Hacía muchos años que no silbaba esta melodía.
Cuando se grabó en mi cabeza era casi verano y fue en una de
esas noches donde el entusiasmo por la novedad de salir con amigos nos hacía
sentir adultos, audaces. Quedaban pocos
días de clase y en el liceo se había organizado un baile de fin de año.
Al llegar nos sorprendió ver el lugar con luces de colores y
casi en penumbra, como en los bailes de verdad. La noche pasaba divertida entre
bromas y camaradería cuando el gordo Perico me dice al oído, Mirá que Estela te está vichando. Estela
no vino, contesté. ¿A no? ¿Y quién es
esa? replicó señalándola con la mirada.
Era cierto, estaba ahí, pero no la había reconocido. El pelo
suelto y un leve maquillaje que resaltaba sus ojos, la habían convertido en alguien
diferente. La habían convertido en una belleza que me sonreía.
Seguramente mi expresión de sorpresa fue lo que provocó su
sonrisa. Un espontáneo e impensado ¿bailamos? se dibujó en mis labios. Tal vez
a ella le pasó lo mismo cuando asintió con la cabeza.
Pasamos horas bailando, saltando y riendo. Hasta que sorpresivamente,
empezó la música lenta. Nos quedamos parados, mirándonos sin estar muy seguros
de qué hacer. Al fin me acerqué. Ella estiró sus brazos y los pasó alrededor de
mi cuello. La tomé por la cintura y empezamos a bailar. Muy pronto sentí su respiración en mi cuello,
su perfume. La exquisita novedad de nuestros cuerpos pegados. Fue cuando sonaba
esa canción que busqué su boca con la mía
y sin saber muy bien cómo, nuestras lenguas se encontraron. Al principio,
tímidas. Muy pronto, ávidas. Lujuriosas. Con el delicioso e inolvidable sabor
del primer beso.
Cuando llegué a casa todavía era de noche. Pero había salido
el sol.
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