lunes, 4 de marzo de 2013

Una bola de cristal



Hoy había sido un día complicado en todo sentido. Al llegar a casa pensando que al fin tendría un poco de paz, me di cuenta que no había nada para cenar. Miré la hora; apenas tenía unos minutos para hacer las compras. Salí apresuradamente seguro que ningún vecino me entretendría en el camino. A esta hora, el barrio quedaba sumido en profunda soledad y silencio. Algunas de las calles que estaban en mi ruta, dibujaban curvas, y cuando lo hacían, cambiaban el nombre pero no su paisaje arbolado y de semioscuridad. Al iniciar el giro en una de ellas, un niño estaba parado en el medio de la calle. No era raro ver chicos jugando, incluso a esta hora, pero éste estaba solo. Me daba la espalda y parecía estar muy concentrado en algo que tenía en la mano. Cuando escuchó mis pasos, dio la vuelta poniendo una mano sobre su cintura.

—Hola, amigo —Me dijo como si me conociera, mientras venía a mi encuentro—. ¿No tenés un martillo para prestarme?

Lo miré tratando de ubicarlo en alguna casa de la zona, pero vivían tantos niños por allí que enseguida desistí.

—¿Un martillo…? Tengo en casa, pero estoy lejos y está por cerrar el supermercado  —Mientras le decía esto me iba alejando. Pero la curiosidad pudo más e hice la obvia pregunta:

—¿Para qué querés un martillo?

El niño que ya se había desentendido de mí y me estaba dando la espalda de nuevo, dio la vuelta en un salto y con ojos esperanzados casi gritó en un torbellino de palabras:

—¡Lo necesito para sacar a mi madre! ¡Está encerrada y no lo puedo romper! ¿Tenés uno?

Eso me preocupó, y estúpidamente miré a mí alrededor  esperando ver a la mujer atrapada quien sabe donde.

—¿Tu mamá está encerrada? Vamos a tu casa y te ayudo a sacarla—.Le dije con urgencia, pensando que tal vez no fuera solo un problema de cerrajería—. ¡Dale! –Apuré al ver que se quedaba parado.

—Es que vivo lejos. Y además ella no está en casa.

—Entonces mostrame donde está y la sacamos.

El niño me miró durante unos segundos. No se si pensando en si podía confiar en mí o decidiendo si era un trabajo que prefería hacer solo. Al fin, alargó su brazo y me mostró una pelota que tenía en la mano. Brillosa y no más grande que una de tenis. La agarré, solo para saber que seguía. Cuando la miré, una brisa que se levantó inesperadamente, desnudó un poco más las ramas de los árboles, provocando una leve lluvia de hojas secas. Era una bola de cristal, de esas que adentro tienen bailarinas, animalitos o el trineo de Papá Noel. Esta tenía una casa muy sencilla con nieve alrededor. La agité y comenzó una ventisca en su interior. Lo miré a los ojos, seguro de encontrar un dejo de burla en ellos. No fue así. Con disimulo, busqué más niños escondidos tras alguna planta o en los jardines, prontos para reírse de la broma. Nadie.

—Es muy linda —le dije—, pero te pregunté donde está tu mamá.

No contestó. Muy serio, levantó un dedo señalando la bola.

No supe que decir. Era imposible para un niño de su edad mantener tanto rato una farsa. Sentía su mirada impaciente, esperanzada.

—¿Quién te dijo que tu mamá está acá adentro?— Pregunté al fin.

—Me lo dijo mi abuela cuando mi madre se fue. Me dijo que a ella le gustaba la nieve y como nunca la había visto, estaba ahí— contestó señalando la bola otra vez—. Que un día me iba a venir a buscar para que yo también conociera la nieve. Pero yo no quiero conocerla, me dijeron que es muy fría. Lo único que quiero es que vuelva—. Terminó casi con lágrimas en los ojos.

—¿Cuánto hace qué… está aquí? —Le pregunté mientras me agachaba para que estuviéramos a la misma altura.

—Desde que yo era muy chico.

Se me hizo un nudo en la garganta al no saber que decirle, que hacer.

—¿Cómo te llamás?

—Germán. —Me contestó en un susurro.

—Bueno, Germán. Vamos a hacer una cosa. Yo voy corriendo hasta el supermercado, cuando vuelva, vamos hasta mi casa y te presto un martillo. ¿Te parece bien? ¿Me esperás acá?

Asintió con la cabeza.

Me apuré para llegar antes que cerraran. Hice las compras e inicié el regreso. Quería ayudarlo, pero confieso que deseaba que ya no estuviera allí. ¿Cuánto tardaría en entender que su madre no volvería? Maldije a su abuela por haber inventado semejante historia. Enlentecí el paso. Tal vez para disfrutar la noche, tal vez para tardar un poco más.

Cuando llegué a la esquina, la misma penumbra producida por las pocas luces que se filtraban por entre las ramas de los árboles le daba al lugar un aspecto tan irreal como la historia que me había contado el chico. A medida que me iba acercando lo buscaba con la mirada. Me detuve en el lugar donde habíamos hablado y grité su nombre un par de veces. Se había ido. Reinicié mi camino, cuando sentí el clásico sonido de vidrios quebrándose bajo mis pies. Bajé la mirada. En medio de un charco de agua, los trozos destrozados de la bola de vidrio descansaban junto a una piedra. Más adelante, las huellas del calzado deportivo del niño se alejaban junto a las típicas marcas de unos zapatos de tacón. Comencé a correr tras las pisadas, pero me detuve. El perfume dulce e inconfundible de La Reina de la Noche se adueñaba del ambiente traído por una brisa tibia, acariciadora. El recuerdo de unas palabras que una vieja vecina no se cansaba de repetir, vino a mi mente quien sabe por qué. Cada vez que sentía este aroma, la mujer se ponía feliz y decía a todo el que la quisiera escuchar: “Hay que aprovechar, hoy los deseos se harán realidad. Pero solo si crees en ellos”


2 comentarios:

  1. “Hay que aprovechar, hoy los deseos se harán realidad. Pero solo si crees en ellos”

    Tomaré nota. Un beso

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  2. Preciosa historia que anima a creer en la magia de los deseos. Un abrazo

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