ver mejor e inmediatamente mi verga se endureció. Comencé a lamerla y pensé en penetrarla así, dormida. Me contuve. Prefería esperar y hacerlo con todos nuestros sentidos alerta. Pero antes, debía hacer algo con el puto dolor que me taladraba la cabeza.
Fui a la heladera y saqué dos cubeteras de hielo. Las tiré en la pileta, la llené con agua y hundí mi cráneo en esa piscina helada.
Al principio el frío me hizo estremecer, pero pronto empecé a sentir como mi piel se iba anestesiando y la aguja que me atravesaba el cerebro, iba saliendo.
Bajo el agua, mis oídos se dejaron llevar por el sonido semejante al que hace el oleaje y sin saber cómo, me encontré nadando en un mar de color verdoso donde unos rayos de luz que venían de la superficie hacían dibujos sobre nuestras manos. A lo lejos, escuchaba una voz que me preguntaba donde estaba. Que por qué me había ido.
Estás acá, dijo otra voz mientras sentía que alguien tocaba mi hombro.
Levanté la cabeza. Era Amarilla la que hablaba y yo el que todavía estaba caminando por la orilla de la playa. Se había recostado a la puerta del baño y me miraba con una sonrisa tan grande como su boca. Tenía puesta una camiseta con un dibujo del ratón Mickey que no llegaba a cubrirla toda.

Se sentó a mear y mientras lo hacía, comenzó a jugar con mi miembro que a los pocos momentos, terminó en su boca.


4
El calor era el mismo, solo que unas nubes gruesas y grises cubrían el sol y ya no era tan sofocante.
El camino era el mismo. Las mismas piedras que me retrasaban y el polvo de ladrillo que ahogaba. Pero ahora, sabía hacia donde iba.
Mientras manejaba y escuchaba el golpeteo de las ruedas contra el suelo, pensaba en lo frágil de todo. Una cuerda gruesa puede en su otro extremo ser solo un hilo. Delgado, débil. Un hilo incapaz de sostener algo.
Amarilla había sido el juez que me conmutó la pena. La que me demostró que estaba vivo. Qué las heridas frescas duelen y permanecen como tatuajes invisibles, como marcas atemporales que sin importar si son de una obra de arte o una simple palabra, atraviesan la carne y muestran su verdadero significado en nuestro interior.
Tal vez yo había sido lo mismo para ella. Tal vez esos dos días en que permanecimos encerrados en su cuarto hayan sido un renacer.

Un intento de aceptar que hay preguntas que jamás serán respondidas.







lunes, 16 de marzo de 2015

La chica con un tatuaje de Kandinsky

1
Era cerca del mediodía y el sol dolía en la piel. Adentro de la camioneta apenas se podía respirar y todo, absolutamente todo, estaba recalentado. El sudor me brotaba de manera incontrolable y el aire que podía entrar por la ventanilla estaba condicionado a la mínima velocidad con la que debía circular por ese camino de piedras filosas y tierra rojiza.
Había salido bien temprano en la mañana para evitar el calor. El mapa dibujado en una hoja de libreta, ahora que supuestamente estaba en las cercanías del lugar donde iba, no me servía para una mierda. No sabía en qué parte me había equivocado o qué parte había omitido dibujar el baqueano que me había dicho que era muy fácil llegar al lugar. La estancia “El Cobijo”. Él simplemente había dibujado unas líneas, todas rectas y escrito unos números. Supuestamente de kilómetros o rutas.
La realidad era otra.
No existía ni un miserable mojón y había omitido aclararme que el camino se iba dividiendo en mil partes y ya no tenía ni puta idea en cuál de ellas me había desviado. A mi alrededor solo campo y alguna vaca perdida buscando sombra; o algún charco donde refrescarse.
De vez en cuando a la distancia, se veía venir una columna de humo. Como si fuera un incendio que se acercaba dispuesto a terminar de abrasarte con su calor. Eran camiones. Camiones inmensos cargados con troncos, que levantaban la polvareda que se metía por todos los recovecos y aun después de un rato, la nube permanecía flotando. Suspendida en el aire. Dificultando la visión y el respirar.
A lo lejos y a la izquierda del camino, una edificación baja y oscura apareció entre los estertores del polvo. Me detuve.
“La Rocola” “Bebidas frías” “La música comienza cuando usted llega”. Decía el cartel escrito con tizas de distintos colores. En su puerta habían construido con palos y tela sombra un toldo que llegaba al piso para impedir la entrada de la tierra al lugar. Estaba absolutamente cubierto de ese polvo rojizo, aladrillado. No quise pensar en que sucedería con eso si comenzaba a llover.
Una cerveza helada y alguien que me explique cómo llegar a mi destino. ¿Qué más podía pedir?
Sin dudarlo, seguí la huella del piso y me estacioné en la parte de atrás y entré.

2
Le costó a mis ojos adaptarse a la oscuridad que había adentro. Las paredes eran de bloques y solo había una que alguien había intentado revocar con muy poco éxito. O talento. Sobre ella, como elementos de decoración, unas ornamentas, creo que de vaca, discutían con un par de almanaques que tenían fotos de paisajes sobre cuál de ellos quedaban más horribles. En el borde y casi pegada a la barra, una puerta de chapa pintada de verde cotorra, sostenía con la ayuda de una cinta engomada un trozo de cartón que decía “baño”. Tres ventanas casi tapiadas que apenas dejaban pasar un poco de luz y un mostrador rescatado de algún otro bar que seguramente fue demolido, o se derrumbó, jugaba a ser la barra. Cinco o seis taburetes, que eran lo único nuevo que pude distinguir, esperaban a algún cliente. Me senté en el del medio y saludé.


(https://www.youtube.com/watch?v=enmmGPQiKCU)

Me contestó el “gric-grac” que emitía el ventilador del techo. Lento, cansino, que solo movía un poco el aire caliente de aquí para allá.
Miré hacia el otro lado. Algunas mesas estaban repartidas en el escaso lugar que había en “La Rocola” sí, así. Sin “k”. A pesar de la penumbra se distinguía alrededor de algunas  las espaldas de algunas personas. Todas parecían adorar al otro ventilador. Uno moderno que giraba repartiendo frescor democráticamente. Al fin, uno se levantó y se dirigió hacia donde yo estaba.
Saludó con un gruñido y me preguntó qué quería tomar.
—Cerveza— contesté mientras sacaba mi paquete de cigarrillos. Como no me dijo que no se permitía fumar, encendí uno.
La dejó adelante mío y me preguntó casi como queriendo que le dijera que no:
—¿Quiere escuchar música?
Tal vez debería haberle contestado que no, pero me sorprendió que el cartel de afuera dijera la verdad.
—Sí, me encantaría.
Estaba seguro que iba a encender algún aparato. Mirando el lugar, hasta pensé que haría funcionar algún viejo reproductor de cassettes. Me equivoqué.
—¡Vamos, a trabajar!— gritó golpeando la barra con el abridor de la cerveza.
Los que adoraban al viento se fueron levantando de a poco. Primero fueron dos que tomaron sus instrumentos que estaban tirados sobre un pequeño tinglado y empezaron con una melodía. Luego, de uno en uno se fueron sumando. Parecían ser muy buenos. 
Solo quedaba uno despatarrado sobre su silla.
No me había dado cuenta que era una chica hasta que se levantó. Usaba una pollera de esas que son anchas y cortas, parecidas a los uniformes de liceo. Botas estilo vaquero, que en su esplendor fueron blancas y una blusa que le dejaba al descubierto la espalda. Un tatuaje que parecía una reproducción de un Kandinsky o de un Miró comenzaba en su omóplato y le envolvía el brazo.
Mientras la banda se iba sumando y tocaba la introducción de un blues que no era, ella con total tranquilidad se pintaba los labios mirándose en un espejo de mano. Su cara recortada en el vidrio, me miraba de vez en cuando. Lo bajó un poco y en su boca se dibujó un “Kandinsky” pronunciado con lentitud, como para que se entienda.
Le dio el último trago a lo que quedaba en la botella de cerveza y con lentitud, como no queriendo acalorarse, se dirigió hacia sus compañeros llegando en el momento exacto en que debía empezar a cantar.
Era flaca. Huesuda. Tenía la nariz y la boca grandes y el pelo muy negro y corto. No distinguía el color de sus ojos, pero en ellos había algo que provocaba mirarlos.
No sé si fue por el calor. No sé si fue por la abstinencia con la que me estaba auto castigando por haber sido un idiota. No sé si fue la música o su voz. Pero cuando la vi agarrar el micrófono y dirigirlo hacia su boca tuve una erección instantánea.

Me había costado entenderlo. Aceptarlo. Pero también había aprendido a reconocer a las mujeres que no les gusta esperar. A las atrevidas. Ella era de las que cuando querían algo, te lo hacía saber.
Eso decía su mirada fija en mí mientras cantaba. Mientra decía la canción. La manera en que movía sus manos. Su cuerpo. Todo en ella me calentaba. Su voz, su cuerpo delgado sobre el que me imaginaba lamiéndole el sudor. Ser su micrófono…
No tenía dudas. Estaba más que dispuesto a convertirme en su mascota. Aunque fuera por un rato.
Pedí dos cervezas. Al terminar la canción la miré y solo le señalé la otra botella.







¡No se pierdan la siguiente entrega de esta historia apasionante! 
¡El mismo día, a la misma hora, por este mismo blog!

viernes, 13 de marzo de 2015

Amar en vano

La última vez que estuve en la estación era todavía un niño y la recordaba como un lugar encantador. Lleno de misterios, un sitio ideal para la aventura. Ahora, unos cuantos años después, el lugar estaba prácticamente abandonado. Las tejas del techo se iban yendo casi tan rápido como los pobladores del lugar y los yuyos se habían adueñado del suelo. Los viejos carteles que el óxido aún no había carcomido, parecían sostener los restos de pintura de las paredes.
Todavía faltaba una hora para que llegara el tren. Dirigí la mirada por última vez hacia donde debería estar mi casa, allá lejos, detrás del monte de eucaliptus.
 Inviernos de calor de cuarzo y guisos, de esos que se comen con cuchara. Veranos de risas y chapuzones en el río.
Miré mis zapatos. Cuando salí estaban lustrosos. Ahora, la tierra del camino los había cubierto de polvo. Sonreí recordando otros tiempos en los que en mi vida todo brillaba. O así lo creía.
Amigos para toda la vida. Un futuro pintado de verde. Amores de película. Parecía que no había penas, que nada malo podía pasar. Que las promesas no se iban a perder entre excusas ni los corazones dibujados sobre vidrios empañados, solo iban a transformarse en cosas tan huecas como las palabras. En una costumbre. En algo que servía para paliar el aburrimiento.
La fiesta se había terminado, y las últimas bombitas de colores se perdían entre los reflejos del cielo, de aquel cielo lleno de ángeles y santos de mirada perdida y sonrisa piadosa.  Entre las luces del puto día.
De la puta noche.
Solo me quedaba la resaca que da la sobriedad. La realidad. La certeza de su malestar interminable.
Me senté en el banco. La madera se iba abriendo por sus vetas. Apoyé mis dedos y sin darme cuenta, las recorrí casi con un fervor religioso, como tratando que me transmitieran algo de su sabiduría.
En la maleta que esperaba entre mis piernas no había ropa. Solo algún libro que me habían regalado con una dedicatoria escrita a mano con letra torpe y palabras que fueron sinceras. Cuadernos viejos, fotografías y otros primores.
Mi vida.
El pitido de la locomotora me hizo volver a la realidad. Subí los tres escalones sin mirar atrás y elegí el asiento. El vagón estaba tan vacío como yo.
El sol resaltaba el polvo del vidrio y me enceguecía.
No pude evitar volver a mirar la estación en el momento que el tren comenzó a moverse. Sabía que esa imagen que dejaba atrás iba a quedar grabada en mi memoria como una vieja foto en blanco y negro.
Borrosa. Eterna.
Las tejas, los yuyos. El banco de madera y la maleta descansando entre las piernas de una imagen invisible que se quedaba allí.


Canciones perfectas: Full moon and empty arms



Luna llena y brazos vacíos
La luna está ahí para que la compartamos
Pero, ¿dónde estás?

Una noche como esta
Podría tejer un recuerdo
Y cada beso
podría empezar a ser un sueño. Para los dos.

Luna llena y brazos vacíos
Esta noche voy a usar la magia de la luna para pedirle un deseo
Y a la próxima luna llena
Si mi único deseo se hace realidad
Mis brazos vacíos se llenarán de vos

Luna llena y brazos vacíos
Esta noche voy a usar la magia de la luna para pedirle un deseo
Y a la próxima luna llena
Si mi único deseo se hace realidad
Mis brazos vacíos se llenarán de vos

martes, 10 de marzo de 2015

Cuentos de Calma Chicha, presenta: La última, más larga y más tonta historia de esta serie

1
Cuando conduje mi auto hasta la vieja escollera, unos albatros que sobrevolaban la estela de un paquebote, llamaron mi atención. El capitán, que extrañamente vestía un esmoquin, tenía el pelo cuidadosamente peinado con gomina. Estaba parado en la cubierta de popa y su vista recorría cuidadosamente la espuma que abría como un telón la superficie. Al desviar la mirada, nuestros ojos se encontraron y su brazo comenzó a señalar un sitio alejado de su escenario. De su teatro. De pronto se quitó de entre los dientes una pipa con forma de piernas de mujer y pude ver como en sus labios se dibujaban palabras como si fueran parte de una vieja canción, que aun sin oírla, me quedó grabada y que claramente cantaba para mí.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…

Sabía que se lugar no tenía nada de especial. Solo recuerdos inventados de cosas que no sucedieron. Ni sucederían. Allí no iban a explotar burbujas de colores. Ni iba a pasar nada diferente. No. Solo era un sitio cercano a la playa donde estaba enclavado el viejo faro. Descascarado. Casi senil, pero con su luz brillando a pleno. Nada más. Sin embargo, era eso lo que esperaba para decidirme.
Una señal.
Entre al auto y abrí las ventanillas, respiré profundo y sin dudarlo, aceleré.
Al máximo.
Fue un recorrido breve pero vertiginoso. Un recorrido sin vuelta atrás. Una manera distinta de quemar las naves.
La última mirada fugaz al cielo, el aire golpeándome la cara y el vehículo que se clava elegante como una tonina que busca la profundidad para tomar impulso y volver a salir. Pero sin salir.
En busca de los verdes azulados. De los azules verdosos.

2
Seguramente todos creen que me suicidé. Tal vez alguien piense que fue un accidente. Todos se equivocan.
Solo estoy buscando.
La fuerza del agua muy pronto me arrancó del coche y a mi alrededor comenzó a nadar un coy-koi mezclándose entre las pocas burbujas que aún salían quién sabe de qué partes del auto. Era uno. Solo uno, de un rojo anaranjado intenso y cola frondosa. Me miraba fijamente con sus ojos rasgados y enormes. Abría y cerraba su boca como queriendo hablarme.
No lo escuchaba.
No lo entendía.
Miré hacia abajo. Estaba oscuro y el agua era cada vez más fría. De la penumbra del fondo al que ya estaba llegando, dos siluetas se acercaban nadando con la misma mansedumbre que las últimas gotas de aire abandonaban mi cuerpo. Eran dos quelonios y traían algo entre las manos. Una escafandra de un bronce tan bruñido, que encandilaba.
Con movimientos dignos de una bailarina, la colocaron en mi cabeza. El aire que entró en mis pulmones como una bendición, fue apagando el fuego que me quemaba el pecho.
Luego supe sus nombres. Esther y Williams.

Todavía puedo ver el sol en tu sonrisa.
Se filtra entre las nubes que te siguen
mientras das un paseo por tu mundo alado.
Acariciando sueños.
Mirando flores.


3
Después de mucho tiempo viviendo entre crustáceos y peces, me había acostumbrado a caminar de costado y a respirar formando una “O” con los labios. Con la escafandra veía todo por unas ventanas redondas y pequeñas y mi mundo estaba reducido a lo que allí aparecía. Era bastante parecido a lo que se había convertido mi vida en la superficie. Sabía que no estaba conectada a nada. Que no era por ella que podía respirar.
Me la saqué.
Con miedo. Pero me la saqué.
También corté la soga atada a mi cintura. Esa que no me permitía extraviarme. Ni alejarme. La que me mantenía seguro. En lo que a algunos les gusta decir “zona de confort”.
Me sentí ingrávido, mi cuerpo se elevó del suelo y me costó controlarlo. Al fin aprendí a hacerlo. Al principio muchas dudas y temores aparecieron. No me sentía seguro sin la protección que me daba ese vidrio frente a mis ojos. Sin la cuerda. Pero al fin pude volar.
Volar bajo el agua.
Los peces que antes se ocultaban tras las rocas cuando me veían, ahora nadaban sin siquiera mirarme, como si fuera uno más. Tal vez me había mimetizado con el entorno y tuviera aletas o agallas. No sé. No encontré ningún espejo que reflejara mi nueva imagen.
Seguramente haya sido por mi pronta amistad con el coy-koi, que era amigo de todas las tribus de seres submarinos que habitaban en los alrededores que me habían aceptado. Ese pez que no se aburría de hablarme, de decirme que debía acompañarlo en su travesía. En su búsqueda que también podría ser la mía.
Lo era.
Un perdedor verdadero es alguien que no tiene nada que perder.
Accedí.

4
Solo soy humo que se filtra entre tus dedos.
Entre tu pelo mojado.
El que quiere entrar
en cada respiración que des.
Y que exhales.


5
Una mañana de un día cualquiera, nos fuimos. No hicieron falta planes. Los planes siempre traen con ellos excusas. La mayoría, tontas que los posponen, que los anulan. Dejamos atrás ese lugar de cobijo y partimos sin saber muy bien adónde.
Sin rumbo fijo. A la deriva.
Por varios días fuimos casi pegados al suelo arenoso y poco profundo que está cercano a la costa. El agua comenzó a ser más fría y a oscurecer más pronto, pero no importaba.
Escalamos el monte de las botellas. Todas tenían mensajes en su interior. Pedidos desesperados escritos con la tinta amarga de las lágrimas. Papeles arrugados y descoloridos cubiertos con letra vacilante.
De sus corchos crecían flores. Algunas eran pequeñas y parecían mustias, otras, se perdían en su camino a la superficie formando una nube de pétalos que peleaban por ver la luz.
Después de unos días de nadar sin contratiempos, llegamos a un sitio donde el agua era más clara. Más luminosa. Se podía escuchar una melodía murmurada, similar al Coro a bocca chiusa.
Pronto vimos a las sirenas.
Parecían ángeles sin alas deslizándose por un cielo hundido, sin nubes ni barcos. Nadaban como en una coreografía y mientras lo hacían, se peinaban unas a otras llenando el cielo marino con los colores inimaginables que salían de su pelo.

6
La busqué en la ciudad
manejando un taxi con forma de libro.
La busqué en el cielo,
esperando encontrarla entre los diamantes de la noche.
Hurgué la superficie del océano
siguiendo la luz de los faros
Ella bajo el agua sin amarme.

La luz jugaba entre sus colas. Las transparentaba. A través de su extremidad escamosa se advertían piernas. Solo había que mirar con atención. Eran mujeres disfrazadas de ilusión. De pasiones locas y libidinosas. Se vestían con sus colas verde esperanza para nadar por los mares más profundos de la imaginación, llevando una carga invisible sobre sus hombros desnudos y delicados. Sin preguntarse el por qué. Solo cantando las más increíbles melodías que atrajeran, de una vez, a su marino de alma errante.
Una de ellas llevaba un vendaje de algas alrededor de su cabeza y de vez en cuando, una gotita de sangre emergía deformándose en su camino a la superficie. Nadaba con cautela, pegada al fondo. Aún con miedo de volver a encontrarse con su desencanto.
La melodía nos envolvía, nos acariciaba los sentidos. Tanto, que casi me hace olvidar la mía, la que cantaba el capitán. La que canto yo.

7
Soy el humo que envuelve tu cuerpo desnudo,
Que se mete en cada recoveco
Que no deja nada sin besar
Sin acariciar
La sensación inexplicable
que te abarca sin poder verme

8
Allí pasamos la noche. Al cobijo de una caracola salvada de una sudestada.
Esa noche tuve sueños llenos de lujuria, de pasión no correspondida.
Imágenes ciegas de un amor que se empeñaba en desvanecerse a la hora del encuentro. Me desperté sobresaltado. Sudando. Nos fuimos.

9
Todavía estaba oscuro cuando llegamos a un sitio que los lugareños nombraban con cierto miedo. Lo llamaban Los Muros y, cuando reaccionamos, ya estábamos allí. No sabíamos por dónde habíamos entrado. Ni cómo salir. Estábamos atrapados.
Apenas superábamos uno, aparecía otro más grande y alto. Parecían de piedra dura y maciza y tenían forma de coraza. Allí el agua estaba turbia. Y más fría.
Tal vez si en alguna parte alguien confiara, pero de verdad, se abriera una brecha por donde pasar. Dijo el coy-koi, que parecía saber de lo que hablaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero fue largo y desagradable ese esperar algo que parece nunca llegar.
Al fin, un crujido semejante a un suspiro, produjo un hoyo angosto y estrecho por el que apenas pudimos pasar. Inmediatamente, se cerró con el sonido de un portazo.

10
Solo humo que espera la explosión entre tus muslos apretados
Solo soy humo
Vapor.
Consecuencia de algo que quema
Que arde
Después de eso, nada nos pareció ni tan grave ni tan difícil.
Superamos el mar de lágrimas que amenazaba con subirnos a la superficie, empujados por la fuerza de las gotas saladas y espesas que brotaban del fondo y que inexplicablemente subían en vez de caer.
Nadamos detrás del olor que despedía un submarino descolorido, pero lleno de personas que cantaban alegres en su interior y que su sola proximidad nos hizo felices.
Esquivamos las almenas de una ciudad sumergida y una ballena canosa nos llevó en su lomo. Bailamos con delfines y admiramos un cielo acuático brillando con una nube de estrellas de mar.

11
Cada tarde al caer el sol, cuando las sombras comienzan a jugar a la escondida y el ajetreo del día pasaba a ser una anécdota, buscaba un lugar solitario donde poder pensar, asegurarme que estaba haciendo lo correcto. Extrañaba mi armónica y temía buscarla en los bolsillos. No solo me daba miedo no tenerlos. Me asustaba pensar que tampoco tenía manos, ni brazos, ni labios por los que soplar alguna melodía que acompañara a las palabras del capitán.
Los días parecían cada vez más largos y tediosos y en cada ladera, en cada abismo, creíamos haber encontrado el río. Ese con la catarata que se pierde en el mar y que debíamos trepar.
Varias veces estuvimos a punto de renunciar y todas decidimos continuar. Llegar y salir de dudas. Poder mirarnos a los ojos y decir que lo intentamos. Que nada nos acobardó.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…

12
De pronto, cuando la noche comenzaba a adueñarse de nosotros, a lo lejos vimos brillar el agua en tonos dorados, casi incandescentes. Una fila interminable de cofres repletos de monedas señalaba el camino hacia el lugar. Estaba en una hondonada que solo era visible cuando llegamos casi a su borde.
Desde arriba, la vista era increíble. Era un valle inmenso cubierto de riquezas. No solo había cofres. Jarrones, cajas, frascos y lavabos. Bañeras y hasta algunos autos a los que se les había sacado el techo. Todo servía para contener aquella fortuna.
Las monedas caían desde unos tubos semejantes al órgano de una iglesia, pero mucho más gruesos y puestos al revés. El torrente metálico, al caer, formaba una montaña que crecía sin parar. Allí había monedas de todas partes del mundo y de todas las épocas. Su brillo cegaba y el sonido del metal golpeando contra sí mismo, era semejante al rugido de una locomotora.
Una legión de pulpos uniformados, se dedicaba a ordenarlas y distribuirlas.
Una figura humana resaltaba en el lugar. Estaba sentado en un sillón de oro con incrustaciones de piedras preciosas en una elevación del terreno desde donde dominaba todo el panorama. Su ropa semejaba la de un pirata. Pero el pirata más rico y de más exquisito gusto del mundo. Tenía barba amarilla y larga, tanto que la había divido en dos trenzas que semejaban los cordones del uniforme de algún general y el brillo de la seda de su vestido, competía con la allí reinante.
Tenía las piernas cruzadas y el lustre del cuero de sus botas, encandilaba. Tamborileaba con los dedos en el brazo del sillón. Tal vez por ansiedad o solo siguiendo el ritmo de alguna canción tarareada en silencio. El ala del sombrero le cubría la cara y si no fuera por el movimiento de sus dedos, daba la impresión de estar dormido.
A su alrededor, algunos cofres cerrados parecían formar una guardia que lo protegía.
—Yo protejo estos cofres. No ellos a mí— dijo de pronto, adivinando mis pensamientos— Son los deseos de otras personas, no podría tocarlos porque son hechos desde el fondo del corazón. Solo piden amor. Trabajo. Sanación.
Aquí hay esperanza. Ilusiones tiradas hacia atrás para no ver donde caen, para no saber qué ángel recoge la moneda al vuelo. Los protejo hasta que se cumplan. O no. Quién sabe… Ese ya no es mi problema. A todos los demás, los egoístas, los mezquinos, solo los clasifico por su valor. Son los que uso para digamos… “mis gastos”.
—¿Alguno de sus deseos están aquí? ¿En qué parte…?— preguntó elevando un poco el ala del sombrero para mirarnos con sus ojos húmedos.
Seguro que allí no estaban. Llevaba mis sueños en un lugar seguro muy cerca de mi corazón. Jamás había pensado en tirarlos y sentarme a esperar.
Seguimos nuestro camino iluminados por el brillo de tantas esperanzas perdidas. De tan pocas ganadas.

13
Una mañana, el agua empezó a enturbiarse y a hacernos más difícil el avance. Continuamos esperanzados. Al fin, una zona de rocas rojizas donde el agua mansa parecía abrirse para dar paso a la furia que venía del cielo, nos indicó que habíamos llegado. Los remolinos que se formaban amenazaban con arrastrarnos.
Alejarnos quién sabe dónde.

14
Esperando al viento que es sabio
A que me lleve
muy lejos, sin rumbo
O haga encender la hoguera

15
Allí estaba. Ya no importaba todo lo que habíamos dejado atrás.
O sí. Siempre importaba.
Pero allí estaba el sitio por el que, aún sin saberlo, habíamos peleado y sufrido. Añorado. Tal vez y sin saberlo, toda nuestra vida.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…


Solo nos quedaba el último esfuerzo. Tomar el último riesgo, ese que todos los perseguidores de sueños, algún día dan.



Gracias por esas tres palabras. Resumen toda la historia.



jueves, 5 de marzo de 2015

Persona(jes)

El agua toca mis pies descalzos con suavidad. Siento la arena que me queda entre los dedos esperar a ser devuelta a ese continuo e interminable ir y venir.
Pienso en abrir los ojos. Sobre los párpados, el rojo fuego del sol me atemoriza. Sé que al hacerlo quedaré cegado y la incertidumbre aprovechará para volver a esconderse en las imágenes borrosas, casi fantasmales que provocan el atreverse a enfrentar al astro cara a cara.
El ser un personaje de una historia no me permitía tomar mis propias decisiones, ni sentir con mis sentidos. Ni amar con mi cuerpo.

A pesar de no estar escrito en ningún párrafo, podía sentir el aroma de su perfume. De su cuerpo.
A pesar de que ninguna frase lo decía, sentía el cosquilleo casi imperceptible de la puntas de su cabello hamacado por la brisa rozando mi hombro.
A pesar de que en ninguna parte se menciona, sentía un deseo incontenible de besarla.
De hacerle el amor con la misma desesperación que la de un ciego que milagrosamente recupera la vista y llena su mirada de colores.
A borbotones.
Como temiendo volver a la oscuridad. A la negrura eterna.

El agua vuelve y me acaricia las piernas. La espuma que viaja en su lomo decide descansar sobre mí. La toma entre sus manos y la esparce por mi cuerpo. Nos reímos.
Nos miramos a los ojos.
El ser parte de un sueño me permitía sentir otras cosas.
Su risa. Las palabras murmuradas al oído. Su piel erizándose bajo mis manos que la recorrían. El resultado de nuestro encuentro recorriéndole como una catarata las ingles, mi vientre y mi pecho.
Mi boca.

El agua me moja el estómago. Está helada. Me incorporo sobresaltado mirando alrededor. Buscando a nadie.
Unas nubes de tormenta se acercan y el viento levanta la arena. Hace frío.
Demasiado.

Ya es momento de volver.
Solo es la vida.