miércoles, 26 de junio de 2013

El día que murió el carnaval

Obdulio se detuvo en la puerta y miró el cielo. Íntimamente agradeció el vivir en un barrio arrabalero de una ciudad perdida en el mundo. Metió sus manos en los bolsillos y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Solo unas horas atrás, él y sus compañeros se habían consagrado campeones del mundo. 
El Negro Jefe, entró a la cancha enojado. Harto de escuchar gritos y risas de un festejo adelantado. La final es solo una formalidad, escuchó decir en todas las conversaciones. Pero lo que había terminado de molestarle, era el haberse enterado de que los jugadores del seleccionado brasileño habían recibido anticipadamente como premio, un reloj de oro con la inscripción: “Brasil, Campeão do Mundo 1950
Apenas pisar el pasto del Maracaná, el rugido de más de doscientas mil personas retumbó en sus oídos. Era la multitud más grande jamás reunida para presenciar un partido de fútbol y absolutamente todos, alentando al rival.
—¡Los de afuera son de palo! —gritó a sus compañeros, mientras caminaban lentamente al centro del campo.
Cuando esa máquina de jugar al fútbol que era Brasil, hizo el primer gol, El Negro jefe con la pelota bajo el brazo caminó lentamente los cuarenta metros que lo separaban del “linesman” y por un buen rato reclamó por una falta inexistente. Acallada la euforia del estadio, los rostros de los jugadores rivales acostumbrados a golear sin piedad, fueron cambiando su expresión de alegría por un nerviosismo inesperado. Después, dos goles remataron al monstruo.
Uruguay campeón.
Las callecitas de Río de Janeiro estaban vacías. El carnaval previsto para festejar el título estaba muerto, y el velorio se estaba llevando a cabo en la ciudad. Las pocas personas con las que se cruzó, miraban al piso ocultando las lágrimas, la desazón. Sin quererlo, Obdulio comenzó a sentirse culpable de tanta tristeza. Se metió en cuanto cafetín se puso en su camino a tomar con los que habían sido sus rivales, a abrazarse y llorar con ellos como un vencido más. 
Las luces del día lo encontraron sentado en la barra de un tugurio donde había pasado la noche. Al salir, escuchó a un viejo repetir la misma pregunta una, y otra vez
 —¿Qual é o mistério, a magia do seu futebol?
Obdulio se detuvo en la puerta y miró el cielo. Íntimamente agradeció el haber nacido en un barrio arrabalero de una ciudad perdida en el mundo. 


Basado en notas de Eduardo Galeano, publicadas en el libro: “Su majestad, el fútbol”

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