Aunque el cielo estaba oscuro como en
plena noche, mi reloj sentenciaba que ya era de mañana. El panorama de la calle
era desolador; árboles pelados como esqueletos añejos, el vapor de mi boca a
cada respiro confundiéndose con el humo del primer cigarrillo y el silencio que
sabía que se iba a romper en breve por la llegada de Osvaldo y el ómnibus, en
ese orden.
Él y yo éramos los únicos en la parada
a esa hora. Desde que empecé a trabajar en ese horario, allí nos encontrábamos,
bueno, es en el único lugar en que lo hacemos a pesar de que lo conozco desde
mi niñez. Osvaldo vive solo, en una casa blanca, humilde, sin nada especial,
pero con un no-sé-qué, que hace admirarla. Nadie habla de él, ni siquiera Cata,
la dueña del almacén del barrio, que sabe la vida y obra de cada vecino. Ni un
rumor. Ni un chisme. Nada.
No necesité mirar la hora. A lo lejos,
se empezó a escuchar el clásico tintineo que hacía Osvaldo jugando con las
monedas de su bolsillo. Cuando el tilín-tilín se escuchó más fuerte, miré hacia
la esquina y lo vi aparecer. Flaco y alto, cabeza erguida y mirada baja.
Caminaba manso. En invierno o verano, siempre enfundado en el mismo traje
negro, brilloso en algunas partes, seguramente de tanto plancharlo. Nos miramos
para saludarnos con un leve movimiento de cabeza y, como siempre que lo
hacíamos, me preguntaba cómo se veía siempre igual. Aparentaba tener mi misma
edad, o incluso, ser menor.
El estruendo del motor del ómnibus,
que indefectiblemente llegaba con él, me volvió a la realidad. Subió primero y,
mientras él pagaba el boleto, miré al interior. Raramente había asientos
vacíos, hoy, uno doble esperaba. Lo vi sentarse y mientras pensaba en si debía
acomodarme a su lado o ir parado los más de cincuenta minutos que demoraba el
viaje, una frenada del vehículo me hizo trastabillar. “Se me cruzó un perro o
un gato. Disculpe” dijo el conductor. Me senté junto a él y miré alrededor.
Caras soñolientas, algunos mirando sus teléfonos. Otros ensimismados en sus
pensamientos. El silencio solo roto por el traqueteo del bus. Lo miré con
disimulo. Observaba la calle. Sobre sus rodillas, descansaba las manos de dedos
largos en las que las uñas de sus meñiques eran demasiado largas. Como las de
una mujer.
Me estaba preguntando adónde iría cada
día. Qué hacía aquí, cómo era su vida, cuando sonó mi teléfono. Mensaje de un
número que no estaba en mis contactos. Lo abrí:
“¡Pregúnteme! ¡Anímese!”
“Se equivocó de número” contesté.
“No” fue la respuesta.
A las pocas cuadras Osvaldo dijo sin
mirarme
—Estoy de vacaciones.
—Perdón —solo atiné a decir sin estar
seguro de si me hablaba a mí.
—Estoy de vacaciones —repitió girando
su cabeza hacia mí— En unos días las doy por terminadas.
—¡Ah! Vacaciones… ¿Y no salió a ningún
lado? —pregunté sin entender demasiado lo que estaba pasando.
—¡Claro que salí! Estoy aquí, ¿no?
Estas son mis vacaciones.
—Disculpe, no termino de comprender.
¿Sus vacaciones son viajar en ómnibus?
Sonrió con mirada condescendiente.
—En parte. Viajar en ómnibus, caminar
entre la gente. Mirar, escuchar, fueron mis vacaciones. Breves, pero muy
aleccionadoras.
—¿Vacaciones estar en el barrio? Hace,
no sé, más de cuarenta años que lo veo por el barrio.
—Sí, pero para mí fueron vacaciones, y
breves.
Quedé en silencio tratando de asimilar
qué había querido decir. Lo miré. Había girado la cabeza y parecía entretenido
observando el conocido y siempre aburrido paisaje.
—Entiendo que no sea fácil de asimilar
—dijo después de un rato y sin siquiera mirarme— pero, dígame, comparado con un
humano, ¿cuánto tiempo piensa usted que vive, por ejemplo, una mosca? ¿O una
mariposa? Quince días, un mes. Poco, ¿verdad? Pero es su vida. En ese tiempo
hacen lo mismo que usted, o que él o ella —dijo señalando a algunos pasajeros—
Sí, para mí, el tiempo que a usted le parece tan largo, fueron vacaciones.
Lo miré unos instantes tratando de
encontrar algo en su expresión que me dijera que estaba bromeando, algún
indicio de locura. No sé, algo. No lo encontré. Solo veía en su mirada lo mismo
que veía en algún profesor cuando me tomaba un examen y esperaba la respuesta
que no llegaba. Tan obvia para él, tan imposible para mí.
—Dígame el nombre de una canción.
Cualquiera, —dijo sin dejar de mirarme.
—¿Para qué? —pregunté más sorprendido.
—Dígame —insistió.
—Yo qué sé… El himno—. Dije por decir.
Volvió a mirar por la ventanilla.
Luego de un rato de que nada pasara, iba a preguntarle el motivo de su
pregunta, cuando desde la parte trasera del vehículo, se empezó a escuchar una
voz masculina que, a toda voz, cantaba:
«Orientales, la Patria o la tumba
Libertad o con gloria morir
Es el voto que el alma pronuncia,
y que heroicos sabremos cumplir» *
—¡No, no! —Le decía mientras miraba
alrededor esperando las reacciones de semejante locura, esperando que el chofer
o algún otro pasajero lo hiciera callar, sin embargo, todos seguían en su
mundo, como si nada pasara.
—¿Quiere que siga?—preguntó.
—No, por favor.
El silencio volvió a adueñarse del
trayecto. No sé si era por el traqueteo suave del viaje, la tibieza del
ambiente o el madrugón al que nunca me acostumbraba, que sentí que me dormía.
Con todos los sentidos a mi servicio,
estaba inmerso en los mejores momentos de mi vida. Pasaban uno tras otro.
Sentía un desconocido placer. La mezcla de todo lo bueno. Los breves momentos
de felicidad. De pronto todo cambió, dándole lugar a las tristezas más
profundas, las pérdidas, los errores, la furia. Y lo peor: lo que no fue y
podría haber sido. Por cobardía. Desidia. O lo que sea.
Me desperté sobresaltado y con
lágrimas cayendo desenfrenadas.
—¿Por qué hace esto? —Le pregunté,
seguro de que era el responsable, aún sin saber quién o qué era.
—¿Y por qué no? —Preguntó sin mirarme—
Libre albedrío creo que lo llaman. ¿Acaso yo le pregunto los motivos de lo que
hace?
—¿Por qué a mí? Quién carajo es usted.
—¡Ahhh! —Exclamó— ¿Por qué a usted? O
a vos, mejor. Tal vez porque se me antojó, o por capricho. Tal vez porque me
levanté de buen humor. O malo. Quién sabe… Como te dije, se me terminan las
vacaciones y tal vez mañana nadie me recuerde. ¿Importa?
—¡Sí! No. No sé… —Mi cabeza daba
vueltas de tantas preguntas, solo pude decir: ¿quién es?
—¡Pero a quién carajo le importa quién
soy! Puta madre, ya me estoy contagiando del léxico de mierda que tienen
ustedes —murmuró más para él que para mí.
Lo miré en silencio. Esperando.
—¿Quién soy? Vos, ¿qué pensás? ¿Seré
el de arriba o seré el de abajo? Un simple charlatán, un vende humo. Un
prestidigitador de pensamientos… —se rio fuerte. A carcajadas, y sabía que era
de mí. Me enfureció esa soberbia y a la vez me asustó.
—El de arriba o el de abajo, para mí
son la misma mierda con diferente etiqueta.
—¿A sí…?
—Sí. Y esta demostración estúpida me
lo confirma.
—Me estás faltando el respeto.
—El respeto hay que ganárselo. Eso no
se logra con arrogancia ni miedo ni nada de la mierda que le brota. Sos
poderoso. Lo demostrás, te jactás de ello, y ¿sabés una cosa? Me cago en los
poderosos. Solo demuestra la porquería que sos, seas el de arriba o el de
abajo.
No dijo nada, pero su mirada se clavó
en mí. No sabría definir si en sus ojos había fuego o hielo, lo cierto es que
detrás de su silueta, unas luces que se acercaban a toda velocidad, inundaron
el interior del ómnibus.
El camión nos golpeó con toda su
furia. El estruendo fue seco y todo comenzó a girar, a quebrarse. Los
pasajeros, los fierros. Había sangre, mucha sangre y vísceras. Todo girando,
todos gritando.
Cuando abrí los ojos, estaba en el
suelo observado por el resto de los pasajeros que murmuraban entre ellos.
Escuché al chofer decirle a un médico o policía, que me había caído en una
frenada cuando se le cruzó algo. Me incorporé sobresaltado, y busqué a Osvaldo
con la mirada.
—El hombre que subió conmigo, ¿se
bajó? ¿Dónde está?
—Usted subió solo. En esa parada sube
solo usted…
Me ayudaron a bajar y subí a una
ambulancia que había llegado. Luego de las preguntas de rigor, el médico abrió
mis ojos uno a uno y los iluminó con una linterna.
—Por ahora estás bien, pero no te
olvides que por esto, acabo de adelantar el fin de mis vacaciones—. Sentenció,
alejándose, mientras jugaba con las monedas de su bolsillo.
* Estrofas del himno uruguayo.