El cielo azul se pierde
entre las tres montañas. El valle parece un gran campo de golf. Las casitas
rurales y chalets recién construidos son como recortables pegados en aquel
paisaje. La suave brisa apacigua el calor. Y el placer de poseer un pedazo de
tierra; me lleva a creerme una Scarlett O´Hara. La ocurrencia me arranca una
sonora carcajada; a pesar de que las circunstancias me obligan a vender aquel
terreno.
Observo el balado hecho
por mi abuelo. Lo hizo apilando pedruscos de distintos tamaños y formas hasta
conseguir el ajuste perfecto. Era el modo de
poner los límites de las fincas. Siempre soñé con construir allí una casita
para regalar a mis hijos. Felices recuerdos. No pudo ser, los sueños, a veces, sueños
son.
Los restos de a casa han
sido invadidos por una amalgama de plantas silvestres. Mi abuela tenía plantas
de malvas olorosas, como ella las llamaba, delante de la casa. Le gustaba el
aroma que desprendían y siempre llevaba en el bolsillo unas cuantas que
estrujaba de vez en cuando con las manos. De niña sonsacaba a mi madre
información sobre su padre, para ir modelando la imagen del abuelo que nunca
conocí:
—Mamá ¿Cómo era el
abuelo?
—Papá era un hombre muy
fuerte, y muy rubio, tenía unas manos muy grandes… Qué joven era, 47 años, cuando nos quedamos sin él—Y
en este punto la voz de mi madre adquiría matices de niña—.Un día mamá, muy
nerviosa, me ordeno que recogiera a mis
hermanos y me escondiera con ellos. No regreses hasta que oigas que te llamo
¿Entiendes? Me asusté y comencé a llorar, solo era una niña de siete años. Me
limpió las lágrimas, me beso. Muy hablo en susurros pidiéndome que no tuviera
miedo. Es como jugar al escondite. Llorando comencé a buscar. Al pequeño, un
bebé, lo cargué en brazos. Decidí ir por el camino de los prados, pero a lo lejos
divisé las cabezas de unos caballos y sobre ellos varios guardias civiles. Aterrorizada,
sin saber muy bien el por qué, decidí que nos esconderíamos en el horreo, era
lo más a mano que teníamos y además estaba pegado a la casa. Todavía no sé como
pudimos subir a él. Una vez adentro nos acurrucamos entre el maíz. Desde allí,
entre las rendijas de los tablones, podía controlar lo que sucedía. Mis padres esperaban a aquellos
hombres en la puerta de entrada, y podía
oírlos.
—Escápate—Le suplicó mi
madre.
—Yo no he hecho nada y no
tengo por qué esconderme—Contestó mi
padre.
—¡A ellos le da igual,
vienen a por ti!— Alzó la voz desesperada.
—No buscan a labradores
que viven honradamente y ayudan a los vecinos—Y con estas palabras cortó la
conversación. Mi madre ocultó el rostro con sus manos.
En el horreo, sentí
como el silencio ahogaba el crujir de las hojas secas del maíz. Mis hermanos
aterrorizados me observaban. Puse mi dedo sobre mis labios. Miraron al bebé,
dormía.
El sonido de las
herraduras de los caballos sobre el camino y el roce de las capas ásperas de
los guardias sobre los animales, borro la voz del día. Se apearon muy cerca del horreo. Sentí que me asfixiaba. Sus
cuerpos desprendían olor a sudor rancio y a humedad. Fueron directamente a por
mi padre. Lo sujetaron por los brazos y lo introdujeron en la cuadra. Mi madre daba patadas a los que estaban en la
puerta para que la dejasen entrar. Le dieron un empujón y cayó al suelo, allí se
quedó llorando desesperada.
Mi boca se secó, abracé
a mis hermanos y ajustamos nuestros cuerpos hasta que nos transformamos en un fardo
de maíz. Con el miedo quedamos dormidos. Despertamos con la voz de mi madre, voceaba una y otra vez nuestros nombres. Se
llevó las manos a la cabeza cuando nos vio y nos abrazó tan fuerte que nos hizo
daño, pero nadie se quejó.
Al llegar a este punto
de la historia, a mi madre se le ahogaban las palabras. Yo la abrazaba y la
besaba, pero mi curiosidad era más
fuerte.
—¿Y qué le hicieron al abuelo?
Ella, me miraba y sacudía
la cabeza; después suspiraba, acariciaba mi mejilla diciéndome:
—Fue en otro tiempo, un
tiempo de guerra, ahora ya pasó. Ya te lo conté muchas veces. Lo retuvieron mucho
tiempo en la cuadra y él no llevaba puesto nada de abrigo; pasó frio y pillo
una pulmonía. Murió a los pocos días. Y de esta manera ponía fin a la historia
y a mis preguntas.
Pero crecí y descubrí
la verdad. Falleció por la gravedad de aquella paliza; y de otra que le
propinaron unos días después. Mi abuelo no quiso descubrir los lugares en donde
se escondían los vecinos que se habían ido
a las montañas a causa de la guerra.
Mi abuela viuda y con
cuatro hijos trabajó duramente. Pero esto lo hicieron miles de mujeres. Ella
jamás habló de su dolor, de su rabia. De
la herida que le quedó en el alma para siempre. De la impotencia de no poder
devolver los mismos golpes que le propinaron a su marido. De la impunidad de
aquel acto. Ella jamás se quejó. Mi abuela, me regaló historias para que me
durmiese. Muchos besos sonoros. Despertares con aroma del chocolate recién
hecho. La firmeza de su mano sosteniendo la mía por el camino empedrado hasta
su casa. Las risas, cuando, yo, niña de ciudad, imitaba los mugidos de la vaca
del vecino durante el parto. Y un inmenso amor por mí.
El eco de unos disparos
sobresaltan mis recuerdos. Son los cazadores, que no deben de estar muy lejos. Las
malvas olorosas se agitan. La brisa es ahora más intensa y fría. Scarlett
O´Hara no vendió su plantación. Yo tampoco venderé mi memoria.
Maite Moreno
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