Fui el primero en salir del velorio. Necesitaba aire fresco
y ver lo que quedaba de sol, pero todavía faltaba lo peor, ir al cementerio y
ver cerrarse la tapa sin poder hacer nada más que dar el último adiós. Estaba tan absorto en mis pensamientos que
cuando reaccioné, vi que quedaba el último coche del cortejo. Me apuré para
llegar, pero la puerta se cerró y el
vehículo arrancó dejándome de a pie. Agité los brazos tratando de que el
conductor me viera, pero fue inútil. Me quedé allí unos minutos pensando que
hacer, pero el alivio de no tener que pasar por ese mal trago, me hizo desistir
de cualquier intento de llegar. Como si eso pudiera evitar lo inevitable. Encendí
un cigarrillo, metí mi mano libre en un bolsillo y empecé a caminar hacia el
bar donde nos reuníamos con mis amigos.
Apenas abrí la puerta los vi sentados en la mesa de siempre,
la del rincón. Sin decir nada, ocupé la silla que estaba vacía. Los miré uno a uno.
A pesar de querer demostrar entereza con una sonrisa, sus ojos delataban las
cicatrices del llanto disimulado. Contaban anécdotas casi sin parar, interrumpiéndose
entre ellos para hacer comentarios que le daban más gracia a la historia. Pero
había algo que me costó entender. Yo era el protagonista de esos cuentos.
Pidieron otra vuelta y cuando la sirvieron, decidieron hacer
un brindis por el amigo que no estaba. Levantaron la copa y todos miraron hacia
la silla que estaba vacía.
Me levanté y lentamente fui dirigiéndome a la puerta sin
poder sacarles la vista de encima. Entre risas, seguían contando historias que
yo ni recordaba. Salí.
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