viernes, 26 de junio de 2015

Historias usadas

Las imágenes prismáticas, desfiguradas con las que la recordaba no variaban mucho de aquella foto que se había quedado como tatuada al borde del espejo.
Ahora su pelo caía lacio, ya sin aquellas cicatrices onduladas que le habían dejado las trenzas eternas de su niñez. Su cara estaba llena con una sonrisa. Sonreía su boca, su nariz y sus pómulos. Hasta las arrugas atrevidas lo hacían, menos sus ojos. Ellos, hacía mucho que habían dejado de hacerlo, de mirarme de aquella manera que me emocionaba.
Verónica.
El dobladillo de la tarde se reflejaba en el agua mansa de los charcos; algunas hojas nos revoloteaban empedernidas de viento, haciendo suyas esos remolinos fugaces de los primeros días de invierno para caer y volar y volver a caer.
Me paré frente a ella sin saber muy bien qué hacer. Mis manos, prisioneras de los bolsillos, aprovechaban esa intimidad para esconder un ligero temblor.  Para agarrarse de algo que me permitiera seguir con mis pies sobre la tierra húmeda y perfumada de la plaza. Para no caer en la ingravidez perpetua que me provocaba verla.
 Me revolvía los nervios el temor a volver a empezar, a aquellas manos apretando bostezos; a los silencios desinteresados. Tenía miedo de volver a ser yo, el que iba a caer en la cobardía del atrevimiento. En la locura de la insistencia.
Maldecía la infinita estupidez de aquellos párrafos solitarios, adolescentes y mal escritos de los que me declaro culpable. Letras retadoras, tan sinceras como impensadas; rimas que albañilearon esperanzas imposibles de distancias largas, de adioses repetidos. También, de alguna manera, en algún momento, benditos. Llenos de entusiasmo, de ganas perdidas en mil desilusiones.
De color.
De a poco, como esa gota solitaria que llena el balde,  todo, siempre, volvía al blanco y negro, a ese matizado de grises tan artístico pero tan frío.

Sin embargo, allí estaba. Siempre, de una forma o de otra, ella estaba, y me preguntaba por qué y las palabras se trancaban  en mi garganta de lana y quedaban allí, resignadas a la duda eterna.
Nos miramos como dos desconocidos que quieren conocerse y mi mano más valiente salió para apoyarse en su nuca mientras le besaba la mejilla y me inundaba de su perfume.

El Hola sonó repetido en la tarde tranquila, solitaria. Eterna.





domingo, 7 de junio de 2015

Entrelazos

—¿Un fogonazo verde en el horizonte fue el preludio de la batalla…? ¿Me estás hablando en serio…? ¿Pretendés que le ponga ese nombre al cuadro? —me dijo riéndose con sarcasmo pero con furia en su mirada —No me gusta tu forma de ver el arte si es que el arte es lo mío. Solo sos un pretencioso, un mercader y me cago en vos y en el esnobismo de tus clientes.
Esa fue la última vez que la vi. Llevándose todas sus pinturas de la galería.  Como podía.
Su estilo me recordaba la potencia de Basquiat y la paleta de Miró, pero único en su sencillez. En lo directo y profundo de cada pincelada. En ocasiones y en soledad, pasaba horas observando sus cuadros, hipnotizado,  sintiendo como se me erizaba la piel.
Después de un tiempo, supe que tenía razón y cerré la galería. El arte no es  palabras sofisticadas ni pedantería disfrazada. Es solo tratar de provocar sensaciones, emociones que de alguna manera nos sobrevivan. Algunos nacían con ese don, la mayoría, como yo, disfrutábamos de ellos.
Jamás contestó mis llamadas ni, a pesar de que muchas veces lo intenté, me abrió sus puertas. Ninguna. Solo la conocía por el seudónimo que cambiaba según su ánimo y con el que firmaba sus obras. Tal vez así se sentía protegida. Segura de poder vivir su vida sin compromisos ni apegos innecesarios.
Jamás pude perdonarme el tal vez, haber sido la causa de su desilusión.

Ahora estaba frente a mí. Ni siquiera me miró al decir buenas tardes con voz automatizada.  Solo pasaba mis compras por el escáner mientras tecleaba sobre la caja del supermercado.