sábado, 18 de enero de 2014

Cuentos de Calma Chicha, presenta: hombre al agua



El capitán Longobardo estaba apoyado en la borda con la vista perdida en el algún lugar del horizonte; lentamente el paquebote se iba atreviendo a entrar en la profundidad de la noche donde las estrellas lo esperaban para envolverlo.  El sonido afónico del motor era la música que cada anochecer lo invitaba a cantar las más tristes milongas jamás escritas. Versos que garabateaba sobre la arena de playas perdidas y que el agua, burlándose impiadosamente, robaba ante sus ojos.

Soñaba que la cubierta de popa era un escenario y las estrellas, focos que iluminaban los brillos de su esmoquin, de su pelo engominado y que lo encandilaban, tanto, que sus ojos se transformaban en líneas para tratar de distinguirla entre el público.

Tal vez me hayas visto, siempre vengo a oírte cantar,

soy la que toma el trago largo, rojo sangre y usa pajaritas

como ligas para impresionar.

A veces me siento en la barra, o atrás, en un rincón

Prefiero perderme en las sombras

A ser una más del montón… 

Estaba escrito en una servilleta que ella le había dejado en su mano con un movimiento tímido para después desaparecer entre la multitud. La más hermosa. La que había elegido entre miles de mujeres que había imaginado que lo amaban. La única que por más que cada noche buscaba, se negaba a aparecer.

El capitán Longobardo terminó la canción y vio en cada movimiento del agua las caras de los que aplaudían satisfechos, felices por ser testigos de su actuación. Sabía que ella lo esperaba allí, en un privado, o escondida en un rincón. Antes de que la soledad de la noche volviera a asesinar su ilusión, el capitán dejó que la brisa marina agitara su pelo, inclinó su cuerpo a modo de saludo y se despidió.


Cuentos de Calma Chicha presenta: El cuento de la estrella y el mar de Mar Ricote



La estrella que quiso ser fugaz cae al agua. Se petrifica al contacto del frío y la sal. Ahora parece un caballito de mar, con la cola enroscada, las púas erizadas, la cara de sorpresa. La bajamar la deja prendida en las rocas, secándose al sol, y comienza a brillar el polvo estelar atrapado en su interior, pugnando por salir de su encierro. Un paseante se acerca a cogerlo, atraído por el resplandor que le reclama, como un faro a un barco errante.
La estrella descansa sobre la repisa de una chimenea. Ha perdido el brillo, y se ha encogido un poco, retraída por la dureza de la coraza que la atrapa. Su vida de souvenir playero le entristece, y añora la inmensidad del firmamento, y volar. Sobre todo, volar. Ahora lamenta haberse dejado seducir por el mar, las olas y la llamada de los delfines.
El paseante dueño de la repisa de la chimenea deja un pastel de guindas sobre la mesa. Celebra el primer día del año nuevo y el primer día de frío intenso en el levante. Comienza a preparar un fuego que en pocos minutos chisporrotea, devorando los troncos que lo alimentan. El caballito con alma de estrella empieza a sentir el calor que le regalan esas llamas y su corazón dormido revive, y lucha contra la costra salada hasta encontrar un resquicio por el que comienza a escaparse, como las chispas de una bengala, trepando por el hueco de la chimenea.
La estrella sale a cielo abierto y emprende el vuelo, subiendo cada vez más alto, más y más arriba, al encuentro de la luna. Pero cada noche, irredenta, baja a buscar su reflejo en el mar.

Mar Ricote




jueves, 9 de enero de 2014

Casiopea y Esculapio.



El destino había querido que nacieran en la misma cuadra del mismo barrio. Allí se conocieron, crecieron y se casaron.

El mismo destino los hizo vivir toda su vida en la misma casa.

Todas las tardes de todos los días, ellos salían a sentarse al porche. Allí veían pasar a sus vecinos. Llegar a los nuevos y a extrañar a los viejos. Frente a sus ojos pasaban las estaciones, la vida y los cadáveres de amigos y enemigos.

En verano, cuando las noches se hacían agradables, miraban moverse a la estrella del sur y pasaban horas buscando platos voladores.


Novelistas invitados: Damián Martínez



¡Feliz Navidad!

Atrás quedaban los abrazos del mediodía, las corridas por el patio, los pelotazos fuertes de mi primo Osvaldo que no entendía que aun éramos niños. Siempre sostuve que la tía Miriam intuía que la navidad moría a las tres de la tarde, se iba a la cocina a lavar los platos, de los repasadores dejaba caer las migas en todo el piso, tapaba el pollo asado, lentamente la veía barrerlo todo, ya nadie la podía hacer sentar a la mesa de nuevo. Pues no recuerdo una navidad que no se muriera a esa hora. Si, se moría a las tres, mas tardar a las cuatro, en algún comentario al pasar, el vino siempre hacia decir algo de más, algo que nos dejaba en silencio a todos, algo que no queríamos escuchar, la ultima que recuerdo con toda la familia: Ramoncito decía que el abuelo se había ahorcado porque, todos lo dejamos solo en semana de turismo, entonces la navidad en casa se terminaba, entre caras largas yo notaba con los años que cada vez eran menos los que se quedaban a esperar el helado.
 Damián Martínez