Las imágenes prismáticas,
desfiguradas con las que la recordaba no variaban mucho de aquella foto que se
había quedado como tatuada al borde del espejo.
Ahora su pelo caía lacio,
ya sin aquellas cicatrices onduladas que le habían dejado las trenzas eternas
de su niñez. Su cara estaba llena con una sonrisa. Sonreía su boca, su nariz y
sus pómulos. Hasta las arrugas atrevidas lo hacían, menos sus ojos. Ellos,
hacía mucho que habían dejado de hacerlo, de mirarme de aquella manera que me
emocionaba.
Verónica.
El dobladillo de la tarde
se reflejaba en el agua mansa de los charcos; algunas hojas nos revoloteaban
empedernidas de viento, haciendo suyas esos remolinos fugaces de los primeros
días de invierno para caer y volar y volver a caer.
Me paré frente a ella sin
saber muy bien qué hacer. Mis manos, prisioneras de los bolsillos, aprovechaban
esa intimidad para esconder un ligero temblor.
Para agarrarse de algo que me permitiera seguir con mis pies sobre la
tierra húmeda y perfumada de la plaza. Para no caer en la ingravidez perpetua
que me provocaba verla.
Me revolvía los nervios el temor a volver a
empezar, a aquellas manos apretando bostezos; a los silencios desinteresados.
Tenía miedo de volver a ser yo, el que iba a caer en la cobardía del
atrevimiento. En la locura de la insistencia.
Maldecía la infinita
estupidez de aquellos párrafos solitarios, adolescentes y mal escritos de los
que me declaro culpable. Letras retadoras, tan sinceras como impensadas; rimas
que albañilearon esperanzas imposibles de distancias largas, de adioses
repetidos. También, de alguna manera, en algún momento, benditos. Llenos de
entusiasmo, de ganas perdidas en mil desilusiones.
De color.
De a poco, como esa gota
solitaria que llena el balde, todo,
siempre, volvía al blanco y negro, a ese matizado de grises tan artístico pero
tan frío.
Sin embargo, allí estaba. Siempre, de una forma o de otra, ella estaba, y me preguntaba por qué y las palabras se trancaban en mi garganta de lana y quedaban allí, resignadas a la duda eterna.
Nos miramos como dos desconocidos que
quieren conocerse y mi mano más valiente salió para apoyarse en su nuca
mientras le besaba la mejilla y me inundaba de su perfume.