martes, 24 de febrero de 2015

Canciones Perfectas: I'm so tired




Estoy tan cansado que no puedo pegar un ojo
Estoy tan cansado que mi mente no funciona
Me pregunto si debería levantarme y arreglarla emborrachándome.
No, no, no.

Estoy tan cansado que ya no sé qué hacer
Estoy tan cansado, mi mente está fija en vos
Me pregunto si debería llamarte, pero ya sé lo que harías

Dirías que te estoy tomando el pelo.
Pero no es broma, esto me está haciendo mucho mal
Sabés que no puedo dormir, que no puedo parar de pensar
Sabés que ya hacen tres semanas
que me estoy volviendo loco
Sabés que daría todo lo que tengo por un poco de paz

Estoy tan cansado. Tan molesto.
Aunque lo esté, me fumo otro puto cigarrillo
Y maldigo a Hecateo de Mileto
Era un grandísimo idiota.

Dirías que te estoy tomando el pelo.
Pero no es joda, esto me está haciendo mucho mal
Sabés que no puedo dormir, que no puedo parar de pensar
Sabés que hace tres semanas,
que me estoy volviendo loco
Sabés que daría todo lo que tengo por un poco de paz
daría todo lo que tengo por un poco de paz en mi mente
daría todo lo que tengo por un poco de paz en mi mente





viernes, 20 de febrero de 2015

Cinco minutos más los descuentos

Siempre pensé que el sonido de los tapones pegando contra el piso nos daba un tono afeminado. Me imaginaba que éramos un batallón de putas de piernas musculosas y peludas que iban a entrar a una orgía en la que tal vez, nos rompieran el orto.
O no. Nunca se sabía.
La luz que entraba por la boca del túnel, jugaba con los peinados raros de los que iban adelante y marcaba el camino en penumbra cómo un útero en el que nacíamos domingo tras domingo.
Enfrente de nosotros, el líder del campeonato. Sueldos al día, concentración con TV cable, autos último modelo.

Nosotros peleando el descenso. Casi que jugando por la camiseta.
La cancha llena. Todos esperando la goleada. Festejando por adelantado. Rugiendo.
Una papita.
Movieron.
Yo soy un cinco, cinco. A la antigua. Fierrero, duro y aguantador. De los que chamuyan a los rivales. Como a este diez que se me venía con la globa atada. Es chiquito. Joven y muy habilidoso.
Lo esperé parado. Con las piernas abiertas y el lomo agachado. Seguro que se la sacaba. El botija encaró para la derecha y me tiré. Con todo. No había llegado al pasto, que el muy hijo de puta ya se me había ido por la izquierda.
Gol.
—¡Dije que siempre amaga pa’ un lado y se va pal’ otro! —me gritaba el DT, como un desaforado casi adentro de la cancha.


En la vida, sí. Me la pasaban por los caños. Me la jopeaban. Tardaba en caer sintiendo el olor a cuero que me pasaba por la cara. Me estiraba, trataba de que mi cabeza se alargara y así, aunque sea, poder peinarla. Pero no. Caía cuan largo era golpeando mi espalda contra el piso.
Una y otra vez.
Siempre me comía los amagues. Los del amor. Los de que todo parecía mejorar. Los del pase a Italia… Me los comía todos. En dos panes.
Acá no.

Me arrimé a la línea de cal y mientras tomaba agua le dije mirándolo a los ojos: No me grités más. Si no te gusta, sacáme. Pero los grititos, metételos en el culo.
La siguiente que me crucé con el pendejo la toqué afuera. Lo dejé sin pelota con total limpieza. Gil, le dije. Me miró y una sonrisita sobradora se le dibujó en la cara.
Eso me calentaba más que si me putearan. O me escupieran.
Sacaron el “oubal” y la pidió. Como un desesperado. Levantó la cabeza y encaró para donde estaba yo haciendo firuletes. Eludió al jás derecho que se le había cruzado y a Marito, el ocho, lo dejó parado. Se entre paró en la carrera y sin saber cómo, me pasó como una flecha. Gil, escuché mientras pasaba.
Lo corrí y lo corrí y con lo último que me quedaba, le encajé un guadañazo de atrás.
Voló afuera de la cancha junto con un zapato y la canillera. Se quedó dando vueltas en el suelo mientras gritaba como una nena. Enseguida levanté el brazo reconociendo la falta.
Amarilla.
Me arrimé hacia el herido y mientras le tocaba la cabeza en señal de disculpa, le dije bajito que la próxima le iba a partir la gamba en cuatro. El muy idiota me insultó a los gritos.
Amarilla.
Rengueando, corrió como un loco a increpar al árbitro.
Doble amarilla. Pa’ fuera. Le gritó el hombre de negro.


Una vez me encontré con un periodista en una librería. El tipo me miró sorprendido. No pensé que fueras lector, me dijo. ¿No pensaste que fuera lector o que supiera leer? Solo pensé, mientras lo saludaba con un gesto.
Nunca había estado muy seguro de qué hubiera sido mejor. ¿Ser un tipo duro en la vida? ¿O un señorito en la cancha?
¿No comerme una afuera y ponérsela de rabona en la cabeza al nueve? No sé. Eso sonaba a mentira. A mentira linda. Pero mentira.


Gol.
Empatamos al final del primer tiempo.
La segunda mitad empezó pareja. Con los dos como esperando.


Cuando empezaba un partido, siempre me hacía pensar en el amanecer. Esa hora en que sin importar qué pasó ayer, espero esperanzado lo que va a venir. Me imagino cosas. Un ligero cosquilleo en la barriga me hace sentir bien.
Después, a medida que las horas van pasando, caigo en lo de siempre. En la misma mierda de siempre y me pregunto en cuánto falta para el otro día para pensar que va a ser diferente.


Con un jugador menos, ya no eran tan superiores a nosotros. Con algún cambio ofensivo, podríamos ganar.
Faltaban pocos minutos y seguíamos en la misma. Miré para afuera. Al banco. Cuando el DT me miró, encogí los hombros y abrí los brazos. ¿Y…? le grité.
Eso pareció hacerlo reaccionar. Miró a los suplentes y dos se levantaron muy rápido.
Faltaban cinco más los descuentos cuando miré el reloj. Si metíamos, les podíamos ganar. Eso me dio fuerzas. Me llenó de entusiasmo y empecé a arengar a mis compañeros cada vez con más ganas.
Sacó a los dos delanteros.
¡Hay que cuidar el empate! Terminó gritando a todo pulmón.
En el vestuario estaban todos felices. Se abrazaban y cantaban como si fuéramos campeones.
Fui el primero en salir. El periodista de la librería esperaba con un micrófono en la mano.
“Estoy harto de cuidar el empate. En la cancha y en la vida. Estoy podrido de la cobardía, de ese “triunfo” que parece ser el no perder. Me tienen los huevos caídos los cobardes que no se juegan por nada…” podría haber declarado.
“Dejamos todo en la cancha y estoy feliz por el club y mis compañeros” dije mientras me iba apurado para mi casa.
A la puta soledad de mi casa.




miércoles, 18 de febrero de 2015

Novelitas presenta: George & Rita una historia de elpuntosobrelai



Era un atardecer como cualquier otro, lleno de bullicio y gente caminando sin rumbo fijo. La Avenida Lexington era el mejor lugar para perder el tiempo. Yo lo hacía sentado en el “Café Americano de Rick”, a la hora en que los comercios cerraban. Me gustaba sentarme frente a la ventana, mirar pasar a los transeúntes e imaginarme sus vidas.
Entonces,  ella entró.
Sus ojos verdes delineados en negro resaltaban en el cutis pálido, casi blanco. Pero más lo hacía la camelia escarlata que parecía brotar de su pelo negro, largo y rizado.
Rita.
De todos los cafés del mundo, ella aparece en el mío, pensé.
Le había dicho adiós a su pueblo para perseguir sus sueños. Dentro de su bolso llevaba unos zapatos de claqué, y me imaginé siendo su sombra al compás de The shorty George. El piano de Sam comenzó a tocar y ella, iluminada sobre un escenario de cuento, hacía repiquetear los tacones rozando apenas la tarima, la falda revoloteando alrededor de sus piernas de bailarina, la flor roja girando en el vuelo de sus brazos. Era ritmo parando el mundo, suspendiendo el tiempo, acelerando mi corazón.

Una voz me preguntó si quería otro whisky, y salí de la ensoñación. Los ojos ya no eran tan verdes y la flor del pelo era una burda imitación en tela sujeta a una diadema, como parte del uniforme de camarera, lo mismo que su sonrisa mecánica. Los zapatos de claqué solo eran mocasines cómodos para pasar muchas horas de pie. No, gracias, ya me iba. Dejé el dinero sobre la mesa y me marché.


Rita cerraba esa noche el Café. Antes de apagar las luces, sacó sus zapatos de claqué e imaginó que el hombre de los ojos grises era su sombra al compás de The shorty George…


Amaneceres, despertares y noches oscuras

Vivir en el campo puede hacer cambiar la perspectiva de muchas cosas. La soledad, el cambio de horarios y las rutinas, al principio, se sienten. Muy pronto comenzamos a aprender, más por nuestros errores que por los aciertos.
Yo trato de sacarle el mayor provecho al tambo. Uno de mis planes a futuro es empezar a hacer quesos. De varios tipos. Pero para eso, falta.
En la otra parte del terreno, Mercedes, se dedica a las flores. Planta amapolas. Amapolas blancas y azules. Después de preparar el suelo, había esparcido las semillas de forma caprichosa. Dibujando en la tierra curvas que se perdían entre ellas, una y otra vez.
En el centro, la casa y, unos metros más allá, una elevación semejante a una colina. Pero una colina de juguete, pequeña y caprichosa. Casi como ella.
La llamamos El Observatorio.

Hacía mucho calor y entré en la casa. Por una ventana la pude ver caminando entre las curvas floridas. Su capelina roja resaltaba entre las flores.
Preparé una limonada. Le agregué hojas de menta y mucho hielo. Serví dos vasos y fui hacia ella.
Estaba de espaldas con los brazos en jarra mirando unas hierbas que crecían donde no debían. Las piernas levemente separadas, terminaban en sus botas y comenzaban en su culo orgulloso y desafiante solo cubierto por unos jeans cortados. Cuando me escuchó, se dio la vuelta y una sonrisa se dibujó en su cara al descubrir que la admiraba. El sudor le había pegado la camiseta a la piel y sus pezones me miraban desafiantes.
Esa tarde subimos al observatorio.



Frente a nosotros el sol iba pintando el cielo de rojos, naranjas y amarillos. Detrás nuestro, todos los tonos del azul hacían el contrapunto. Pasamos horas charlando mientras miles de estrellas se desperezaban encima.
—Ahora vuelvo —me dijo.
Puse mis manos detrás de la cabeza y me dediqué a mirar el cielo mientras la esperaba.
Alfa Centauro, las Tres Marías, La Cruz del Sur señalando decidida el punto cardinal...
Sentí un ruido y vi su silueta trepar por la colina. Se recortaba entre las pinceladas del lienzo de flores. Dije su nombre para guiarla en la oscuridad. Traía una manta sobre sus hombros y una botella y dos copas en las manos.
Sirvió en las copas el vino tinto y se acostó a mi lado. Bajo la manta que la cubría, su cuerpo desnudo decía el mío. Nos besamos. Muy pronto se subió encima de mí y su luna apareció en mi horizonte. La besé y lamí como si ella fuera la de Méliès y yo la nave que invadía ese sitio tan deseado.
Las estrellas nos rodeaban, parecíamos flotar entre ellas. Algunas nos rozaban dejando sobre nosotros su rastro efímero. Intangible. Nos iluminaban con su brillo y nos hacían parte de su universo. El tiempo se detuvo hasta que nuestros gritos terminantes nos volvieron a la realidad. A la exquisita realidad.
Nos quedamos allí, abrazados, por no sé cuánto tiempo.

Al fin decidimos volver a la casa.
En el camino, unos metros antes de llegar, se detuvo como si hubiera recordado algo y me dijo:
—Esta noche debemos poner el despertador.
La miré sorprendido por esas palabras.
—Es que se murió el gallo…










El peor...


Nubes grises, frutas rojas

Clavelina se había desencantado de la vida. De la gente que la rodeaba. Un día se retó a sí misma a construir su mundo. Uno propio, sin patrones explotadores ni galanes de pacotilla. Ya había experimentado lo necesario para considerarse “experta en ciudades de mierda y relaciones estúpidas” y sin pensarlo demasiado y dispuesta a olvidarse de todo, vendió todas sus posesiones. Compró una cabaña perdida en el medio de un bosque y una vaca. Pintó la casa de colores vibrantes y a la res un clavel para recordar su nombre.
Segismundo no conocía ninguna ciudad. Pero quería hacerlo. Unos tipos que lo levantaron en la carretera cuando se dirigía a cumplir su sueño, después de muchas preguntas, le habían ofrecido  un trabajo. “Es temporal” dijeron. Solo cuidar unas plantas tan raras como ellos.
Nunca volvieron.
La soledad le trajo manías. Setenta y un pasos hasta el aljibe. Quinientos tres hasta el río… Se perdía en la cuenta cuando iba hasta la plantación a buscar esas flores que le gustaba quemar en la estufa. Cuando lo hacía, se reía y gritaba canciones olvidadas.
Una mañana, subió al chinchorro al Cachirulo. Un perro que apareció de la nada y se quedó con él. Remó hasta el otro lado del río dispuesto a dar un paseo.
Allí se encontró con Clavelina que paseaba a la vaca. Después de la sorpresa, la conversación se dio natural. Él preguntaba sobre la ciudad. Ella, sobre los quehaceres del campo.
Él soñaba con ver rascacielos. Ella, con comer algún postre con frutas.
Como todas las tardes, Segismundo se sentó a esperar el atardecer. Unas nubes que parecían una muralla se recortaban en el azul oscuro del cielo.
Son nubes, se dijo.

Agarró un balde y caminó los seiscientos once pasos que lo separaban de las frutillas.

Leticia

Cientos de bombitas delineaban la tienda haciéndola visible desde el pueblo. Hileras de banderines multicolores marcaban el camino hacia la entrada que tenía forma de payaso. El circo había llegado pleno de alegría y colores  vibrantes.
Excepto la ropa de Leonardo.
El traje, la pajarita que colgaba larga y el sombrero fedora, eran negros. La camisa blanca era lo único que cortaba su aparente oscuridad.  Cantaba en los entreactos de las funciones y en su repertorio, no faltaban baladas en francés. Estaba seguro que hacerlo en ese idioma era elegante y seductor.
Lo entusiasmaba llegar a un pueblo nuevo y pensar que podría cautivar alguna chica. Tal vez enamorarla  y al fin, cambiar de vida.
Leticia deseaba lo mismo, pero ya estaba enamorada. Cada noche escondida entre bambalinas, suspiraba en silencio escuchándolo cantar. Leonardo no solo le gustaba. Era el único que no la miraba como un fenómeno. Que la trataba como una mujer.
—Si tuviera valor…— pensaba la mujer barbuda mirándose al espejo.

Esa noche Leonardo realizó su mejor actuación. No necesitó recorrer la platea con la mirada buscando alguna mujer que le diera una esperanza. En la tercera fila, una belleza de ojos rasgados y prometedores,  le sonreía cantando con él en silencio.
Apenas terminar su actuación, arrancó un ramo de flores de la cabeza de un pony  y corriendo, fue a buscar a la chica.

El tono anaranjado que se filtraba por la tela de la carpa, creaba en el camerino de Leticia una atmósfera agobiante. Vestidos y zapatos caídos por doquier y su caja de maquillaje desparramada sobre la mesa, aumentaban esa sensación.

Una gota de sangre cerca de la navaja y la palabra “adiós” escrita con labial en el espejo, enmarcaban los pelos de la barba que descansaban en la pileta del baño.