lunes, 25 de enero de 2016

Revisitando Casablanca



El viento que unas cuadras más abajo, del lado de la rambla donde salía el sol, hacía sentir su enojo, llegaba calmo, como si en el camino hubiera pensado mejor las cosas, traía olores lejanos que Samuel sentía como caricias. A mar de fondo y tempestades; a peces vivos y a peces muertos. A cielo cubierto de nubes y a aceite quemado y combustible listo para hacerlo.

A bizcochos calientes, a tuco recién hecho.

A puerto, mar y ciudad.

Allí estaba el Casa Blanca.





Sus dedos gruesos, dibujaban arabescos en el aire. Golpeaban secos, terminantes. Se elevaban lentamente y se detenían de improviso. Dirigían violines, bandoneón y contrabajo que obedecían cada uno de sus gestos ciegamente mientras él acariciaba las teclas blancas y negras de su piano.

De vez en cuando, sorbía un café muy cargado sin notar que se enfriaba y con su mano libre, escribía en un pentagrama dibujado con un lápiz azul sobre una servilleta de bordes troquelados y el nombre Casa Blanca escrito con letras doradas, la música que sonaba en su cabeza. Solo en ella.



Tirás monedas

de espalda a la fuente

pidiendo deseos

Que sabés, no se cumplirán



La lluvia te moja

Te pega, te ahoga

Y sentís de repente

Que nada es verdad



Junás el espejo

Y ves a un gilastro

De suelas gastadas

De arrugas marcadas



Que sigue esperando

Sonriendo y cantando

De veras llorando

Alguna señal



El telón se cierra

Las luces se apagan

La noche te traga

Sin sentir piedad…



La noche había sido solo una más. De tejes y manejes; de amoríos casuales y curdas con nombre. De amistad. De soledad.

Había cantado su tango. Al fin se había decidido a hacerlo y los aplausos habían sido una buena señal, pero al decir la última estrofa, comprendió su error.

—Me encantó, Samuel, pero por favor, no la vuelvas a tocar…

Eso fue todo. No fue necesaria una disculpa, una explicación.



Cuando Samuel cerró la puerta, Ricardo estaba sentado en la barra con la cabeza tragada por los hombros, bajó del taburete en el que había pasado horas casi sin hablar y se acercó a la ventana. La noche había terminado llevándose cada una de las estrellas, a la luna y a esa luz amarillenta y giratoria que parecía haber dejado algo de su vida reflejando rayos y chispas ámbares, turquesas y añiles sobre las paredes, los cuadros mal pintados y los vasos a medio llenar. Recuerdos de lugares imprecisos y palabras cegadoras casi perdidos. Siempre encontrados.

—Antes de que todo pasara, ¿dónde estabas…? ¿Recordás quién eras?

Un tren que no se detiene; una playa de sol eterno y noches sin luna.

Un sombrero que vuela perdido

Una mirada. Una sola mirada.



El humo del cigarrillo cubrió sus ojos y en su cabeza, los primeros acordes del tango, sonaron con claridad. Ricardo, lentamente y casi sin darse cuenta, se sacó la ropa y así, desnudo, comenzó a bailar. Con pasos torpes, inventando firuletes. Sosteniéndola con firmeza, los dedos mezclados en su pelo, saboreando su aroma. Sintiendo su mano en la espalda. Acariciadora. De uñas rasgando.

Se detuvo unos instantes de ojos cerrados, de cabeza gacha.

De lucidez cruel.

—Ni siquiera tenemos un París…

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