martes, 15 de enero de 2013

CAUSA Y EFECTO 1 de 3




1

Ya no sentía los golpes. Era como si alguien me hubiera anestesiado la carne, porque mi espíritu ya era incapaz de sentir. La luz de la lámpara me tenía cegado. La luz, y la sangre que se escurría, no estaba seguro, si de las cejas o de los párpados. Siempre me pregunté si era verdad que los policías usaban ese método. Lo era. Seguramente para que el que recibía los golpes no pudiera estar seguro de quién se lo había dado, o para hacerle morisquetas mientras contenían la risa, o tal vez para besarse entre ellos. No lo sé. Ni me interesaba.
—Dale, decinos de una vez por todas por qué los mataste. —Me dijo una voz nueva, tranquila. No lo había escuchado entrar, y no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí.
—Lo maté a él. Si no lo hubiera hecho, el muerto sería yo. La chica estaba agonizando cuando llegué. ¿Cuántas veces tengo que decirlo…? —Un nuevo golpe, pero esta vez con la mano abierta, me dio vuelta la cara. Enseguida la voz nueva volvió a hablar:
—Me importa un carajo cuántas veces lo hayas dicho. Quiero que me cuentes todo desde el principio sin omitir nada, ni un detalle. Tengo todo el tiempo del mundo… —escuché el clásico sonido de un encendedor, y un cigarrillo fue introducido torpemente en mis labios. Aspiré profundamente, y agradecido empecé a repetir la historia.
—Cuando me desperté, la chica no estaba. Bajé al… —Un golpe sobre la mesa me interrumpió.
—¿Qué parte de “desde el principio” no entendés? Quiero saberlo todo.
Estaba cansado. Realmente cansado. Quería que todo esto terminara de una buena vez, así que volví a empezar la historia como quería el “nuevo”. Desde el principio.
—Todo comenzó cuando recibí la visita de sus padres en mi oficina. Su nombre era Laura y hacía dos años se había escapado de su casa solo con un bolso y un novio al que la rebeldía solo le duró una semana. Cuando se acabó el dinero que llevaban, también se le acabó el amor y la dejó tirada, abandonada a su suerte. Por supuesto, ellos hicieron la denuncia, pero cuando la policía la encontró ya era mayor de edad y nadie podía obligarla a regresar. Sus padres querían que la ubicara y tratara de convencerla, para ello no solo me pagaron por adelantado mi tarifa, en este caso doble por tener que viajar, sino que me dieron una carta para usarla como último recurso. No fue muy difícil saber de ella. Lo bueno de tener algún amigo en la policía es que podés pedirle un favor. Lo malo es que siempre tenés que devolverlo. ¿Por qué no lo llaman?, su nombre es Gutiérrez.
—Seguí.
—La chica estaba fichada por prostitución y trabajaba en la zona del puerto, Sea Shell era el nombre del último cabaret donde se había desempeñado, y donde seguramente lo seguía haciendo. Hacia allí me dirigí.
No me costó mucho trabajo encontrar el lugar, el letrero, una concha marina de la que emergía una pulposa chica, aún apagado, dominaba la calle. Detuve el auto para leer un cartel pegado en la puerta y escrito a mano con letras de gran tamaño. Avisaba que abrían a las diez de la noche. Tenía tiempo para comer algo, tal vez la espera fuese larga y no me seducía la idea de hacerla con el estómago vacío. Casi frente al bar había un hotel. Estaba cansado por el viaje y deseaba darme una ducha, además, si conseguía la habitación correcta, sería un excelente lugar de vigilancia. Después de comer di la vuelta a la manzana, estacioné un poco antes de llegar a la esquina, y me dirigí hacia allí.
2
Hay hoteles que cuando entrás, notás señales de antiguo esplendor en los techos, en su mobiliario, o hasta en alguna alfombra que vencida por el tiempo, aún demuestra señales de dignidad. Éste, no. Había nacido pocilga y al parecer su propietario, se esforzaba para que cada día lo fuera más. Las paredes descascaradas mostraban los diferentes matices que se habían usado a lo largo de su historia, una verdadera carta de colores contaba la historia del lugar hasta llegar al rosado actual. Un rosado tan sucio como el piso de baldosas y como los muebles, baratos y de mal gusto que vanamente intentaban decorar el hall que era de gran tamaño y solo tenía tres sillones y una mesita. El techo alto, abovedado, y la escalera que seguramente era de buena madera, tenía unos remiendos que más que asegurarla, daban miedo de pisar. Increíblemente, el lugar estaba fresco. Afuera continuaba el calor húmedo y agobiante que no me dejaba respirar correctamente. Era uno de esos días en que dejar de fumar me parecía la mejor opción. Sin embargo al entrar al lugar, lo primero que hice fue detenerme y encender un cigarrillo. La única luz encendida era la que estaba sobre el mostrador de la recepción dándole un aspecto más deprimente del que ya tenía.
Hacia allí me dirigí. El lugar parecía desierto. Busqué sobre la barra algún timbre o algo para llamar la atención del portero, pero sobre ella solo había inscripciones y dibujos rasgados en la madera, alguno de ellos, graciosamente pornográficos. Golpeé mis manos y dije en voz alta:
—¡Buenas tardes!
Un gruñido detrás de mí, me hizo dar la vuelta. De uno de los sillones, una figura gruesa y calva se levantaba lentamente. Cuando terminó de hacerlo me miró, y sin apuro, se dirigió hacia su lugar de trabajo. Solo vestía una camiseta que por lo sucia podría ser el uniforme del hotel, y unos pantaloncitos que parecían calzoncillos. Se paró detrás del mostrador y apoyó ambas manos sobre él sin decir nada.
—Una habitación, por favor.
Lentamente, el empleado dio la vuelta y eligió una llave del tablero.
—Cien por día, pago adelantado. —Contestó secamente, tirándola sobre el mostrador.
—¿Tiene aire acondicionado? —Le pregunté más que nada para molestarlo.
—Algunas habitaciones de éste hotel tienen aire “condicionado”… —Hizo una pausa para que le preguntara que era eso, pero al ver que no lo hacía terminó la frase—. Condicionado al aire que entre por la ventana—. Terminó, riendo de su propio chiste.
—Entonces deme una que tenga ventana —contesté sin inmutarme.
El gordo me miró por unos instantes, y sin siquiera tratar de engañarme volviendo a manipular las llaves, dejó la que ya había agarrado y dijo:
—A la calle cuesta ciento diez.
La tomé y puse sobre el mostrador ciento cincuenta, y sin contestarle me encaminé a las escaleras que había señalado con un gesto de su cabeza. Prefería que me recordara por mi generosidad, y no por no haber festejado su estúpido chiste.
El pasillo era aún más tenebroso que el hall. Encontré mi puerta y la abrí. No me molesté en encender la luz, la que entraba era suficiente. Tiré mi bolso sobre la cama y abrí la ventana. Había tenido suerte, se veía perfectamente la entrada del bar. Me desnudé y me di una ducha fría. Arrimé a la ventana la única silla que había y del bolso saqué una botella de cerveza que había comprado en la cantina donde comí, y la foto de la chica. La miré aunque ya la conocía de memoria. No era que fuera hermosa, pero tenía algo que aún no había podido descifrar que no me permitía apartar mis ojos de ella. Lo único que deseaba era que no hubiera cambiado mucho. Me senté a disfrutar del aire “condicionado” que acariciaba mi cuerpo desnudo y aún mojado. La manzana de enfrente, donde estaba el bar, estaba constituida por edificaciones muy bajas. A la siguiente empezaba el puerto, y más allá de éste, al otro lado de la bahía una gran cadena de edificios se recortaba entre los últimos rojos y azules del atardecer. Rápidamente la noche se los fue tragando, y como si una nube se corriera y permitiera observar las estrellas que estaban detrás, las luces de los apartamentos se fueron encendiendo. Seguramente familias. Parejas que tal vez pensaban en viejos amores imaginando como sería su vida con ellos, criando a sus hijos, cumpliendo horarios, dependiendo de sus obligaciones. Soportando con su mejor cara jefes o familiares que tampoco pudieron elegir, haciendo de la rutina su forma de vida. Es decir… un hogar. El sonido de unas voces provenientes de la calle, me hicieron volver a la realidad y dejar a un lado mis tontas cavilaciones. Prontamente el lugar comenzó a cobrar vida y la fauna que circulaba un piso por debajo, realmente me atrapó.

—Vas bien, pero no filosofes tanto —dijo con tono socarrón el que parecía ser de menos luces.
—Sí… entiendo —contesté—. Si no comprendés el significado de algunas palabras, como calle… o puta, decíme que te las explico.
Ésta vez los golpes me tiraron de la silla, y si sus compañeros no me lo sacan de arriba, difícilmente habría poder seguido hablando.
Después de rezongarlo con palabras que no llegué a escuchar, decidieron levantarme con silla y todo.
—¡Seguí!, ¡pero no te hagas más el inteligente, porque la próxima no lo paramos! —amenazó el “nuevo”.
—No recuerdo por donde iba… —realmente no lo recordaba, y cuando lo dije, instintivamente contraje los músculos esperando los golpes.
—Estabas en el hotel, mirando por la ventana… —me contestaron, milagrosamente, sin violencia.
—… si. Después de un par de horas, dos chicas pasaron por enfrente. Una de ellas, sin duda, era Laura. Estaba distinta a la foto, pero era lógico. Había cambiado su pelo, vestía vaqueros y una camiseta con la banana de Andy Warhol, la del disco de la Velvet, ¿La ubican? —nadie contestó, así que continué—. Y su cuerpo…, su cuerpo también había cambiado. Pero era ella. Esperé un rato más, me vestí y crucé la calle rumbo al cabaret.

1 comentario:

  1. Estupendo relato y blog divino. Con la letra en ese color queda precioso y original.
    Me encanta Hécor, felicidades.
    Un beso
    Daría

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