jueves, 20 de junio de 2013

El blues de Navidad

Ramiro entra al cabaret con una mano en el bolsillo y aire de ganador. Se siente fuerte, invencible. Una sensación nueva que le agrada. El interior del lugar huele a humo de cigarro y alcohol. La música suena  fuerte y hay muy poca luz. Sobre una tarima unas chicas se quitan la ropa lenta y calculadamente. Una de ellas, mirándolo fijamente, le dedica con un gesto la última prenda. Con disimulo, el muchacho le muestra un grueso fajo de billetes. La joven se le acerca gateando y muy quedamente le dice: Esperáme afuera. 
Sale del lugar con una sonrisa en los labios. Se detiene frente al auto, y cuando está por abrir la puerta, es sorprendido por la luz de los focos de varios vehículos que se encienden simultáneamente.
—¡Policía! ¡Entregáte y no te va a pasar nada! —Ladra una voz deformada por un megáfono.
Mira a su alrededor  y comprende que no hay marcha atrás. Súbitamente recuerda las palabras que dijo su madre esa mañana al despedirlo. Debes creer en el milagro de la Navidad. Frase que escuchaba desde niño, todos los años por esta fecha.  Y por primera vez, tontamente la creyó. Sin dudarlo lleva una mano a la cintura y saca el revólver. No llega a usarlo. Varios agujeros de bala arruinan su camisa preferida.

La noche anterior Ramiro, no había podido dormir. Estaba nervioso. A primera hora de la tarde tendría una última entrevista por un  trabajo. Un trabajo de verdad. Por la noche hacía la limpieza en un supermercado, y por la tarde, estudiaba.  Quería salir a como diera lugar de la pobreza en que vivían, él y su madre. Sus pruebas fueron las mejores. Sólo es una breve entrevista personal, y el trabajo  es suyo. Le había dicho una voz en el teléfono. Era diciembre, mes que Ramiro odiaba. Nunca habían podido pasar una nochebuena cómo soñaba su madre, con buenos regalos y una cena apetitosa. Y, por qué no,  hasta una sidra para brindar. Eso se acabó— pensó el joven—.  Ahora, con mi sueldo podremos darnos hermosos regalos, comer lo que queramos y hasta mudarnos a un barrio respetable. 
Abrió el ropero, y sin dudarlo tomó la camisa blanca. La miró, y le sonrió. Sos la única que me hace sentir gente, por lo menos de la cintura para arriba, murmuró. Ramiro tenía una pierna más larga que la otra y usaba una bota ortopédica. Al caminar su rodilla iba hacia un lado y su pié hacia otro, por lo que el mote de el Pata Loca lo acompañaba desde su infancia. 
Puntualmente llegó a la oficina y se presentó a la recepcionista. Casi inmediatamente, una de las puertas se abre, y un  hombre elegantemente vestido lo invita a pasar con una sonrisa. Su semblante cambia al ver venir al Pata Loca moviendo todo su cuerpo para dar un paso, como en una carrera de patín. La puerta, tajante, irrespetuosa,  se cierra en su cara. Sorprendido, mira a la chica que tampoco comprende lo sucedido. Inmediatamente, el teléfono suena en el escritorio y la secretaria escucha atentamente. Luego de eso una lluvia de tontas excusas empapó al joven: Que lo sentimos… que el puesto ya está ocupado…que un terrible malentendido… que lo tendremos en cuenta para el futuro… Nada consuela al Pata Loca, que furioso comienza a gritar. ¡¿Es por qué soy un rengo de mierda que no combina con el color de la alfombra?! ¡Hijos de puta! 
Desesperanzado, y sumido en sus pensamientos, deambula por horas cómo un autómata. De pronto Ramiro se da cuenta que hace rato está parado frente a la vidriera de una armería. Acomoda su camisa y se peina con los dedos antes de entrar. Se interesa por un revólver Colt Phyton pavonado. Majestuoso, irreverente. El armero aprueba su elección, y comienza a explicarle las bondades del arma.
—¿Es muy pesado? —Interrumpe — ¿Puedo sostenerlo?
Apenas lo tiene en la mano, golpea con el arma la cara del dependiente que cae malherido.  Rápidamente pasa al otro lado y toma una caja de balas. Con tranquilidad, camina hacia un auto que se está estacionando. Sin mediar palabra apunta al conductor, sube, y sale a toda velocidad del lugar.  
Luego de eso, un torbellino del que ya no puede salir. El asalto a dos gasolineras y una licorería, señalan el camino que, a sangre y fuego, va dejando a sus espaldas.
Al fin, detiene el auto frente a un cabaret. Pero antes de salir del vehículo,  comienza a escribir  en su teléfono y envía el mensaje que simplemente dice: Feliz Navidad.



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