Daniel había nacido en un ranchito
solitario en el medio de la nada. Los recuerdos de su infancia no eran muchos,
pero uno de ellos dominaba su memoria y aún lo emocionaba: la llegada del
hombre a la luna. La escuela, que era la poseedora del único televisor de la
zona, se había vestido de gala para presenciar el evento. La increíble noticia
de que se iba a poder ver la hazaña en el mismo momento que estaba ocurriendo
era difícil de entender, no solo para los niños. El aparato estaba colocado
frente al pizarrón de la única clase. La maestra había copiado un diagrama de
un diario y escrito los detalles con caligrafía clara y tizas de diferentes
colores. Todos habían sido puntuales, y en la escuela se juntó tanta gente como
en la kermesse de fin de año. Cuando comenzó la transmisión, el asombro se
dibujó en las caras de todos y Daniel, que era el más entusiasmado, al ver el
módulo descendiendo sobre esa tierra gris y árida, se acercó a la ventana y se
puso a mirar el cielo tratando de distinguir la nave.
Daniel miró hacia abajo. El tránsito estaba en
el apogeo de la hora pico y algunos conductores golpeaban las bocinas con
furia. La gente en las paradas se dejaba engullir por los ómnibus empujándose
unos a otros. Cuando el olor de la ciudad comenzó a invadir su oficina, cerró
la ventana y con sus manos en los bolsillos, elevó la mirada. Los edificios que
parecían llegar al cielo, actuaban como un telón de cemento y vidrio. Daniel no
extrañaba los veranos en el arroyo, ni la pelea de las semillas por llegar al
sol, ni el perfume de los tilos.
No.
Extrañaba profundamente el abrir la
ventana y poder ver la luna.
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