Estaba
encerando mi tabla mientras esperaba ver la salida del sol. No sólo me quería
distraer. Deseaba saber si todavía estaba en forma. A lo lejos, una silueta
caminaba por la playa en mi dirección. Cuando estuvo más cerca vi que era una
chica. Continué con mi tarea hasta que sus piernas, largas y hermosas, se
detuvieron junto a mí. La miré, entonces ella dijo:
—¿Te acordás de mí, ancianito?
Me puse de
pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó
en sus labios.
La pequeña Clara.
Anoche,
cuando llegué, lo primero que hice fue abrir las ventanas para ventilar mi
casa. Cuando vi la luna reflejada en el mar y sentí el aire en mi cara, fue que
me di cuenta cuánto había extrañado el lugar. Después de diez años, estaba
volviendo a Paraíso. Ese fue el tiempo que me llevó darme cuenta que mi
matrimonio no tenía razón de ser. Tenía hermosos recuerdos de este lugar donde
pasé casi todos los veranos de mi juventud. Pero casi todos eran como viejas
polaroids descoloridas. Excepto los que tenía de la ahora mujer parada frente a
mí.
Me puse de
pie y estudié su rostro. Sus ojos brillaban, y una sonrisa retadora se dibujó
en sus labios.
La pequeña
Clara.
Clara era una niña a la que doblábamos en edad. Alta, muy delgada, de
piernas largas y huesudas. Su madre siempre le hacía trenzas en su cabello,
largo y oscuro que quedaban muy tiesas por la sal del mar. Por lo ocurrente y
divertida, de a ratos le permitíamos estar con nosotros. Sólo de a ratos. “Andá
a jugar con los niños de tu edad”, le decíamos. Entonces se enojaba y
desaparecía por horas. Luego de uno de esos enojos, apareció con una pequeña
pecera llena de arena.
—¿Tenés algún pez allí? —Le pregunté muy serio.
—¡No, bobo! Tengo hormigas.
—¿Y qué vas a hacer con ellas?
—Voy a… ¡Voy a domarlas! —contestó luego de pensar la respuesta.
Yo era el que más atención le prestaba, por eso, de vez en cuando solía
preguntarme:
—¿Sabés qué voy a ser cuando crezca?
Entonces en tono de broma, siempre le respondía lo mismo.
—Cuando vos seas grande, yo seré un ancianito que para caminar va a
necesitar un bastón
—¡Bobo! —contestaba enojada, y por unas horas no me hablaba.
Siempre que surfeábamos, se sentaba en la playa a mirar, quieta y
alejada. Una tarde, cuando me iba, me acerqué a ella y le dije:
—Tengo una tabla que debe ser reparada. ¿La querés?
Su cara se iluminó de alegría. Claro que no sólo la reparé yo con ella
zumbando a mí alrededor, sino que también tuve que enseñarle a usarla.
—Nos vamos —me dijo una tarde—. ¿Querés saber que voy a ser cuando
crezca?
Ya que no la vería hasta el año próximo, preferí no hacerla enojar.
—¿Domadora de hormigas? —contesté sonriendo.
Me abrazó y susurró en mi oído:
—Voy a ser tu novia —Me soltó, y se fue corriendo sin mirar atrás.
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Ilustración de Rosario tj |
Pues te comento por aquí... Me parece una historia preciosa, y leyéndola, tengo más ganas todavía de conocer esos sitios paradisiacos.
ResponderEliminarLo dicho: voy a mirar precios de billetes, jajajaja
Un besote de Riko