martes, 30 de septiembre de 2014

El Jardín de los jazmines

1. Ana y sus sueños

El jardín de los jazmines era un sitio pequeño y acogedor oculto en el fondo de la casa de Ana por el macizo que con los años había formado la Dama de la Noche.
Las noches de verano, cuando terminaban esos chaparrones indecisos y el cielo se abría, Ana iba corriendo a sentarse junto al charco que se formaba allí. Le gustaba sentarse frente a él y llamarlo La laguna de las estrellas perdidas.
A veces, dejaba que una hoja se deslizara sobre el agua y le gustaba pensar que era un barco volador que atravesaba el cielo saltando de estrella en estrella conducido por un Señor Smee joven, valiente; de esos que quieren llevarse el mundo por delante persiguiendo un sueño
Pero Ana fue creciendo y convirtiéndose en una joven hermosa y lentamente otras cosas ocuparon su cabeza y su tiempo.
El liceo, las clases de francés. Amistades de alcurnia. Planear cuidadosamente el viaje de estudios que sus padres le habían asegurado cuando al fin cumpliera los dieciocho. Claro que para eso todavía faltaba bastante, pero el entusiasmo y la ilusión de tamaña aventura llenaban muchos vacíos de sus días.

2. Daniel y sus sueños

Daniel entró al liceo con el aire ganador de siempre, pero dudando si debía estar allí.
Unos meses atrás, no tuvo otra solución que abandonar los estudios para dedicarse a trabajar, ya no era un chiquilín y sabía que en su casa hacía falta otra entrada de plata, pero el baile de fin de año lo atraía. Era una forma, seguramente la última, de estar con sus compañeros de curso.
Con un enorme sacrificio, se había comprado unos vaqueros de esos que se gastan y una camiseta a rayas. Eso lo hacía sentir confiado, sabía que no iba a desentonar con el resto de los asistentes. Una de las contras de vivir en la casa más humilde de un barrio acomodado donde él, a veces, se sentía como sapo de otro pozo.
No se olvidaba de su casa de paredes descascaradas y flores de plástico. No podía. Solo quería alguna vez, llegar a ser alguien en la vida. Poder darles a sus hijos todo lo que a él la había faltado.
Y empezaba por tener una actitud ganadora. A mal tiempo, buena cara solía decir su padre y él, había adoptado ese dicho como una consigna. Como una excusa para tener algo que vencer.

3. El baile del liceo

Era el primer baile al que Ana asistía. Estaba feliz rodeada de sus amigas esperando entusiasmada el momento de que algún galancito la condujera  al patio del liceo donde estaba la pista y comenzar a bailar. Eso la iba a hacer sentir adulta y por qué no, deseada. 
Cuando Ana lo vio tan alto y despeinado, mirando a su alrededor con descuido y con aquella camiseta blanca  con rayas celestes, fue como si Robert Mitchum hubiera saltado de la pantalla pero en colores. No pensó en nada más. Ese era el que esperaba. El que se había ido del liceo antes de que pudiera conocerlo y que ahora volvía, tal vez conduciendo el barco estelar.
Sus miradas se encontraron y una sonrisa brotó natural, inesperada. La música pareció enmudecer y el “¿bailás?” detrás de la mano extendida fue solo una pregunta que los dos sabían innecesaria pero que disfrazaban en una duda, de esas que la formalidad pide.
El "sí", se dibujó tímido en su boquita pintada y esa noche la pasaron bailando, cada vez más apretados, sintiendo sus corazones palpitar entremezclados.
El beso llegó cuidadoso, como el primer sorbo a una taza de café, ya cuando el baile terminaba y los dos se preguntaban por qué el tiempo pasa tan rápido. Tan inclemente.
El amor se desvistió con ellos. Tímido, inexperto, un par de meses después, cuando las hojas empezaban a caerse. En el sofá de la casa de él. Allí, abrazados, desnudos por primera vez, supieron que a pesar de las diferencias, iban a ser inseparables.
Agradecidos de que el amor los haya hecho encontrarse aquella noche de diciembre en el patio del liceo.

4. Despedida

—¡¿Estás loca?! ¡¿Vos con ese muerto de hambre?!
El viaje de estudios que se adelanta.
Los gritos, las lágrimas.
La despedida y los juramentos.
Los voy a volver.
Los no te voy a olvidar…

5. Reencuentro

Daniel vio que llegaba un auto a cargar combustible. Uno de esos nuevos, relucientes. Uno de esos que alguna vez soñó tener.  Brevemente miró a su interior. Otra rubia. Seguramente teñida. Manos cuidadas, de esas que no saben de complicaciones. Piernas entreabiertas, bien torneadas asomando con generosidad por la pollera rebelde. Había aprendido que por más que estirara sus brazos, eran inalcanzables. Mucho más que  esos autos.
No miró más.
Llénelo, dijo con voz acostumbrada a dar órdenes.
Ella se sacó los lentes y movió el espejo para arreglar su pelo.
Él, le limpiaba el parabrisas mientras el surtidor hacía su trabajo.
Mientras la espuma se abría como un telón, un muñequito de un viejo con barba blanca y camiseta a rayas que colgaba del espejo, hizo que él mirara más allá. Sus miradas se cruzaron. Fue solo un instante. Eterno. Removedor.
De reconocimiento impensado. Como si alguien hubiera abierto el libro de los recuerdos y de pronto todo el pasado golpeara allí, donde más duele.
Daniel caminó los kilómetros que lo separaban de la puerta del auto con paso cansino. Sus oídos no escuchaban. Sus ojos no veían y su boca no era capaz de emitir palabra. Solo su estómago parecía estar vivo.
Y el puño que lo apretaba.
La mano que paga.
El breve roce de sus dedos.
El vehículo que arranca como escapando y Daniel, solo en medio de su desierto con un brazo a medio levantar, intentando un saludo a la nada.
El viento traía olor a nafta, a aceite. A realidad.

Pero Daniel  sentía otro. Sentía el aroma de los jazmines de verano mezclado con promesas y cosas que pudieron ser.



lunes, 29 de septiembre de 2014

La ventana

Daniel había nacido en un ranchito solitario en el medio de la nada. Los recuerdos de su infancia no eran muchos, pero uno de ellos dominaba su memoria y aún lo emocionaba: la llegada del hombre a la luna. La escuela, que era la poseedora del único televisor de la zona, se había vestido de gala para presenciar el evento. La increíble noticia de que se iba a poder ver la hazaña en el mismo momento que estaba ocurriendo era difícil de entender, no solo para los niños. El aparato estaba colocado frente al pizarrón de la única clase. La maestra había copiado un diagrama de un diario y escrito los detalles con caligrafía clara y tizas de diferentes colores. Todos habían sido puntuales, y en la escuela se juntó tanta gente como en la kermesse de fin de año. Cuando comenzó la transmisión, el asombro se dibujó en las caras de todos y Daniel, que era el más entusiasmado, al ver el módulo descendiendo sobre esa tierra gris y árida, se acercó a la ventana y se puso a mirar el cielo tratando de distinguir la nave.

 Daniel miró hacia abajo. El tránsito estaba en el apogeo de la hora pico y algunos conductores golpeaban las bocinas con furia. La gente en las paradas se dejaba engullir por los ómnibus empujándose unos a otros. Cuando el olor de la ciudad comenzó a invadir su oficina, cerró la ventana y con sus manos en los bolsillos, elevó la mirada. Los edificios que parecían llegar al cielo, actuaban como un telón de cemento y vidrio. Daniel no extrañaba los veranos en el arroyo, ni la pelea de las semillas por llegar al sol, ni el perfume de los tilos. 
No. 
Extrañaba profundamente el abrir la ventana y poder ver la luna.

lunes, 15 de septiembre de 2014

olvidos

Me dijeron que hace unas noches me emborraché. Que había empezado a tomar tranquilo, como todos.
Me dijeron que luego me puse locuaz. Alegre. Que hacía bromas y que todos nos reíamos.
Me dijeron que luego empecé a cantar, que me subí a bailar sobre una mesa y que subí a una mina conmigo.
Me dijeron que muy pronto se bajó y que yo ni siquiera me di cuenta.
Me dijeron que me tuvieron que ayudar a bajar, que me puse muy pesado y que estuve sentado en una silla con la vista perdida y callado por mucho rato.
Me dijeron que me tuvieron que sacarme el cigarrillo de los labios porque ya me estaba quemando y que cuando me levanté, me abrazaba con todos y decía que los quería.
Me dijeron que mientras lloraba decía muchas cosas que nadie entendía y que para salir tuvieron que esquivar los charcos de mis vómitos.
Me dijeron que me trajeron a casa y que me caí en la puerta.
No me acuerdo de nada.

Solo el motivo por el cual me emborraché.

martes, 9 de septiembre de 2014


Otros quebrachos. La canción y el que la versiona.

Quebracho


Las campanas suenan fuerte

Los fieles en procesiones

Y vos sin agua bendita

Sin saber de concesiones

Caminás por calles perdidas

en las que el sol no calienta

Tomando elíxir del pico

milagreando en callejones

Las luces del centro se prenden

pero igual todos te ignoran

Vomitando tristezas, rezando a algún ángel

de esos que miran y lloran

buscando un albergue,

una covacha, una guarida

donde pasar sin miedo

lo que te quede de vida

abrazado al perro; a la botella

tus abrigos más preciados. Recordás con una sonrisa 

Los tiempos que son pasado

aquellos llenos de amigos, de familia.

Acompañado.

El sol te agarra sin rumbo,

Sin esplendor ni horizonte.

Y no sos vos, es la vida

La que camina sin norte.

Sin presente ni pasado.