sábado, 18 de marzo de 2023

El Vecino

 

Aunque el cielo estaba oscuro como en plena noche, mi reloj sentenciaba que ya era de mañana. El panorama de la calle era desolador; árboles pelados como esqueletos añejos, el vapor de mi boca a cada respiro confundiéndose con el humo del primer cigarrillo y el silencio que sabía que se iba a romper en breve por la llegada de Osvaldo y el ómnibus, en ese orden.

Él y yo éramos los únicos en la parada a esa hora. Desde que empecé a trabajar en ese horario, allí nos encontrábamos, bueno, es en el único lugar en que lo hacemos a pesar de que lo conozco desde mi niñez. Osvaldo vive solo, en una casa blanca, humilde, sin nada especial, pero con un no-sé-qué, que hace admirarla. Nadie habla de él, ni siquiera Cata, la dueña del almacén del barrio, que sabe la vida y obra de cada vecino. Ni un rumor. Ni un chisme. Nada.

No necesité mirar la hora. A lo lejos, se empezó a escuchar el clásico tintineo que hacía Osvaldo jugando con las monedas de su bolsillo. Cuando el tilín-tilín se escuchó más fuerte, miré hacia la esquina y lo vi aparecer. Flaco y alto, cabeza erguida y mirada baja. Caminaba manso. En invierno o verano, siempre enfundado en el mismo traje negro, brilloso en algunas partes, seguramente de tanto plancharlo. Nos miramos para saludarnos con un leve movimiento de cabeza y, como siempre que lo hacíamos, me preguntaba cómo se veía siempre igual. Aparentaba tener mi misma edad, o incluso, ser menor.

El estruendo del motor del ómnibus, que indefectiblemente llegaba con él, me volvió a la realidad. Subió primero y, mientras él pagaba el boleto, miré al interior. Raramente había asientos vacíos, hoy, uno doble esperaba. Lo vi sentarse y mientras pensaba en si debía acomodarme a su lado o ir parado los más de cincuenta minutos que demoraba el viaje, una frenada del vehículo me hizo trastabillar. “Se me cruzó un perro o un gato. Disculpe” dijo el conductor. Me senté junto a él y miré alrededor. Caras soñolientas, algunos mirando sus teléfonos. Otros ensimismados en sus pensamientos. El silencio solo roto por el traqueteo del bus. Lo miré con disimulo. Observaba la calle. Sobre sus rodillas, descansaba las manos de dedos largos en las que las uñas de sus meñiques eran demasiado largas. Como las de una mujer.

Me estaba preguntando adónde iría cada día. Qué hacía aquí, cómo era su vida, cuando sonó mi teléfono. Mensaje de un número que no estaba en mis contactos. Lo abrí:

“¡Pregúnteme! ¡Anímese!”

“Se equivocó de número” contesté.

“No” fue la respuesta.

A las pocas cuadras Osvaldo dijo sin mirarme

—Estoy de vacaciones.

—Perdón —solo atiné a decir sin estar seguro de si me hablaba a mí.

—Estoy de vacaciones —repitió girando su cabeza hacia mí— En unos días las doy por terminadas.

—¡Ah! Vacaciones… ¿Y no salió a ningún lado? —pregunté sin entender demasiado lo que estaba pasando.

—¡Claro que salí! Estoy aquí, ¿no? Estas son mis vacaciones.

—Disculpe, no termino de comprender. ¿Sus vacaciones son viajar en ómnibus?

Sonrió con mirada condescendiente.

—En parte. Viajar en ómnibus, caminar entre la gente. Mirar, escuchar, fueron mis vacaciones. Breves, pero muy aleccionadoras.

—¿Vacaciones estar en el barrio? Hace, no sé, más de cuarenta años que lo veo por el barrio.

—Sí, pero para mí fueron vacaciones, y breves.

Quedé en silencio tratando de asimilar qué había querido decir. Lo miré. Había girado la cabeza y parecía entretenido observando el conocido y siempre aburrido paisaje.

—Entiendo que no sea fácil de asimilar —dijo después de un rato y sin siquiera mirarme— pero, dígame, comparado con un humano, ¿cuánto tiempo piensa usted que vive, por ejemplo, una mosca? ¿O una mariposa? Quince días, un mes. Poco, ¿verdad? Pero es su vida. En ese tiempo hacen lo mismo que usted, o que él o ella —dijo señalando a algunos pasajeros— Sí, para mí, el tiempo que a usted le parece tan largo, fueron vacaciones.

Lo miré unos instantes tratando de encontrar algo en su expresión que me dijera que estaba bromeando, algún indicio de locura. No sé, algo. No lo encontré. Solo veía en su mirada lo mismo que veía en algún profesor cuando me tomaba un examen y esperaba la respuesta que no llegaba. Tan obvia para él, tan imposible para mí.

—Dígame el nombre de una canción. Cualquiera, —dijo sin dejar de mirarme.

—¿Para qué? —pregunté más sorprendido.

—Dígame —insistió.

—Yo qué sé… El himno—. Dije por decir.

Volvió a mirar por la ventanilla. Luego de un rato de que nada pasara, iba a preguntarle el motivo de su pregunta, cuando desde la parte trasera del vehículo, se empezó a escuchar una voz masculina que, a toda voz, cantaba:

«Orientales, la Patria o la tumba

Libertad o con gloria morir

Es el voto que el alma pronuncia,

y que heroicos sabremos cumplir» *

—¡No, no! —Le decía mientras miraba alrededor esperando las reacciones de semejante locura, esperando que el chofer o algún otro pasajero lo hiciera callar, sin embargo, todos seguían en su mundo, como si nada pasara.

—¿Quiere que siga?—preguntó.

—No, por favor.

El silencio volvió a adueñarse del trayecto. No sé si era por el traqueteo suave del viaje, la tibieza del ambiente o el madrugón al que nunca me acostumbraba, que sentí que me dormía.

Con todos los sentidos a mi servicio, estaba inmerso en los mejores momentos de mi vida. Pasaban uno tras otro. Sentía un desconocido placer. La mezcla de todo lo bueno. Los breves momentos de felicidad. De pronto todo cambió, dándole lugar a las tristezas más profundas, las pérdidas, los errores, la furia. Y lo peor: lo que no fue y podría haber sido. Por cobardía. Desidia. O lo que sea.

Me desperté sobresaltado y con lágrimas cayendo desenfrenadas.

—¿Por qué hace esto? —Le pregunté, seguro de que era el responsable, aún sin saber quién o qué era.

—¿Y por qué no? —Preguntó sin mirarme— Libre albedrío creo que lo llaman. ¿Acaso yo le pregunto los motivos de lo que hace?

—¿Por qué a mí? Quién carajo es usted.

—¡Ahhh! —Exclamó— ¿Por qué a usted? O a vos, mejor. Tal vez porque se me antojó, o por capricho. Tal vez porque me levanté de buen humor. O malo. Quién sabe… Como te dije, se me terminan las vacaciones y tal vez mañana nadie me recuerde. ¿Importa?

—¡Sí! No. No sé… —Mi cabeza daba vueltas de tantas preguntas, solo pude decir: ¿quién es?

—¡Pero a quién carajo le importa quién soy! Puta madre, ya me estoy contagiando del léxico de mierda que tienen ustedes —murmuró más para él que para mí.

Lo miré en silencio. Esperando.

—¿Quién soy? Vos, ¿qué pensás? ¿Seré el de arriba o seré el de abajo? Un simple charlatán, un vende humo. Un prestidigitador de pensamientos… —se rio fuerte. A carcajadas, y sabía que era de mí. Me enfureció esa soberbia y a la vez me asustó.

—El de arriba o el de abajo, para mí son la misma mierda con diferente etiqueta.

—¿A sí…?

—Sí. Y esta demostración estúpida me lo confirma.

—Me estás faltando el respeto.

—El respeto hay que ganárselo. Eso no se logra con arrogancia ni miedo ni nada de la mierda que le brota. Sos poderoso. Lo demostrás, te jactás de ello, y ¿sabés una cosa? Me cago en los poderosos. Solo demuestra la porquería que sos, seas el de arriba o el de abajo.

No dijo nada, pero su mirada se clavó en mí. No sabría definir si en sus ojos había fuego o hielo, lo cierto es que detrás de su silueta, unas luces que se acercaban a toda velocidad, inundaron el interior del ómnibus.

El camión nos golpeó con toda su furia. El estruendo fue seco y todo comenzó a girar, a quebrarse. Los pasajeros, los fierros. Había sangre, mucha sangre y vísceras. Todo girando, todos gritando.

Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo observado por el resto de los pasajeros que murmuraban entre ellos. Escuché al chofer decirle a un médico o policía, que me había caído en una frenada cuando se le cruzó algo. Me incorporé sobresaltado, y busqué a Osvaldo con la mirada.

—El hombre que subió conmigo, ¿se bajó? ¿Dónde está?

—Usted subió solo. En esa parada sube solo usted…

Me ayudaron a bajar y subí a una ambulancia que había llegado. Luego de las preguntas de rigor, el médico abrió mis ojos uno a uno y los iluminó con una linterna.

—Por ahora estás bien, pero no te olvides que por esto, acabo de adelantar el fin de mis vacaciones—. Sentenció, alejándose, mientras jugaba con las monedas de su bolsillo.

 

 

* Estrofas del himno uruguayo.

viernes, 14 de diciembre de 2018

El cobrador



—¡Pará, pará! ¡No me pegues más…! le voy a pagar. Te juro que le voy a pagar.
—Le vas a pagar... Le vas a pagar. ¿Cuánto hace que me venís con el mismo verso? ¿Eh? Hoy, cuando me dijo que viniera, me miró fijo como vos sabés que mira y me dio unos golpecitos en la cara: Cobrále, me murmuró cerquita del oído.
—Estoy tratando de conseguir la guita, pero es mucha. Cada vez más, necesito tiempo.
—Y yo necesito un auto nuevo, una mina que no me cague y capaz que un viajecito. Sí. Un viajecito a Río. ¡No tenés más tiempo! ¿Me entendés?
—Decíle que no me encontraste, que me estás buscando. ¡Por favor!
—Claro, querés que me juegue los huevos y le mienta. Sos tan cara rota… Pretendés que te cubra el culo a riesgo del mío. No me hagas reír. Te vine a cobrar. Me mandaron a cobrarte y te tengo que cobrar.
—Pero…
—¡Pero, las pelotas! ¡Dame la plata!
—¿Pará! No tengo nada en los bolsillos. Buscá, buscá. ¿No ves que no tengo nada?
—Dos cigarrillos, un encendedor y monedas. Unas putas monedas… ¿Es todo lo que tenés encima? Sabés que limpiándote te voy a hacer un favor, ¿no?
—Tengo dos hijos, loco, te lo suplico…
—¡Ah!, ahora te acordás de tus hijos. Cuando mandaste a la mierda a tu viejo, no te acordabas de tus hijos. Qué gil que sos. Tenías la vida arreglada y mirá cómo terminás.
—Por favor…
—Sabés que te quiero, mucho, pero te juro que no vas a sentir ni el ruido. Abrazame. Abrazame, y entendé que vivo de esto. Yo sé que es un hijo de puta y que vos te la jugaste. Te creíste que la vida era como en las películas esas que al final suena la musiquita y se van todos felices. Pero no, la vida es esta mierda…
Ya está. ¿Viste? Ni te enteraste. A tus hijos los va a cuidar él, no les va a faltar nada y los va a educar distinto a vos. Son sangre de su sangre. Como nosotros.



martes, 17 de julio de 2018

El Argos (Relato a dos voces con Sheisan)


Habían pasado dos años desde la última vez que lo vi, tal vez más. Nunca fui bueno con la memoria. Hacía mucho que sentía que el tiempo se movía a mí alrededor de forma misteriosa. Él estaba en un bar de mala muerte, muy borracho. Me saludó por compromiso, como quien le devuelve una pelota escapada a algún niño en la calle, luego continuó con su charla trabalenguada, ignorándome.
Muchas historias se contaban sobre él entre los trabajadores más viejos del dique seco. Decían que había participado en la construcción del Mauretania; que era hijo de una india y un esclavo; que pasó años en la Legión Extranjera… Tal vez alguna era verdad. Quién sabe. Nunca me atreví a preguntarle.

Lo conocí en las faenas de reparación del gran buque Argos. Los trabajos empezaron un verano abrasador y continuaron un invierno sin otoño. Cruel y ventoso. Nada parecía tener un término medio en el astillero donde todo era gris, áspero y húmedo; o tan caliente como la llama de los soldadores. Todos lo sufrimos, menos él que parecía disfrutarlo. En ocasiones lo observaba pasearse a lo largo de las más de dos cuadras de acero edificado, mirando hacia arriba con una sonrisa en los labios, para luego detenerse bajo la proa y soltar unos leves noes con su cabeza, en señal de desaprobación.

—¿Qué está mal en la proa? —le pregunté al notar el ligero cambio en su rostro.

Me miró como sorprendido. Tras evaluar si yo merecía o no una respuesta me dijo en voz baja, y como aliviado de poder compartir lo que se guardaba:

—La gente que se cree inteligente y no lo es. Eso está mal en la proa, y en la popa —Se desprendió de los grasientos guantes de cuero y encendió un cigarrillo, luego me miró. Entendió mi sorpresa ante su respuesta y prosiguió— ¿Sabés qué era el Argos? —Sin dejarme decir que no, continuó con su manera de hablar mansa, que contrastaba con sus movimientos toscos y bruscos —Era el barco de Jasón y los argonautas. Sería un buen nombre si no fuera porque el Argos mató a Jasón, su propio capitán*. Pero los genios que lo botaron no lo sabían. Esos son nombres de mal agüero, nombres con los que no se debería jugar y es una pena, es un barco hermoso, nada de lo que hagamos aquí va a salvarlo…

El óxido invadía a cada momento las chapas acostumbradas al mar, que como un pez fuera del agua, parecían morir minuto a minuto. Los golpes de los martillos se mezclaban con los alaridos de las sierras. Todo el dique se teñía de un rojo ensordecedor; las manos, los rostros, la ropa. El suelo parecía encharcado de la sangre metálica del buque herido que, sin embargo, emergía entre la bruma cada madrugada, haciéndonos sentir nuestra propia pequeñez. Absoluta. Aplastante.

Era otro verano, el sol se escapaba. La brisa hacía olvidar el fuerte calor. Observé a lo lejos la silueta del Argos, continuaba allí, desafiando al tiempo, con su corazón de hierro, con su sangre de sal. Las faenas de reparación cesaron hace mucho. El astillero se declaró en quiebra. Cada uno de nosotros tomó un rumbo diferente. Yo seguí frente al mar.

La tarde transcurre no muy distinta de tantas otras; el ruido, el clima, la puta rutina. Me escapé de mis faenas en la limpieza de mariscos para sentir —aunque fuese brevemente— el sabor de la libertad. Caminé hasta la rambla, para mi sorpresa me lo encontré; sostenía una caña varias veces más alta que él, mientras observaba el anzuelo vacío con curiosidad. Estaba viejo y flaco, pero seguía infundiendo el respeto que marcaba su altura y expresión. El viento salado que traía olor a lejanía, remolineaba su pelo blanco, tirándolo hacía atrás, acentuando su nariz afilada. Sus orejas caían hacia los costados como atraídas por la gravedad. Semejaba la proa de un barco. Un barco desvalido y sin esperanzas, como el Argos, el transatlántico que con tanto empeño intentamos reparar.

Su silueta emergía sola contra el tiempo. Sola, tan sola como el esqueleto del buque que nunca logró hacerse nuevamente a la mar. Me senté junto a él en silencio, por un momento sus ojos se iluminaron, parecieron destellar al reconocerme, llenándose de ayer.

— ¡Te dije! — Exhaló de pronto confiado — ¡Mal nombre para un buque! Ambos miramos hacia el astillero y sonreímos con un disimulado dejo de dolor.

Me despedí. Al caminar volví la vista a los fierros, a su silueta triste. Vi la sombra del viejo y mi propia sombra larga y desgarbada. No éramos tan diferentes, en el fondo nos parecíamos; un corazón empeñado en sobrevivir, un esqueleto oxidado y una soledad tan grande, como la profundidad del mar que tanto amábamos.