El viento que
unas cuadras más abajo, del lado de la rambla donde salía el sol, hacía sentir
su enojo, llegaba calmo, como si en el camino hubiera pensado mejor las cosas,
traía olores lejanos que Samuel sentía como caricias. A mar de fondo y
tempestades; a peces vivos y a peces muertos. A cielo cubierto de nubes y a
aceite quemado y combustible listo para hacerlo.
A bizcochos
calientes, a tuco recién hecho.
A puerto, mar y
ciudad.
Allí estaba el
Casa Blanca.
Sus dedos
gruesos, dibujaban arabescos en el aire. Golpeaban secos, terminantes. Se
elevaban lentamente y se detenían de improviso. Dirigían violines, bandoneón y
contrabajo que obedecían cada uno de sus gestos ciegamente mientras él acariciaba
las teclas blancas y negras de su piano.
De vez en cuando, sorbía un café muy cargado sin notar que
se enfriaba y con su mano libre, escribía en un pentagrama dibujado con un
lápiz azul sobre una servilleta de bordes troquelados y el nombre Casa Blanca
escrito con letras doradas, la música que sonaba en su cabeza. Solo en ella.
Tirás monedas
de espalda a la fuente
pidiendo deseos
Que sabés, no se cumplirán
La lluvia te moja
Te pega, te ahoga
Y sentís de repente
Que nada es verdad
Junás el espejo
Y ves a un gilastro
De suelas gastadas
De arrugas marcadas
Que sigue esperando
Sonriendo y cantando
De veras llorando
Alguna señal
El telón se cierra
Las luces se apagan
La noche te traga
Sin sentir piedad…
La noche había sido solo una más. De tejes y manejes; de
amoríos casuales y curdas con nombre. De amistad. De soledad.
Había cantado su tango. Al fin se había decidido a hacerlo y
los aplausos habían sido una buena señal, pero al decir la última estrofa,
comprendió su error.
—Me encantó, Samuel, pero por favor, no la vuelvas a tocar…
Eso fue todo. No fue necesaria una disculpa, una explicación.
Cuando Samuel cerró
la puerta, Ricardo estaba sentado en la barra con la cabeza tragada por los
hombros, bajó del taburete en el que había pasado horas casi sin hablar y se
acercó a la ventana. La noche había terminado llevándose cada una de las
estrellas, a la luna y a esa luz amarillenta y giratoria que parecía haber
dejado algo de su vida reflejando rayos y chispas ámbares, turquesas y añiles sobre
las paredes, los cuadros mal pintados y los vasos a medio llenar. Recuerdos de
lugares imprecisos y palabras cegadoras casi perdidos. Siempre encontrados.
—Antes de que todo pasara, ¿dónde estabas…?
¿Recordás quién eras?
Un tren que no se detiene; una playa de sol
eterno y noches sin luna.
Un sombrero que vuela perdido
Una mirada. Una sola mirada.
El humo del
cigarrillo cubrió sus ojos y en su cabeza, los primeros acordes del tango,
sonaron con claridad. Ricardo, lentamente y casi sin darse cuenta, se sacó la
ropa y así, desnudo, comenzó a bailar. Con pasos torpes, inventando firuletes.
Sosteniéndola con firmeza, los dedos mezclados en su pelo, saboreando su aroma.
Sintiendo su mano en la espalda. Acariciadora. De uñas rasgando.
Se detuvo unos
instantes de ojos cerrados, de cabeza gacha.
De lucidez
cruel.
—Ni siquiera
tenemos un París…
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