ESTRELLAS FUGACES
Los primeros días no fueron mal
del todo. Mi hermana me dejaba dormir hasta tarde y luego encargaba a los niños
que me llevaran a recorrer la campiña, mientras ella bajaba al pueblo, a la
consulta del médico con el que trabajaba. Después, por la noche, cuando los
niños se habían ido a dormir, nos sentábamos en el porche para buscar estrellas
fugaces. Solía sacarme boles con fruta troceada, despojos de fruta demasiado
madura que enmascaraba con yogur casero. Hablábamos un rato, sobre todo yo.
Ella se limitaba a escucharme y, a veces, decía que me entendía, pero de eso no
estoy segura. ¿Cómo iba a hacerlo? Ella tenía dos hijos.
Una noche fue ella la que se
volvió habladora. Me dijo que algunas veces se sentía sola.
—Echo de menos a alguien que se
ocupe de los niños, ¿sabes? Pero de modo distinto a cómo se ocupa una mujer.
Cabeceó con un gesto que me
devolvió un recuerdo de ambas, con cinco años, negándonos con tozudez a
ponernos los calcetines de perlé, para desesperación de mi madre.
—Creo que voy a alquilar una
habitación al maestro nuevo. Le gustará dejar la pensión —añadió.
La miré. El único dormitorio
libre era el que estaba ocupando yo ahora. Aquel gesto suyo, la firmeza de su
tono, me confirmaron que era inútil convencerla de no meter en casa a un hombre
casi desconocido.
—Me parece que voy a llamar a
Alfredo para que venga a recogerme —dije—. Quizá podríamos volver a considerar
lo del niño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario