viernes, 20 de febrero de 2015

Cinco minutos más los descuentos

Siempre pensé que el sonido de los tapones pegando contra el piso nos daba un tono afeminado. Me imaginaba que éramos un batallón de putas de piernas musculosas y peludas que iban a entrar a una orgía en la que tal vez, nos rompieran el orto.
O no. Nunca se sabía.
La luz que entraba por la boca del túnel, jugaba con los peinados raros de los que iban adelante y marcaba el camino en penumbra cómo un útero en el que nacíamos domingo tras domingo.
Enfrente de nosotros, el líder del campeonato. Sueldos al día, concentración con TV cable, autos último modelo.

Nosotros peleando el descenso. Casi que jugando por la camiseta.
La cancha llena. Todos esperando la goleada. Festejando por adelantado. Rugiendo.
Una papita.
Movieron.
Yo soy un cinco, cinco. A la antigua. Fierrero, duro y aguantador. De los que chamuyan a los rivales. Como a este diez que se me venía con la globa atada. Es chiquito. Joven y muy habilidoso.
Lo esperé parado. Con las piernas abiertas y el lomo agachado. Seguro que se la sacaba. El botija encaró para la derecha y me tiré. Con todo. No había llegado al pasto, que el muy hijo de puta ya se me había ido por la izquierda.
Gol.
—¡Dije que siempre amaga pa’ un lado y se va pal’ otro! —me gritaba el DT, como un desaforado casi adentro de la cancha.


En la vida, sí. Me la pasaban por los caños. Me la jopeaban. Tardaba en caer sintiendo el olor a cuero que me pasaba por la cara. Me estiraba, trataba de que mi cabeza se alargara y así, aunque sea, poder peinarla. Pero no. Caía cuan largo era golpeando mi espalda contra el piso.
Una y otra vez.
Siempre me comía los amagues. Los del amor. Los de que todo parecía mejorar. Los del pase a Italia… Me los comía todos. En dos panes.
Acá no.

Me arrimé a la línea de cal y mientras tomaba agua le dije mirándolo a los ojos: No me grités más. Si no te gusta, sacáme. Pero los grititos, metételos en el culo.
La siguiente que me crucé con el pendejo la toqué afuera. Lo dejé sin pelota con total limpieza. Gil, le dije. Me miró y una sonrisita sobradora se le dibujó en la cara.
Eso me calentaba más que si me putearan. O me escupieran.
Sacaron el “oubal” y la pidió. Como un desesperado. Levantó la cabeza y encaró para donde estaba yo haciendo firuletes. Eludió al jás derecho que se le había cruzado y a Marito, el ocho, lo dejó parado. Se entre paró en la carrera y sin saber cómo, me pasó como una flecha. Gil, escuché mientras pasaba.
Lo corrí y lo corrí y con lo último que me quedaba, le encajé un guadañazo de atrás.
Voló afuera de la cancha junto con un zapato y la canillera. Se quedó dando vueltas en el suelo mientras gritaba como una nena. Enseguida levanté el brazo reconociendo la falta.
Amarilla.
Me arrimé hacia el herido y mientras le tocaba la cabeza en señal de disculpa, le dije bajito que la próxima le iba a partir la gamba en cuatro. El muy idiota me insultó a los gritos.
Amarilla.
Rengueando, corrió como un loco a increpar al árbitro.
Doble amarilla. Pa’ fuera. Le gritó el hombre de negro.


Una vez me encontré con un periodista en una librería. El tipo me miró sorprendido. No pensé que fueras lector, me dijo. ¿No pensaste que fuera lector o que supiera leer? Solo pensé, mientras lo saludaba con un gesto.
Nunca había estado muy seguro de qué hubiera sido mejor. ¿Ser un tipo duro en la vida? ¿O un señorito en la cancha?
¿No comerme una afuera y ponérsela de rabona en la cabeza al nueve? No sé. Eso sonaba a mentira. A mentira linda. Pero mentira.


Gol.
Empatamos al final del primer tiempo.
La segunda mitad empezó pareja. Con los dos como esperando.


Cuando empezaba un partido, siempre me hacía pensar en el amanecer. Esa hora en que sin importar qué pasó ayer, espero esperanzado lo que va a venir. Me imagino cosas. Un ligero cosquilleo en la barriga me hace sentir bien.
Después, a medida que las horas van pasando, caigo en lo de siempre. En la misma mierda de siempre y me pregunto en cuánto falta para el otro día para pensar que va a ser diferente.


Con un jugador menos, ya no eran tan superiores a nosotros. Con algún cambio ofensivo, podríamos ganar.
Faltaban pocos minutos y seguíamos en la misma. Miré para afuera. Al banco. Cuando el DT me miró, encogí los hombros y abrí los brazos. ¿Y…? le grité.
Eso pareció hacerlo reaccionar. Miró a los suplentes y dos se levantaron muy rápido.
Faltaban cinco más los descuentos cuando miré el reloj. Si metíamos, les podíamos ganar. Eso me dio fuerzas. Me llenó de entusiasmo y empecé a arengar a mis compañeros cada vez con más ganas.
Sacó a los dos delanteros.
¡Hay que cuidar el empate! Terminó gritando a todo pulmón.
En el vestuario estaban todos felices. Se abrazaban y cantaban como si fuéramos campeones.
Fui el primero en salir. El periodista de la librería esperaba con un micrófono en la mano.
“Estoy harto de cuidar el empate. En la cancha y en la vida. Estoy podrido de la cobardía, de ese “triunfo” que parece ser el no perder. Me tienen los huevos caídos los cobardes que no se juegan por nada…” podría haber declarado.
“Dejamos todo en la cancha y estoy feliz por el club y mis compañeros” dije mientras me iba apurado para mi casa.
A la puta soledad de mi casa.




2 comentarios:

  1. Buenisimo Vampiro, realmente me gustó muchisimo.- Pepe

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  2. Muchas gracias, Pepe. Sabés que me alegra mucho.

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