Las explosiones de unos rayos lejanos me
despertaron. La noche era calurosa y sin abrir los ojos, estiré mi mano
suavemente esperando encontrarla. No estaba.
Su silueta desnuda se recortaba en la
ventana como un cuadro de Hopper.
Tan cierta, tan sola. Tan irreal.
La noche era oscura y los relámpagos
jugaban con sus curvas, dibujándolas por unos instantes, cegándome.
Miraba el cielo hipnotizada, inmersa en su
propia tormenta, tal vez sintiéndose parte de ella.
La luz me raspaba los ojos. El sol de verano,
emboscado, esquivaba planetas, meteoros y edificios, para filtrarse por mi
ventana
La brisa de la mañana agitaba perezosa las
cortinas que apenas cubrían la luz que empezaba a invadirme. Debajo,
lentamente, la ciudad bostezaba taconeos, tosía motores. Desperezaba su
misterio y arrastraba los pies buscando algo que la espabilara.
El cuarto comenzaba a pintarse. De a poco,
los grises iban apastelándose, viraban al color a medida que el sol iba
tocándolos. Haciéndolos vibrar.
Tal vez prefería los grises de la noche. Su
silencio. La ansiedad leve y excitante que provoca el esperar un nuevo día.
Solo una estúpida y cruel paradoja.
Hacía calor.
El tragaluz traía olores a comidas y voces
distantes. Conversaciones, gritos y susurros.
La miré.
Dormía desmadejada, tranquila, soñando
quién sabe qué. Alejada de sus nubes, de esos huracanes que amenazaban
llevarla.
Desde el piso de arriba, el sonido de un
clarinete acarició mis sentidos. Me dejé llevar por la melodía lenta y
melancólica.
Volví a mirarla. No podía dejar de hacerlo
y quise dormir para soñar sus sueños.
Me acerqué a la ventana.
La ciudad a mis pies y el sol que volvía a
cegarme.