martes, 29 de septiembre de 2015

Alas y anzuelos

El Porteño era un viejo de barba larga y sobretodo eterno. Siempre se sentaba a pescar en la parte vieja de la rambla, allí, cerca del puerto. Solo. Lejos de todo. Dándole la espalda a la ciudad.
Cuando lo veía, no podía resistir la tentación de sentarme a una distancia respetuosa a mirar el sube y baja del lengue, hipnotizado por el movimiento y el brillo de los anzuelos.
En silencio.
Hasta que un día, el viejo empezó a hablar. No sabía si conmigo, o con él, pero dejé de mirar el agua y empecé a escuchar lo que decían sus frases cortas, espaciadas.
Es difícil de creer, pero la mujer alada existe, muchachito, y tenés que saber a qué atenerte si algún día conocés alguna.
Apretó la caña larga bajo una pierna y sacó un paquete de tabaco del bolsillo. Se limpió las manos con un trapo y con total parsimonia empezó a armar un cigarrillo. Antes de ponerlo entre sus labios, sacó unas hebras que habían quedado fuera y al fin lo encendió. Dio una pitada profunda saboreando el humo y mientras lo expulsaba por la nariz, miró el cielo.
Lentamente, la caña volvió a su continuo y rítmico sube y baja esperando despertar la curiosidad de algún pez.
Esa mujer puede ser que un día te elija, que te permita elevarse con ella. Si lo hace, será porque sabe que vos también podés volar. Con una tos confundida con suspiro y sin sacar su mirada del horizonte, golpeó cuidadosamente el cigarrillo. La ceniza cayó lentamente al agua, dando volteretas.
Si te atrevés a tamaño desafío, no trates de volar más alto que ella.
Ni te retrases.
No suele mirar atrás. Solo se deja acompañar. Quedáte junto a ella. Pero no la pierdas de vista, porque después ninguna, pero ninguna otra te parecerá suficiente.

Recordé esta historia al pasar por allí. Visto desde lo alto, no parecía el mismo sitio. Una playa de contenedores se había llevado el agua, la rambla y la magia del lugar.
Ya estaba cansado, pero seguí aleteando.







A MD

sábado, 5 de septiembre de 2015

El pez

Villa Mentiuntur era rara. Perdida en un valle pequeño y rodeada de montes, sus calles se habían construido formando un espiral que terminaba en la parte más baja donde estaba la Plaza del Correo. Nadie se explicaba el por qué de ese nombre, ya que no había correo y la estatua que había en su centro, era un recordatorio a las víctimas de la guerra de Espangleto y aunque esa guerra ni ninguna otra había afectado al país, nunca nadie osó poner en duda todo el coraje que reflejaba la imagen ecuestre del Soldado que señalaba un punto en el suelo. Exactamente, al desagüe.
Más allá, directamente bajo la Cruz del Este, un faro que era solo visible desde las partes más altas, protegía la costa.
El lugar era hermoso, paradisíaco. De casas coloridas; lleno de árboles y flores naranjas. Los pobladores de sonrisas francas y felicidad pintada, se caracterizaban por no hacer preguntas. Solo las necesarias e imprescindibles para convivir.
Era enero cuando comenzaron las lluvias.
Al principio, indecisas. Refrescantes. Después y sin parar durante cuatro días, un diluvio inundó la villa..
Cuando al fin la inclemencia cesó, una noticia insólita que se encargó de propagar El Periodista, alarmó a todos.
Un pez gigantesco tapó el desagüe.
Los pobladores, más que incrédulos, intrigados, hacían enormes filas tratando de llegar como pudieran a la plaza.
Era verdad. Allí estaba el pez más grande jamás visto a los pies del monumento al Soldado. Verde, con escamas del tamaño de platos y ojos tristes que miraban sin ver, de vez en cuando golpeaba la cola contra el agua, empapando aún más, a todos.
—Es un Medenmendero…— dijo El Ictiólogo— macho. Pensé que estaba extinto…
—Los Medenmenderos, son de la orden de los sirénidos y no son peces. Son mamíferos— Corrigió La Maestra.
—¡Hay que sacarlo cuanto antes! ¡Todo peligra!— gritó El Alcalde, que también era El Ingeniero.
Todos se preocuparon por esas palabras y sin hacer preguntas, como era usual, con el agua a la altura del pecho, unieron esfuerzos para remover al pez. Ni las cuerdas, ni las palancas, ni las palabras cariñosas del Ambientalista, ni siquiera los rezos del Cura, pudieron moverlo.
De pronto un murmullo desvió las miradas. Todos abrían paso a lo que parecía un ser de otro planeta. Era El Ingeniero que venía enfundado en un traje de buzo, seguramente maldiciendo la falta de sol que hiciera brillar la escafandra y hacer así su entrada más apoteótica.
¡Voy a destapar el desagüe…!— gritó acercando la boca a la ventanita redonda esperando los hurras.
—Ya es tarde…— sentenció El Viejo— El agua ya hizo su efecto. Todo terminó…
Haciendo caso omiso, el ahora Valiente, Ingeniero y Alcalde, se sumergió.
A medida que los minutos iban pasando, el nerviosismo se iba apoderando de todos. Al fin, los voluntarios que soplaban por la manguera para darle oxígeno al sumergido, se detuvieron. Cuando de pronto, el agua comenzó a bajar formando un remolino que arrastraba todo.
Los frentes de las casas que eran de cartón. La cruz de la iglesia que parecía de oro, mostró que solo era madera mal pintada; las flores, de plástico. Todo se iba por el desagüe sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo. Solo un decorado. Papeles pintados. Telones.
Pronto comenzaron los primeros gritos interrogadores. Las acusaciones. Los empujones y algún golpe perdido. Lentamente, los pobladores de la Villa Mentiuntur abandonaban el lugar tratando de no mirar la desolación, la nada en que se había convertido todo. Todos.
Fui el único que se quedó.
Aún vivo aquí.
Adopté al pez que era lo único verdadero. O él me adoptó a mí.
Por las noches miro al cielo buscando las estrellas que forman la cruz y me quedo esperando.


Esperando no sé qué.