miércoles, 18 de febrero de 2015

Amaneceres, despertares y noches oscuras

Vivir en el campo puede hacer cambiar la perspectiva de muchas cosas. La soledad, el cambio de horarios y las rutinas, al principio, se sienten. Muy pronto comenzamos a aprender, más por nuestros errores que por los aciertos.
Yo trato de sacarle el mayor provecho al tambo. Uno de mis planes a futuro es empezar a hacer quesos. De varios tipos. Pero para eso, falta.
En la otra parte del terreno, Mercedes, se dedica a las flores. Planta amapolas. Amapolas blancas y azules. Después de preparar el suelo, había esparcido las semillas de forma caprichosa. Dibujando en la tierra curvas que se perdían entre ellas, una y otra vez.
En el centro, la casa y, unos metros más allá, una elevación semejante a una colina. Pero una colina de juguete, pequeña y caprichosa. Casi como ella.
La llamamos El Observatorio.

Hacía mucho calor y entré en la casa. Por una ventana la pude ver caminando entre las curvas floridas. Su capelina roja resaltaba entre las flores.
Preparé una limonada. Le agregué hojas de menta y mucho hielo. Serví dos vasos y fui hacia ella.
Estaba de espaldas con los brazos en jarra mirando unas hierbas que crecían donde no debían. Las piernas levemente separadas, terminaban en sus botas y comenzaban en su culo orgulloso y desafiante solo cubierto por unos jeans cortados. Cuando me escuchó, se dio la vuelta y una sonrisa se dibujó en su cara al descubrir que la admiraba. El sudor le había pegado la camiseta a la piel y sus pezones me miraban desafiantes.
Esa tarde subimos al observatorio.



Frente a nosotros el sol iba pintando el cielo de rojos, naranjas y amarillos. Detrás nuestro, todos los tonos del azul hacían el contrapunto. Pasamos horas charlando mientras miles de estrellas se desperezaban encima.
—Ahora vuelvo —me dijo.
Puse mis manos detrás de la cabeza y me dediqué a mirar el cielo mientras la esperaba.
Alfa Centauro, las Tres Marías, La Cruz del Sur señalando decidida el punto cardinal...
Sentí un ruido y vi su silueta trepar por la colina. Se recortaba entre las pinceladas del lienzo de flores. Dije su nombre para guiarla en la oscuridad. Traía una manta sobre sus hombros y una botella y dos copas en las manos.
Sirvió en las copas el vino tinto y se acostó a mi lado. Bajo la manta que la cubría, su cuerpo desnudo decía el mío. Nos besamos. Muy pronto se subió encima de mí y su luna apareció en mi horizonte. La besé y lamí como si ella fuera la de Méliès y yo la nave que invadía ese sitio tan deseado.
Las estrellas nos rodeaban, parecíamos flotar entre ellas. Algunas nos rozaban dejando sobre nosotros su rastro efímero. Intangible. Nos iluminaban con su brillo y nos hacían parte de su universo. El tiempo se detuvo hasta que nuestros gritos terminantes nos volvieron a la realidad. A la exquisita realidad.
Nos quedamos allí, abrazados, por no sé cuánto tiempo.

Al fin decidimos volver a la casa.
En el camino, unos metros antes de llegar, se detuvo como si hubiera recordado algo y me dijo:
—Esta noche debemos poner el despertador.
La miré sorprendido por esas palabras.
—Es que se murió el gallo…










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