El destino había querido
que nacieran en la misma cuadra del mismo barrio. Allí se conocieron, crecieron
y se casaron.
El mismo destino los hizo
vivir toda su vida en la misma casa.
Todas las tardes de todos
los días, ellos salían a sentarse al porche. Allí veían pasar a sus vecinos.
Llegar a los nuevos y a extrañar a los viejos. Frente a sus ojos pasaban las
estaciones, la vida y los cadáveres de amigos y enemigos.
En verano, cuando las
noches se hacían agradables, miraban moverse a la estrella del sur y pasaban
horas buscando platos voladores.
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