martes, 17 de julio de 2018

El Argos (Relato a dos voces con Sheisan)


Habían pasado dos años desde la última vez que lo vi, tal vez más. Nunca fui bueno con la memoria. Hacía mucho que sentía que el tiempo se movía a mí alrededor de forma misteriosa. Él estaba en un bar de mala muerte, muy borracho. Me saludó por compromiso, como quien le devuelve una pelota escapada a algún niño en la calle, luego continuó con su charla trabalenguada, ignorándome.
Muchas historias se contaban sobre él entre los trabajadores más viejos del dique seco. Decían que había participado en la construcción del Mauretania; que era hijo de una india y un esclavo; que pasó años en la Legión Extranjera… Tal vez alguna era verdad. Quién sabe. Nunca me atreví a preguntarle.

Lo conocí en las faenas de reparación del gran buque Argos. Los trabajos empezaron un verano abrasador y continuaron un invierno sin otoño. Cruel y ventoso. Nada parecía tener un término medio en el astillero donde todo era gris, áspero y húmedo; o tan caliente como la llama de los soldadores. Todos lo sufrimos, menos él que parecía disfrutarlo. En ocasiones lo observaba pasearse a lo largo de las más de dos cuadras de acero edificado, mirando hacia arriba con una sonrisa en los labios, para luego detenerse bajo la proa y soltar unos leves noes con su cabeza, en señal de desaprobación.

—¿Qué está mal en la proa? —le pregunté al notar el ligero cambio en su rostro.

Me miró como sorprendido. Tras evaluar si yo merecía o no una respuesta me dijo en voz baja, y como aliviado de poder compartir lo que se guardaba:

—La gente que se cree inteligente y no lo es. Eso está mal en la proa, y en la popa —Se desprendió de los grasientos guantes de cuero y encendió un cigarrillo, luego me miró. Entendió mi sorpresa ante su respuesta y prosiguió— ¿Sabés qué era el Argos? —Sin dejarme decir que no, continuó con su manera de hablar mansa, que contrastaba con sus movimientos toscos y bruscos —Era el barco de Jasón y los argonautas. Sería un buen nombre si no fuera porque el Argos mató a Jasón, su propio capitán*. Pero los genios que lo botaron no lo sabían. Esos son nombres de mal agüero, nombres con los que no se debería jugar y es una pena, es un barco hermoso, nada de lo que hagamos aquí va a salvarlo…

El óxido invadía a cada momento las chapas acostumbradas al mar, que como un pez fuera del agua, parecían morir minuto a minuto. Los golpes de los martillos se mezclaban con los alaridos de las sierras. Todo el dique se teñía de un rojo ensordecedor; las manos, los rostros, la ropa. El suelo parecía encharcado de la sangre metálica del buque herido que, sin embargo, emergía entre la bruma cada madrugada, haciéndonos sentir nuestra propia pequeñez. Absoluta. Aplastante.

Era otro verano, el sol se escapaba. La brisa hacía olvidar el fuerte calor. Observé a lo lejos la silueta del Argos, continuaba allí, desafiando al tiempo, con su corazón de hierro, con su sangre de sal. Las faenas de reparación cesaron hace mucho. El astillero se declaró en quiebra. Cada uno de nosotros tomó un rumbo diferente. Yo seguí frente al mar.

La tarde transcurre no muy distinta de tantas otras; el ruido, el clima, la puta rutina. Me escapé de mis faenas en la limpieza de mariscos para sentir —aunque fuese brevemente— el sabor de la libertad. Caminé hasta la rambla, para mi sorpresa me lo encontré; sostenía una caña varias veces más alta que él, mientras observaba el anzuelo vacío con curiosidad. Estaba viejo y flaco, pero seguía infundiendo el respeto que marcaba su altura y expresión. El viento salado que traía olor a lejanía, remolineaba su pelo blanco, tirándolo hacía atrás, acentuando su nariz afilada. Sus orejas caían hacia los costados como atraídas por la gravedad. Semejaba la proa de un barco. Un barco desvalido y sin esperanzas, como el Argos, el transatlántico que con tanto empeño intentamos reparar.

Su silueta emergía sola contra el tiempo. Sola, tan sola como el esqueleto del buque que nunca logró hacerse nuevamente a la mar. Me senté junto a él en silencio, por un momento sus ojos se iluminaron, parecieron destellar al reconocerme, llenándose de ayer.

— ¡Te dije! — Exhaló de pronto confiado — ¡Mal nombre para un buque! Ambos miramos hacia el astillero y sonreímos con un disimulado dejo de dolor.

Me despedí. Al caminar volví la vista a los fierros, a su silueta triste. Vi la sombra del viejo y mi propia sombra larga y desgarbada. No éramos tan diferentes, en el fondo nos parecíamos; un corazón empeñado en sobrevivir, un esqueleto oxidado y una soledad tan grande, como la profundidad del mar que tanto amábamos.