sábado, 24 de mayo de 2014

Norwegian wood




El atardecer se había pintado de un gris plomizo, amenazante, pero la temperatura era agradable. Invitadora para caminar. Adrede, desvié mi camino para cruzar por mi plaza preferida. Lo estaba haciendo tranquilo, sin prisa, cuando llegó, como traída por la brisa, una música sexi. Cadenciosa. Como sólo un saxo puede interpretar. Conocía la melodía pero no me daba cuenta cual era. Me senté en un banco a disfrutar del artista callejero. Comencé a tararear interiormente… ¡Pero claro! ¡Norwegian…
—…Wood! —Me dijo deteniéndose de golpe y agarrándome de un brazo—. Esta es una de mis canciones preferidas.
Trabajábamos juntos; ella era secretaria del directorio, yo, un simple oficinista. Fui un espectador privilegiado de cómo uno a uno, los pretendientes, que aparecían de todas las secciones cuando ingresaba una chica nueva, eran rechazados. A mí, me gustaba demasiado. Tal vez por eso, apenas la saludaba.
Era viernes, se me había acumulado trabajo y decidí terminarlo después de hora. Luego de un buen rato,  por fin había acabado. Fui a buscar mi abrigo, y cuando pasé frente al baño de damas, escuche un sollozo. Me detuve. En el lugar sólo estaba yo y en el piso de abajo el personal de limpieza. Lentamente abrí la puerta y me asomé. Nadie. Ya me iba cuando escuché otro gimoteo. Entré y la vi. Estaba sentada en el suelo abrazando sus piernas, llorando. Le pregunté si estaba enferma. Negó con la cabeza. Mi primer impulso fue el de darme la vuelta e irme, sin embargo, me senté en el piso junto a ella, en silencio. Después de un rato empezó a hablar. Estaba sola en la ciudad. Había dejado en su pueblo familia, novio y amistades. Y ahora comenzaba a sentirlo. Me sentí un chofer de taxi o un peluquero al cual se suele tomar de confesor. Y me gustó.
El lunes todo parecía estar igual, el café matutino, mi lejanía, su aparente fuerte personalidad, el apagado “hasta mañana”. Salí y llovía. Las gotas caían perezosas, calmas. Levanté la mirada y la vi. Estaba parada en la esquina. Hermosa, bajo el paraguas. Por su sonrisa mojada adiviné que me estaba esperando.
Fuimos a un bar de las cercanías. Pronto hablamos como si nos conociéramos de toda la vida. Una tarde, por problemas laborales, yo estaba enojado.
—¿Qué te gustaría hacer para cambiar el humor?
—¿Qué tal correr hasta caer rendidos? —Fue la primer tontería que se me ocurrió.
—¡Pues, vamos¡ —Me dijo iniciando una veloz carrera.
Era una noche de invierno cuando me invitó a su casa. Entre bromas y tonterías comenzamos a besarnos, y sin saber cómo, mi mano se llenó con su sexo húmedo, afiebrado.
—No sé qué haría sin un amigo como vos. —dijo un día.
Tan incontrolable como una borrachera de cerveza. Tan previsible como el posterior vómito.
La plaza estaba vacía. Sólo yo, bajo la lluvia que había empezado a caer. Las gotas, perezosas, juegan con las luces de la calle.
Y me encanta.




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