sábado, 16 de noviembre de 2013

Novelistas Invitados Mar Ricote



INDIA

Buscando papel para liarme un cigarro, he encontrado en las cajas decoradas que guardo bajo la mesa el paquete de bidis que Dhara me regaló en la India. Se había sorprendido al ver a una mujer fumando tabaco de liar. Aunque estaba acostumbrado a ver turistas todos los días por su trabajo de conductor y guía, quizá esa imagen no le resultaba conocida.
En Orchha, el lugar más encantador que conocí en aquel viaje, delineado por un río bordeado de piedras planas donde brillaban bajo el sol los saris de colores que tendían las mujeres después de la colada; bajo ese cielo indio lleno de estrellas extrañas, salí del hotel para fumar después de la cena y me aventuré a pasear sola por esas calles oscuras, sin luz artificial, escuchando el rumor del río a pocos metros, disfrutando de aquella tranquilidad casi sobrenatural en un país donde el silencio apenas se oye, y subyugada por el perfil impresionante del templo, sombras cobrizas bañadas de reflejos de la plata de la luna. Si dicen que en la India se percibe espiritualidad, yo solo la sentí en esos pocos minutos, notando el cansancio acumulado de todo el día pero con el corazón tan abierto como no recordaba haberlo tenido en mucho tiempo, en años.
Una voz familiar me sacó de ese momento mágico. Buenas noches, señora. Dhara me saludaba extrañado de encontrarme allí. Vaya, Dhara, hola. Pero si tú también fumas… Se sonrió mientras me enseñaba el bidi a medio consumir. Tabaco indio, no es bueno. Si su piel no hubiera sido tan negra, probablemente habría visto como se ruborizaba al pedirme, casi como si estuviera violando la ley no escrita que impide la familiaridad con los turistas occidentales, si me apetecía un té en un sitio agradable y limpio en la calle comercial.
Paseamos mientras me hablaba de su mujer y sus hijos, de su trabajo, de su casta vaishya… Veía las raíces blancas que asomaban bajo el tinte negro del pelo, los dientes enrojecidos por el paan que seguramente habría masticado después de la cena, mientras caminaba a mi lado con esa elegancia y ligereza inconfundibles, a la distancia adecuado para no resultar inapropiado.
Sentados en una terraza,  iluminada por faroles de papel, oliendo el incienso para espantar a los mosquitos y degustando un té masala fuerte y aromático, observaba a ese hombre indio que me preguntaba sobre las bondades de occidente, sobre las mujeres como yo que reían a carcajadas y cantaban durante los largos trayectos, escandalizado porque le parecía una locura que yo quisiera conducir por esas carreteras llenas de seres vivos y bacheadas hasta la exasperación, bromeando con mi corte de pelo y todavía sin entender el porqué los turistas se empeñaban en visitar el Templo de las Ratas y caminar descalzos sobre las inmundicias pegajosas que alfombraban el suelo en aquel ambiente irrespirable. Me preguntó porqué había salido de allí sonriendo. Porque en el templo, le dije, miré por primera vez a los ojos de tu gente.
Y lo que vi en esos ojos me iluminó. Lo que vi no lo había visto antes en ninguna mirada occidental. Quizá en los niños o en los ancianos. Miradas tranquilas de quien no espera nada. De quien solo vive ese día sin especular, sin anhelos, sin impaciencia. Sin ambición. Miradas llenas de una luz inacabable, infinita, inundadas de estrellas extrañas para mí. Como las del cielo indio. Eso recordaré de la India cuando vuelva a estar en mi casa. No añoraré los cuerpos ardiendo en las piras de Benarés; ni los mármoles blancos ostentosos del Taj Mahal; ni los rickshaws atestados; ni el bullicio constante en las calles; ni el olor del aceite requemado donde se fríen las chapatis o los Fuertes y Palacios majestuosos; ni el trajín de los animales conviviendo codo con codo con los humanos, o la explosión colorista de los saris. Añoraré esas miradas limpias, sin malicia, sin estupor. Esas miradas abiertas y francas, amables, confiadas, que me miraban con curiosidad, acogiéndome, que me hicieron sentir abrazada por una paz que yo tampoco consigo entender. Aceptándome con una confianza ciega en mi bondad.
Cuando nos despedimos días después, antes del amanecer, en el aeropuerto de Delhi, Darha me dio un paquete de bidis. Para ti son buenos, señora, porque entiendes las cosas. Y juntó las manos, inclinó la cabeza y se despidió. Namasté.


 
Mar Ricote Rojas, es española. Madrileña y de Vallecas. Poseedora de un talento innato y de una sensibilidad a flor de piel, esta joven escritora brinda en este relato una visión exquisita, distinta y personal de su pasaje por esa tierra de contrastes.

1 comentario:

  1. Muchas gracias por incluirme en tu blog. Quedó preciosa la foto y la reseña.
    Besos!!!

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