—Voy cayendo por un agujero oscuro, y ahí hay
criaturas extrañas. Un conejo, y un gato sonriente. Hay una vieja oruga
también, y un Diamante Loco que le gusta cantar.
—Eso ya me lo habías dicho pero… ¿un diamante
loco?
—Si. Él cayó en el mismo hoyo, del mismo árbol
que yo.
—Pero… antes no estaba allí. Siempre hablabas
del Sombrerero y de…. ¿Sigue estando… o ha partido?
—¿Partido? ¡Claro que sigue estando! ¿Dónde
habría de ir?
—Claro, claro. Háblame del… ¿diamante loco? Dices que le gusta cantar. ¿Cómo hace una
piedra para cantar?
—Del mismo modo que el gato sonríe, o que las
cartas forman ejércitos. Además, ¿quién le ha dicho que es una piedra? Diamante
Loco es como usted, o como yo. Aunque usted no creo que sepa cantar. No las
canciones que él canta.
—¿Y tu… ¿hablas con él?
—¡Por supuesto! ¿Por qué no habría de hacerlo?
La primera vez que lo vi, estaba fumando
un narguile con la oruga. Ambos se reían
mucho, eso me sorprendió. Usted sabe que la oruga no ríe jamás. Ella alababa el
tabaco que gentilmente, Diamante le había dado a probar. La siguiente vez que
lo vi, bueno en realidad él me vio, fue cuando tomábamos la merienda con el
conejo. Venía cantando una canción que hablaba de una niña que necesitaba tomar
prestados los sueños de los demás, cuando de pronto se paró frente a mí, y
luego de mirarme por un rato, me abrazó y me dijo emocionado:
—¡Al fin te encuentro! ¿Eres Alicia, verdad?
De cerca lucía extraño, su ropa no era común y
parecía que se le habían derretido algunas velas sobre el pelo. Pero cuando lo
miré a los ojos, supe que podía confiar en él.
—Te he buscado por todas partes—. Me dijo
alegremente, agarrándome por los hombros..
—Pero… ¿por qué? ¿Para qué?
No me contestó. Sus ojos se nublaron, y luego
de unos instantes, se dio media vuelta, levantó la guitarra y se fue.
—Y dime, Alicia. ¿Por qué crees que lo hizo…?
¿Qué se fue?
Alicia, luego de pensar por unos momentos,
respondió:
—No todo tiene que tener un motivo, Doctor. A
veces es bueno seguir impulsos, envidiar el vuelo de un ave. Hacer algo… por el
simple gusto de hacerlo.
El hombre, sin saber que responder o preguntar,
miró de soslayo el reloj cuenta-palabras.
—¡Vaya, Alicia! ¡Ya casi llevamos
cuatrocientas palabras…! Conoces las reglas.
Sin decir palabra, la niña se retiró del
lugar. En la puerta, un joven con el pelo encerado, la esperaba.
—¿Qué tal la reunión?— preguntó, cuando
estuvieron a la sombra de los hongos.
—Igual que las demás. El doctor Sigmund sigue
pensando que estamos en su mundo, y no él en el nuestro.
Un placer de lectura, a veces es lo que tiene el no querer irse de un mundo tan fantástico. Me ha gustado mucho.Un beso
ResponderEliminar