Las tempestades desviaron mi rumbo.
Demasiadas.
Inclementes.
De esas que llegan un día de sol y te agarran desprevenido
por más que sepas que están allí, agazapadas esperándote.
Prendí un cigarrillo y me metí las manos en los bolsillos.
Hacía frío. La rambla estaba vacía y el mar golpeaba las piedras del murallón
demostrando ese enojo que le provoca el invierno.
Giré y miré el barrio preguntándome por qué había vuelto.
El viejo barrio.
Allí nací. Me crié y lentamente fui tratando de entender la vida.
Esa que se respira a borbotones, que hincha el pecho de planes e ilusiones. Que
nos hace creer inmortales.
Crucé la calle y lentamente apareció el empedrado, el mismo
que había pisado tantas veces cuando pensaba que no había tristezas. Cuando los
pasos se dan siempre hacia adelante.
Allá, vivía Raúl. Compañero de banco en la escuela. A la
vuelta, Federico, el hijo del panadero. El rengo Luis, siempre con aquella
guitarra que tocaba tan mal, colgada a la espalda.
Ahí van mis viejos, muy juntos, todavía agarrados de la
mano con mis hermanas; qué chiquitas.
Esa es Ana. Camina dejando volar su pelo suelto, su pollera
corta y mi deseo largo.
La dueña de ese amor que no se olvida.
Las luces de la calle se prendían tímidas, sin ganas.
Iluminando recuerdos idos de guerras perdidas, de palabras hechas añicos contra
una pared.
Alegrías; locuras cometidas sin pensar.
Dicen que siempre se vuelve al primer amor.
No es cierto.
Se vuelve al sitio donde se empezó a amar. A sentir.
Me subí las solapas y seguí mi camino.
No quedaba tiempo para corregir nada y, tal vez, ya no
quería hacerlo.