lunes, 6 de octubre de 2014

Mi Memoria Un relato de Maite Moreno

El cielo azul se pierde entre las tres montañas. El valle parece un gran campo de golf. Las casitas rurales y chalets recién construidos son como recortables pegados en aquel paisaje. La suave brisa apacigua el calor. Y el placer de poseer un pedazo de tierra; me lleva  a creerme una  Scarlett O´Hara. La ocurrencia me arranca una sonora carcajada; a pesar de que las circunstancias me obligan a vender aquel terreno.
Observo el balado hecho por mi abuelo. Lo hizo apilando pedruscos de distintos tamaños y formas hasta conseguir el ajuste perfecto. Era el modo de  poner los límites de las fincas. Siempre soñé con construir allí una casita para regalar a mis hijos. Felices recuerdos. No pudo ser, los sueños, a veces, sueños son.
Los restos de a casa han sido invadidos por una amalgama de plantas silvestres. Mi abuela tenía plantas de malvas olorosas, como ella las llamaba, delante de la casa. Le gustaba el aroma que desprendían y siempre llevaba en el bolsillo unas cuantas que estrujaba de vez en cuando con las manos. De niña sonsacaba a mi madre información sobre su padre, para ir modelando la imagen del abuelo que nunca conocí:
—Mamá ¿Cómo era el abuelo?
—Papá era un hombre muy fuerte, y muy rubio, tenía unas manos muy grandes… Qué  joven era, 47 años, cuando nos quedamos sin él—Y en este punto la voz de mi madre adquiría matices de niña—.Un día mamá, muy nerviosa, me ordeno que  recogiera a mis hermanos y me escondiera con ellos. No regreses hasta que oigas que te llamo ¿Entiendes? Me asusté y comencé a llorar, solo era una niña de siete años. Me limpió las lágrimas, me beso. Muy hablo en susurros pidiéndome que no tuviera miedo. Es como jugar al escondite. Llorando comencé a buscar. Al pequeño, un bebé, lo cargué en brazos. Decidí ir por el camino de los prados, pero a lo lejos divisé las cabezas de unos caballos y sobre ellos varios guardias civiles. Aterrorizada, sin saber muy bien el por qué, decidí que nos esconderíamos en el horreo, era lo más a mano que teníamos y además estaba pegado a la casa. Todavía no sé como pudimos subir a él. Una vez adentro nos acurrucamos entre el maíz. Desde allí, entre las rendijas de los tablones, podía controlar lo que  sucedía. Mis padres esperaban a aquellos hombres en la puerta de entrada, y podía  oírlos.
—Escápate—Le suplicó mi madre.
—Yo no he hecho nada y no tengo por qué  esconderme—Contestó mi padre.
—¡A ellos le da igual, vienen a por ti!— Alzó la voz desesperada.
—No buscan a labradores que viven honradamente y ayudan a los vecinos—Y con estas palabras cortó la conversación. Mi madre ocultó el rostro con sus manos.
En el horreo, sentí como el silencio ahogaba el crujir de las hojas secas del maíz. Mis hermanos aterrorizados me observaban. Puse mi dedo sobre mis labios. Miraron al bebé, dormía.
El sonido de las herraduras de los caballos sobre el camino y el roce de las capas ásperas de los guardias sobre los animales, borro la voz del día. Se apearon muy  cerca del horreo. Sentí que me asfixiaba. Sus cuerpos desprendían olor a sudor rancio y a humedad. Fueron directamente a por mi padre. Lo sujetaron por los brazos y lo introdujeron en la cuadra.  Mi madre daba patadas a los que estaban en la puerta para que la dejasen entrar. Le dieron un empujón y cayó al suelo, allí se quedó llorando desesperada.
Mi boca se secó, abracé a mis hermanos y ajustamos nuestros cuerpos hasta que nos transformamos en un fardo de maíz. Con el miedo quedamos dormidos. Despertamos con la voz de mi madre,  voceaba una y otra vez nuestros nombres. Se llevó las manos a la cabeza cuando nos vio y nos abrazó tan fuerte que nos hizo daño, pero nadie se quejó. 
Al llegar a este punto de la historia, a mi madre se le ahogaban las palabras. Yo la abrazaba y la besaba, pero  mi curiosidad era más fuerte.  
—¿Y qué le hicieron al abuelo?
Ella, me miraba y sacudía la cabeza; después suspiraba, acariciaba mi mejilla diciéndome:
—Fue en otro tiempo, un tiempo de guerra, ahora ya pasó. Ya te lo conté muchas veces. Lo retuvieron mucho tiempo en la cuadra y él no llevaba puesto nada de abrigo; pasó frio y pillo una pulmonía. Murió a los pocos días. Y de esta manera ponía fin a la historia y a mis preguntas.
Pero crecí y descubrí la verdad. Falleció por la gravedad de aquella paliza; y de otra que le propinaron unos días después. Mi abuelo no quiso descubrir los lugares en donde se  escondían los vecinos que se habían ido a las montañas a causa de la guerra.
Mi abuela viuda y con cuatro hijos trabajó duramente. Pero esto lo hicieron miles de mujeres. Ella jamás  habló de su dolor, de su rabia. De la herida que le quedó en el alma para siempre. De la impotencia de no poder devolver los mismos golpes que le propinaron a su marido. De la impunidad de aquel acto. Ella jamás se quejó. Mi abuela, me regaló historias para que me durmiese. Muchos besos sonoros. Despertares con aroma del chocolate recién hecho. La firmeza de su mano sosteniendo la mía por el camino empedrado hasta su casa. Las risas, cuando, yo, niña de ciudad, imitaba los mugidos de la vaca del vecino durante el parto. Y un inmenso amor por mí.

El eco de unos disparos sobresaltan mis recuerdos. Son los cazadores, que no deben de estar muy lejos. Las malvas olorosas se agitan. La brisa es ahora más intensa y fría. Scarlett O´Hara no vendió su plantación. Yo tampoco venderé mi memoria.

Maite Moreno

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