miércoles, 5 de febrero de 2014

Bajo la lluvia



Cuando entré en el baño y no vi la bombachita colgando de la canilla de la ducha, supe que se había ido. No entendió que solo necesitaba un lugarcito en su corazón, O no quiso dármelo. No sé. Lo que sí supe es que ese era el último ladrillo que quedaba por caer. El final de una larga temporada de derrumbamiento.

Tuve que  reconocerlo. Necesitaba ayuda. Después de escuchar muchos consejos, inicié un periplo buscando la solución. Así fue como fui a parar a lo de Doña Obdulia, la pitonisa.

Apenas entré en su covacha, un aroma dulzón y conocido me pegó en la cara. La mujer estaba sentada en una mecedora tan vieja como ella. Su pelo, largo y blanco, amarilleaba en los costados y estaba sujeto por una vincha que tenía como adorno unas plumas de marabú. En una de sus manos, un matamoscas esperaba alerta. En la otra, un porro a medio consumir. Sin siquiera mirarme, agarró un mazo de cartas y comenzó a barajarlas como un tahúr. Después de hacerme cortar tres veces, empezó a desparramarlas sobre la mesa. Al principio con rapidez, pero a medida que las iba viendo lo hacía con más cuidado mientras murmuraba sobre la gravedad de mis problemas. Cuando me miró, parecía un médico anunciándole al paciente lo poco que le quedaba de vida. Escribió una lista interminable de cosas que necesitaba para hacerme un gualicho salvador.

Cuando salí ya era noche y decidí caminar. Me detuve y saqué la lista de mi bolsillo. Las gotas  de una lluvia repentina comenzaron a borronear las letras. Hice una pelota con el papel y lo tiré lejos. Había recordado el mejor de los consejos. Mientras me reía a carcajadas me puse a bailar, como un loco, bajo la lluvia.


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