domingo, 20 de enero de 2013

La Domadora de Hormigas



Estaba encerando mi tabla mientras esperaba ver la salida del sol. No sólo me quería distraer. Deseaba saber si todavía estaba en forma. A lo lejos, una silueta caminaba por la playa en mi dirección. Cuando estuvo más cerca vi que era una chica. Continué con mi tarea hasta que sus piernas, largas y hermosas, se detuvieron junto a mí. La miré, entonces ella dijo:

—¿Te acordás de mí, ancianito?

Me puse de pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó en sus labios.

La pequeña Clara.

Anoche, cuando llegué, lo primero que hice fue abrir las ventanas para ventilar mi casa. Cuando vi la luna reflejada en el mar y sentí el aire en mi cara, fue que me di cuenta cuánto había extrañado el lugar. Después de diez años, estaba volviendo a Paraíso. Ese fue el tiempo que me llevó darme cuenta que mi matrimonio no tenía razón de ser. Tenía hermosos recuerdos de este lugar donde pasé casi todos los veranos de mi juventud. Pero casi todos eran como viejas polaroids descoloridas. Excepto los que tenía de la ahora mujer parada frente a mí.

Me puse de pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó en sus labios.

La pequeña Clara.

Clara era una niña a la que doblábamos en edad. Alta, muy delgada, de piernas largas y huesudas. Su madre siempre le hacía trenzas en su cabello, largo y oscuro que quedaban muy tiesas por la sal del mar. Por lo ocurrente y divertida, de a ratos le permitíamos estar con nosotros. Sólo de a ratos. “Andá a jugar con los niños de tu edad”, le decíamos. Entonces se enojaba y desaparecía por horas. Luego de uno de esos enojos, apareció con una pequeña pecera llena de arena.

—¿Tenés algún pez allí? —Le pregunté muy serio.

—¡No, bobo! Tengo hormigas.

—¿Y qué vas a hacer con ellas?

—Voy a… ¡Voy a domarlas! —contestó luego de pensar la respuesta.

Yo era el que más atención le prestaba, por eso, de vez en cuando solía preguntarme:

—¿Sabés qué voy a ser cuando crezca?

Entonces en tono de broma, siempre le respondía lo mismo.

—Cuando vos seas grande, yo seré un ancianito que para caminar va a necesitar un bastón

—¡Bobo! —contestaba enojada, y por unas horas no me hablaba.

Siempre que surfeábamos, se sentaba en la playa a mirar, quieta y alejada. Una tarde, cuando me iba, me acerqué a ella y le dije:

—Tengo una tabla que debe ser reparada. ¿La querés?

Su cara se iluminó de alegría. Claro que no sólo la reparé yo con ella zumbando a mí alrededor, sino que también tuve que enseñarle a usarla.

—Nos vamos —me dijo una tarde—. ¿Querés saber que voy a ser cuando crezca?

Ya que no la vería hasta el año próximo, preferí no hacerla enojar.

—¿Domadora de hormigas? —contesté sonriendo.

Me abrazó y susurró en mi oído:

—Voy a ser tu novia —Me soltó, y se fue corriendo sin mirar atrás.

Las paradojas del tiempo ahora, jugaban de nuestro lado. Este verano lo pasamos juntos, hasta que tuvo que irse. Y como siempre que eso sucedía, lo que quedaba no era bueno ni malo. Simplemente transcurría. No importa que suceda en el futuro. Siempre recordaré sus besos con sabor a mar.

Ilustración de Rosario tj
 Gracias, Marquesa Luna.

1 comentario:

  1. Pues te comento por aquí... Me parece una historia preciosa, y leyéndola, tengo más ganas todavía de conocer esos sitios paradisiacos.
    Lo dicho: voy a mirar precios de billetes, jajajaja
    Un besote de Riko

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