El capitán Longobardo
estaba apoyado en la borda con la vista perdida en el algún lugar del
horizonte; lentamente el paquebote se iba atreviendo a entrar en la profundidad
de la noche donde las estrellas lo esperaban para envolverlo. El sonido afónico del motor era la música que
cada anochecer lo invitaba a cantar las más tristes milongas jamás escritas.
Versos que garabateaba sobre la arena de playas perdidas y que el agua,
burlándose impiadosamente, robaba ante sus ojos.
Soñaba que la cubierta de
popa era un escenario y las estrellas, focos que iluminaban los brillos de su
esmoquin, de su pelo engominado y que lo encandilaban, tanto, que sus ojos se
transformaban en líneas para tratar de distinguirla entre el público.
Tal vez me hayas visto, siempre vengo a oírte
cantar,
soy la que toma el trago largo, rojo sangre y usa
pajaritas
como ligas para impresionar.
A veces me siento en la barra, o atrás, en un
rincón
Prefiero perderme en las sombras
A ser una más del montón…
Estaba escrito en una
servilleta que ella le había dejado en su mano con un movimiento tímido para
después desaparecer entre la multitud. La más hermosa. La que había elegido
entre miles de mujeres que había imaginado que lo amaban. La única que por más
que cada noche buscaba, se negaba a aparecer.
El capitán Longobardo
terminó la canción y vio en cada movimiento del agua las caras de los que
aplaudían satisfechos, felices por ser testigos de su actuación. Sabía que ella
lo esperaba allí, en un privado, o escondida en un rincón. Antes de que la
soledad de la noche volviera a asesinar su ilusión, el capitán dejó que la
brisa marina agitara su pelo, inclinó su cuerpo a modo de saludo y se despidió.