Era solo un día más, un maldito calco de ayer y una
premonición de mañana. La obviedad en mi vida me estaba asustando. Despertador
a las siete, baño y café. Pronto para salir siete veintiocho. Pocas cosas
alteraban mi rutina. Lo más emocionante que me había pasado hoy era darme
cuenta que me había olvidado de comprar papel multiuso, y que en su lugar había
comprado dentífrico que todavía tenía. Salí de mi apartamento dos minutos antes
de lo habitual porque quería evitar a mi pesado vecino y llamé al ascensor.
Como todos los días sentí que paraba en el piso de arriba. Había fallado. Era
Alberto. Y como todos los días desde hace seis meses, igual que una púa que se
apoya en un viejo vinilo el me diría:
—Buen día, ¿a trabajar, no?
—Y sí…
—Un día más para la jubilación…
—Y sí…
Se abrió la puerta y entré mirando al piso. Allí
estaba su silueta apoyada en el espejo. Inmediatamente giré sobre mí mismo y
puse el aparato en marcha. No quería darle chance a que cambiara nuestro
dialogo a algo que me hiciera modificar mis respuestas. La puerta se cerró y
comenzó el breve viaje de diez pisos. Pero había algo diferente a todas las
mañanas. Un agradable y excitante perfume penetro en mi nariz. Y silencio. Gire
lentamente la cabeza para mirar por el rabillo del ojo, y antes de terminar de
hacerlo una encantadora voz femenina me dijo dulcemente:
—Hola, Osvaldo, hacía tiempo que no te veía
No podía dar crédito a mis ojos era Pamela, la vecina
de piso de Alberto, y de la que yo estaba silenciosamente enamorado. ¡Y sabía
mi nombre!
—Buen día, ¿a trabajar, no? —Atiné a decir tontamente.
—Y sí… —contestó bajando la mirada.
Por suerte llegamos a planta baja.
Hum...
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