Su mirada lánguida, parecía perdida
en quién sabe que confín de sus pensamientos, tamborileaba sobre el volante
lentamente al son de una melodía que solo ella escuchaba. Tal vez cantaba sobre
un escenario donde el plateado y el negro resaltaban su figura alta,
estilizada, solo iluminada por un foco que destacaba su belleza en la penumbra
del lugar.
Esperá y todo va a solucionarse,
dijo un amigo al que me animé a contarle que nuestra relación parecía
terminarse. Resiliencia, sentenció el puto sicólogo y su perorata absurda como
solución.
Caminé los pocos metros que me
separaban del auto y entré. Sentí que sus ojos me regalaban una mirada
silenciosa que no devolví, sabedor de que ellos eran una trampa en la que no
dejaba de caer. Eran una puerta de entrada a sus pensamientos, pero cerrada.
Solo dije: Vamos
Pronto dejamos atrás la ciudad y
nos zambullimos en la negrura de la carretera, las luces rompían por unos
instantes la intimidad de los árboles dormidos que marcaban la ruta.
Tomaba la palanca de cambio con
firmeza y eso me permitía sentir su piel rozando mi brazo y el calor que él
emanaba, me hacía vibrar.
—¿No me vas a hablar?— dijo sin
sacar sus ojos de la carretera.
Al fin me atreví a mirarla. Miré la
pierna que escapaba generosa por el tajo de su vestido y el perfil de su
rostro.
—Sé que no te hace gracia ir a la
fiesta por un compromiso. Fingir que estamos bien…
—Ya estamos cerca —dije volviendo a
mirar la ruta— y fingir, ¿no lo hicimos siempre? Estás muy linda como para no
ir.
—Nunca fingí…
El silencio volvió a adueñarse del
viaje y la velocidad a bajar.
—Podemos hacer otra cosa.
—¿Cómo qué?
Solo señaló un cartel que decía:
Hotel a 500 metros
Quise gritar que sí, que nos
olvidáramos de todo. Darnos otra oportunidad. Solo yo sabía cómo la deseaba,
cómo quería recomponer lo perdido, pero ¿y lo demás…? ¿Podríamos olvidarlo? No creía en segundas
oportunidades, en volver a unir los pedazos…
El cartel ya estaba lejos
Solo dije:
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