Hoy había sido un día complicado en todo
sentido. Al llegar a casa pensando que al fin tendría un poco de paz, me di
cuenta que no había nada para cenar. Miré la hora; apenas tenía unos minutos
para hacer las compras. Salí apresuradamente seguro que ningún vecino me
entretendría en el camino. A esta hora, el barrio quedaba sumido en profunda
soledad y silencio. Algunas de las calles que estaban en mi ruta, dibujaban curvas,
y cuando lo hacían, cambiaban el nombre pero no su paisaje arbolado y de
semioscuridad. Al iniciar el giro en una de ellas, un niño estaba parado en el
medio de la calle. No era raro ver chicos jugando, incluso a esta hora, pero
éste estaba solo. Me daba la espalda y parecía estar muy concentrado en algo
que tenía en la mano. Cuando escuchó mis pasos, dio la vuelta poniendo una mano
sobre su cintura.
—Hola, amigo —Me dijo como si me conociera,
mientras venía a mi encuentro—. ¿No tenés un martillo para prestarme?
Lo miré tratando de ubicarlo en alguna casa de
la zona, pero vivían tantos niños por allí que enseguida desistí.
—¿Un martillo…? Tengo en casa, pero estoy
lejos y está por cerrar el supermercado
—Mientras le decía esto me iba alejando. Pero la curiosidad pudo más e
hice la obvia pregunta:
—¿Para qué querés un martillo?
El niño que ya se había desentendido de mí y
me estaba dando la espalda de nuevo, dio la vuelta en un salto y con ojos
esperanzados casi gritó en un torbellino de palabras:
—¡Lo necesito para sacar a mi madre! ¡Está
encerrada y no lo puedo romper! ¿Tenés uno?
Eso me preocupó, y estúpidamente miré a mí
alrededor esperando ver a la mujer
atrapada quien sabe donde.
—¿Tu mamá está encerrada? Vamos a tu casa y te
ayudo a sacarla—.Le dije con urgencia, pensando que tal vez no fuera solo un
problema de cerrajería—. ¡Dale! –Apuré al ver que se quedaba parado.
—Es que vivo lejos. Y además ella no está en
casa.
—Entonces mostrame donde está y la sacamos.
El niño me miró durante unos segundos. No se
si pensando en si podía confiar en mí o decidiendo si era un trabajo que prefería
hacer solo. Al fin, alargó su brazo y me mostró una pelota que tenía en la
mano. Brillosa y no más grande que una de tenis. La agarré, solo para saber que
seguía. Cuando la miré, una brisa que se levantó inesperadamente, desnudó un
poco más las ramas de los árboles, provocando una leve lluvia de hojas secas.
Era una bola de cristal, de esas que adentro tienen bailarinas, animalitos o el
trineo de Papá Noel. Esta tenía una casa muy sencilla con nieve alrededor. La agité
y comenzó una ventisca en su interior. Lo miré a los ojos, seguro de encontrar
un dejo de burla en ellos. No fue así. Con disimulo, busqué más niños
escondidos tras alguna planta o en los jardines, prontos para reírse de la
broma. Nadie.
—Es muy linda —le dije—, pero te pregunté
donde está tu mamá.
No contestó. Muy serio, levantó un dedo señalando
la bola.
No supe que decir. Era imposible para un niño
de su edad mantener tanto rato una farsa. Sentía su mirada impaciente,
esperanzada.
—¿Quién te dijo que tu mamá está acá adentro?—
Pregunté al fin.
—Me lo dijo mi abuela cuando mi madre se fue.
Me dijo que a ella le gustaba la nieve y como nunca la había visto, estaba ahí—
contestó señalando la bola otra vez—. Que un día me iba a venir a buscar para
que yo también conociera la nieve. Pero yo no quiero conocerla, me dijeron que
es muy fría. Lo único que quiero es que vuelva—. Terminó casi con lágrimas en
los ojos.
—¿Cuánto hace qué… está aquí? —Le pregunté
mientras me agachaba para que estuviéramos a la misma altura.
—Desde que yo era muy chico.
Se me hizo un nudo en la garganta al no saber
que decirle, que hacer.
—¿Cómo te llamás?
—Germán. —Me contestó en un susurro.
—Bueno, Germán. Vamos a hacer una cosa. Yo voy
corriendo hasta el supermercado, cuando vuelva, vamos hasta mi casa y te presto
un martillo. ¿Te parece bien? ¿Me esperás acá?
Asintió con la cabeza.
Me apuré para llegar antes que cerraran. Hice
las compras e inicié el regreso. Quería ayudarlo, pero confieso que deseaba que
ya no estuviera allí. ¿Cuánto tardaría en entender que su madre no volvería? Maldije
a su abuela por haber inventado semejante historia. Enlentecí el paso. Tal vez
para disfrutar la noche, tal vez para tardar un poco más.
Cuando llegué a la esquina, la misma penumbra
producida por las pocas luces que se filtraban por entre las ramas de los árboles
le daba al lugar un aspecto tan irreal como la historia que me había contado el
chico. A medida que me iba acercando lo buscaba con la mirada. Me detuve en el
lugar donde habíamos hablado y grité su nombre un par de veces. Se había ido.
Reinicié mi camino, cuando sentí el clásico sonido de vidrios quebrándose bajo
mis pies. Bajé la mirada. En medio de un charco de agua, los trozos destrozados
de la bola de vidrio descansaban junto a una piedra. Más adelante, las huellas
del calzado deportivo del niño se alejaban junto a las típicas marcas de unos
zapatos de tacón. Comencé a correr tras las pisadas, pero me detuve. El perfume
dulce e inconfundible de La Reina de la Noche se adueñaba del ambiente traído
por una brisa tibia, acariciadora. El recuerdo de unas palabras que una vieja
vecina no se cansaba de repetir, vino a mi mente quien sabe por qué. Cada vez
que sentía este aroma, la mujer se ponía feliz y decía a todo el que la
quisiera escuchar: “Hay que aprovechar, hoy los deseos se harán realidad. Pero
solo si crees en ellos”
“Hay que aprovechar, hoy los deseos se harán realidad. Pero solo si crees en ellos”
ResponderEliminarTomaré nota. Un beso
Preciosa historia que anima a creer en la magia de los deseos. Un abrazo
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