El Café
La plaza era pequeña. Cubrían su
espalda casas y edificios de poca altura y más allá, un puente de piedras
atravesaba el arroyo que era el lugar por donde cada día, prefería llegar. Una
sola calle la atravesaba. Una calle empedrada y de poco tránsito flanqueada por
jacarandás que pintaban todo de lila.
Había adoptado un bar que se
ocultaba tras un portón antiguo y descuidado, como mío. Allí, todos los
atardeceres, tomaba un café que servían con unos merengues deliciosos. No solo
me gustaba ese sitio y su servicio, me encantaba la camarera.
La camarera
Puede sonar tonto, o reiterativo.
Hasta un lugar común. Pero soñaba con esa chica aún antes de conocerla.
Literalmente, lo hacía.
Conocía su voz, sus gustos. Sus
virtudes y sus defectos y, a medida que hablaba con ella, me daba cuenta que
eran más los aciertos que los errores de esos sueños incomprensibles en los que
compartíamos todo. La alegría, el dolor. El frío y el sol.
El sol
Los faroles de la plaza comenzaban
a encenderse cuando la vi besándose apasionadamente con un hombre al que inmediatamente
envidié.
Un sudor frío que me cubrió el
cuerpo anunció la furia que sentía conmigo mismo por no haber ido antes a ese
lugar.
La silla comenzó a elevarse
lentamente, alejándome del lugar. Ignoré a los niños que me saludaban desde
abajo y a sus madres que miraban con sorpresa. Ni siquiera el estruendo del
puente derrumbándose me hizo mirar a atrás. Solo levanté la cabeza y dejé que
el viento me secara la piel y me arrastrara donde el cielo fuera más azul. A
algún lugar muy lejos de allí.
Lugares
Me perdía en sus ojos y saboreaba
su boca. Acariciaba su cuerpo desnudo lentamente, cuidando de no saltearme ni
uno solo de sus poros. Libaba en su humedad y humedecía su sequedad, suavizando
su cuerpo, para entrar una y otra vez.
Como si no existiera otra cosa en
la vida. Como si mi vida, dependiera de ello.
No era solo pasión, o lujuria. Era
algo más fuerte, más potente. Incomprensible. Era gula. Gula de su mente, de su
cuerpo, de su sexo imaginado en ellas.
En cada una de las mujeres que me
parecían ella.
Sus piernas, su pelo; su mirada o
su voz, sus manos…
Pero no lo eran.
La busqué por años en cada lugar
posible o imaginado. En cabarets perdidos y restaurantes caros, en avenidas, en
callejones.
Al fin, aunque rendido, decidí
volver.
La vuelta
Santa Carmen no había cambiado. El
puente estaba igual, vuelto a levantar piedra por piedra. En la plaza, los
ángeles de la fuente ya no reían, pero continuaban cuchicheando entre ellos. Nuevos
niños correteaban por allí, cuidados por los que una vez habían hecho lo mismo
que ellos, en el mismo lugar.
Busqué el portón del Bar deseando
que todo estuviera igual. Sentí el aroma del café recién hecho, saboreé el crocante
exterior del merengue. Escuché los pasos seguros de ella dirigiéndose hacia mí.
No sé cuánto estuve mirando el
cartel que decía que el lugar se alquilaba. No sé cuánto tardé en reaccionar.
En entender la irreverencia del tiempo.
El amanecer me sorprendió sentado
en uno de los bancos.
Cometa perdida
—Yo era una niña cuando usted se
fue volando en una silla— dijo una mujer que no había escuchado llegar— Al poco
tiempo, la camarera del bar que estaba allí, hizo algo parecido. Se alejó de
aquí agarrada de la cola de una cometa. Pensé que eran cosas de niños…
Tal vez tardé mucho en
contestarle, tal vez, ni siquiera lo hice; solo me levanté y creí murmurar:
—Volar es cosa de niños. Escapar
es cosa de adultos…