La noche se despertaba
con un bostezo de nubes grises, amenazantes. El viento que trepaba por la
escollera y recorría la calle Sarandí de
punta a punta, traía olor a temporal. La Ciudad Vieja, lentamente, se iba
vistiendo de soledad.
Corté por la Plaza
Zabala, una vuelta aquí, otra más allá y llegué a la rambla. A la portuaria. A
la que tiene olor a salitre mezclado con aceite, a esa donde los mástiles y las
grúas parecen clavarse en el cielo. El tiempo me había cambiado algunas costumbres,
pero el camino era el mismo.
Buscaba la iglesia. La
verdadera. El lugar en que los hombres se confiesan si tener que arrodillarse a
pedir perdón.
El boliche se llamaba “El
perro que fuma”.
Era un lugar muy chico
donde el tiempo se había estancado. El mismo mostrador, las mismas mesas. La
misma mugre. No, la misma, no. La suciedad se renovaba día a día. Se pegaba
contra la grasa que volaba de los chorizos al vino blanco formando capas que si
alguien se atrevía a cortar, revelaría la verdadera edad del lugar. Las paredes
revestidas de madera torneada y en un tiempo lustrosa, estaban atiborradas de
fotografías, algunas enmarcadas, otras, simplemente clavadas con tachuelas que
lentamente contagiaban su óxido al papel.
Entré y pedí lo mismo de
siempre. A mi lado, sentado un taburete por medio, la cabeza de un hombre, apenas
sobresalía de entre unos hombros flacos y huesudos. Los codos apoyados en la barra
y la espalda muy arqueada formaban una “S” casi perfecta con las piernas que
parecían anudadas al asiento. Sus dedos jugueteaban con una caja de cigarrillos
con desidia. Frente a él, un vaso gritaba que lo volvieran a llenar. El Ramón.
El Ramón había sido un
dandy. Un jailaife.
De muy joven se había
chocado con la muerte de sus padres y con toda la guita que le dejaron. Tanta
que no precisó laburar. Nunca. Alguna vez había intentado algún negocio. Una
sastrería, pero de las buenas. Un biógrafo y parte de un teatro. Las fundió a
todas.
Las mejores pilchas, los
autos más caros y viajes a Europa en transatlántico eran cosas de todos los
días
Cuentan los viejos que en
la sastrería conoció a Leguizamo y por su intermedio, a El Mago. Se hicieron
amigos y pronto Carlitos le contagió su gusto por los pingos y la noche.
Arrabaleaba las madrugadas de
piringundín en piringundín. Escabiando lo que le pusieran adelante. Rascaba un
poco la guitarra y de vez en cuando, se cantaba unos tangos con aquella voz de
caño que les encantaba a las minas. Cada noche se iba con alguna. Cualquiera.
Desde la yira más barata hasta las de nariz para arriba de alta sociedad que
caían como pejerreyes, encandiladas por su labia y el misterio, que sin querer,
su propio entorno le había creado.
Amigos, futuro. Amores de película. Parecía que no había penas ni olvidos. Que
nada malo podía pasar. Ya de adulto conoció a la Nelly, una pendeja con el culo
lleno de papelitos y un par de tetas que parecían tener vida propia. La Nelly
le borró de un plumazo todos los berretines. Él, que decía que nunca iba a caer
en las garras de ninguna ninfa, con ella, se encajetó tanto, que la minita hizo
con él lo que quiso.
De repente, las promesas
se empezaron a perder entre excusas. Los corazones que aparecían sobre vidrios
empañados se transformaron en dibujos tan huecos como las palabras. En una
costumbre insulsa.
Hasta que la Nelly se
fue. Así, sin aviso, cautivada por un galancito más joven y con más guita que
él.
La fiesta se le había terminado, y las últimas
bombitas de colores se perdían entre los reflejos de la madrugada temprana. Fue
el final de aquel cielo lleno de ángeles y santos de mirada perdida y sonrisa
piadosa que el Ramón creía que nunca lo iban a dejar de a pie.
Después de eso, la
bohemia. El desinterés.
Se juntó con poetas
muertos de hambre, pintores prontos para el exilio y cantores de tango. A todos
los ayudó con sus proyectos sin importar cuánto costaran.
De a poco se fue alejando
de sus lugares habituales. Hasta que desapareció por años metido quién sabe en
qué agujero, tal vez pensando en lo que tuvo.
Ahora, reenganchado en noventa
y nueve y casi sin equipaje, viene todas las noches a mamarse hasta las patas,
acá, o en El Hacha, o en El Yacaré. En el primer bar que encuentre en su
periplo interminable.
Le mandé una copa. Me
miró y antes de tomársela de un buche, dijo con la lengua atragantada: La
penúltima.
Lentamente desanudó sus pies
y se levantó. Al pasar murmuró un hasta mañana. El bolichero le preguntó si
estaba bien. El viejo se detuvo y sin mirarlo le hizo el cuatro. Tembloroso,
inestable, pero un cuatro al fin.
Afuera, el cielo tronaba dispuesto
a descargarse de un momento a otro. El Ramón ni siquiera miró hacia arriba al
salir. No había ningún motivo para hacerlo.
El último santo hacía
tiempo que ya había caído.
Fotografía de Flo Alvarez Rojas.
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