Victoria usaba un corte de pelo que me recordaba a Hitler.
Lentes de armazón grueso y medias caladas con championes. Cuando la conocí, estaba dentro de un
contenedor de basura. Buscaba una revista que había tirado por error cuando mi
bolsa de residuos la golpeó en la cabeza. La ayudé a salir de la maraña de cáscaras
de fruta y colillas de cigarrillos, y a pesar de lo raro de la situación, traté
de disculparme para calmar su injustificado enojo. Tanto, que hasta la invité a
cenar seguro de que no vendría. Ya en casa, mientras me preparaba una comida
ligera, cantaba un bel di vedremo a
coro con la pobre Butterfly cuando golpearon la puerta. Recogí una lágrima
rebelde con la punta de la lengua, y abrí.
Me equivoqué. Allí estaba, parada en la puerta con una botella de vino
en la mano y una sonrisa en la cara.
Esa noche la pasamos juntos, y me gustó.
Al principio nuestra relación fue como un
juego. Tomamos las diferencias que había entre nosotros a la ligera pensando
que eran divertidas, excitantes. Pero claro, eso fue al principio. Entremedio,
la acompañé a un recital de los Pixies.
Salí mareado. Ella vino conmigo a un concierto de violín. Tuve que despertarla
para irnos.
Yo compraba carne. Ella me contaba cómo
funcionaba un matadero.
A mí me gustaba cortar la verdura en cubos del
mismo tamaño. Ella preparaba la sopa en la cafetera y colaba la leche
con el matamoscas.
Ella pensaba en volar; yo, en el aterrizaje.
Al final rompimos, pero conservamos una buena amistad.
Estaba preparando café cuando me llamó para que la ayudara a pintar su casa. “La
quiero renovar. Toda de blanco” dijo. Me tomé una taza, lavé cuidadosamente el
calcetín que había usado como filtro, y salí.
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