1. Ana y sus sueños
El jardín de los jazmines
era un sitio pequeño y acogedor oculto en el fondo de la casa de Ana por el
macizo que con los años había formado la Dama de la Noche.
Las noches de verano,
cuando terminaban esos chaparrones indecisos y el cielo se abría, Ana iba
corriendo a sentarse junto al charco que se formaba allí. Le gustaba sentarse
frente a él y llamarlo La laguna de las estrellas perdidas.
A veces, dejaba que una
hoja se deslizara sobre el agua y le gustaba pensar que era un barco volador
que atravesaba el cielo saltando de estrella en estrella conducido por un
Señor Smee joven, valiente; de esos que quieren llevarse el mundo por delante
persiguiendo un sueño
Pero Ana fue creciendo y
convirtiéndose en una joven hermosa y lentamente otras cosas ocuparon su cabeza
y su tiempo.
El liceo, las clases de
francés. Amistades de alcurnia. Planear cuidadosamente el viaje de estudios que
sus padres le habían asegurado cuando al fin cumpliera los dieciocho. Claro que
para eso todavía faltaba bastante, pero el entusiasmo y la ilusión de tamaña
aventura llenaban muchos vacíos de sus días.
2. Daniel y sus sueños
Daniel entró al liceo con
el aire ganador de siempre, pero dudando si debía estar allí.
Unos meses atrás, no tuvo
otra solución que abandonar los estudios para dedicarse a trabajar, ya no era
un chiquilín y sabía que en su casa hacía falta otra entrada de plata, pero el
baile de fin de año lo atraía. Era una forma, seguramente la última, de estar
con sus compañeros de curso.
Con un enorme sacrificio,
se había comprado unos vaqueros de esos que se gastan y una camiseta a rayas.
Eso lo hacía sentir confiado, sabía que no iba a desentonar con el resto de los
asistentes. Una de las contras de vivir en la casa más humilde de un barrio
acomodado donde él, a veces, se sentía como sapo de otro pozo.
No se olvidaba de su casa
de paredes descascaradas y flores de plástico. No podía. Solo quería alguna
vez, llegar a ser alguien en la vida. Poder darles a sus hijos todo lo que a él
la había faltado.
Y empezaba por tener una actitud
ganadora. A mal tiempo, buena cara solía decir su padre y él, había adoptado
ese dicho como una consigna. Como una excusa para tener algo que vencer.
3. El baile del liceo
Era el primer baile al
que Ana asistía. Estaba feliz rodeada de sus amigas esperando entusiasmada el
momento de que algún galancito la condujera
al patio del liceo donde estaba la pista y comenzar a bailar.
Eso la iba a hacer sentir adulta y por qué no, deseada.
Cuando Ana lo vio tan alto y despeinado, mirando a su alrededor con descuido y con aquella camiseta blanca con rayas celestes, fue como si Robert Mitchum hubiera saltado de la pantalla pero en colores. No pensó en nada más. Ese era el que esperaba. El que se había ido del liceo antes de que pudiera conocerlo y que ahora volvía, tal vez conduciendo el barco estelar.
Cuando Ana lo vio tan alto y despeinado, mirando a su alrededor con descuido y con aquella camiseta blanca con rayas celestes, fue como si Robert Mitchum hubiera saltado de la pantalla pero en colores. No pensó en nada más. Ese era el que esperaba. El que se había ido del liceo antes de que pudiera conocerlo y que ahora volvía, tal vez conduciendo el barco estelar.
Sus miradas se
encontraron y una sonrisa brotó natural, inesperada. La música pareció
enmudecer y el “¿bailás?” detrás de la mano extendida fue solo una pregunta que
los dos sabían innecesaria pero que disfrazaban en una duda, de esas que la
formalidad pide.
El "sí", se dibujó tímido
en su boquita pintada y esa noche la pasaron bailando, cada vez más apretados,
sintiendo sus corazones palpitar entremezclados.
El beso llegó cuidadoso,
como el primer sorbo a una taza de café, ya cuando el baile terminaba y los dos
se preguntaban por qué el tiempo pasa tan rápido. Tan inclemente.
El amor se desvistió con
ellos. Tímido, inexperto, un par de meses después, cuando las hojas empezaban a
caerse. En el sofá de la casa de él. Allí, abrazados, desnudos por primera vez,
supieron que a pesar de las diferencias, iban a ser inseparables.
Agradecidos de que el
amor los haya hecho encontrarse aquella noche de diciembre en el patio del
liceo.
4. Despedida
—¡¿Estás loca?! ¡¿Vos con
ese muerto de hambre?!
El viaje de estudios que
se adelanta.
Los gritos, las lágrimas.
La despedida y los
juramentos.
Los voy a volver.
Los no te voy a olvidar…
5. Reencuentro
Daniel vio que llegaba un
auto a cargar combustible. Uno de esos nuevos, relucientes. Uno de esos que
alguna vez soñó tener. Brevemente miró a
su interior. Otra rubia. Seguramente teñida. Manos cuidadas, de esas que no
saben de complicaciones. Piernas entreabiertas, bien torneadas asomando con
generosidad por la pollera rebelde. Había aprendido que por más que estirara
sus brazos, eran inalcanzables. Mucho más que
esos autos.
No miró más.
Llénelo, dijo con voz
acostumbrada a dar órdenes.
Ella se sacó los lentes y
movió el espejo para arreglar su pelo.
Él, le limpiaba el
parabrisas mientras el surtidor hacía su trabajo.
Mientras la espuma se
abría como un telón, un muñequito de un viejo con barba blanca y camiseta a
rayas que colgaba del espejo, hizo que él mirara más allá. Sus miradas se
cruzaron. Fue solo un instante. Eterno. Removedor.
De reconocimiento
impensado. Como si alguien hubiera abierto el libro de los recuerdos y de
pronto todo el pasado golpeara allí, donde más duele.
Daniel caminó los
kilómetros que lo separaban de la puerta del auto con paso cansino. Sus oídos
no escuchaban. Sus ojos no veían y su boca no era capaz de emitir palabra. Solo
su estómago parecía estar vivo.
Y el puño que lo
apretaba.
La mano que paga.
El breve roce de sus
dedos.
El vehículo que arranca
como escapando y Daniel, solo en medio de su desierto con un brazo a medio
levantar, intentando un saludo a la nada.
El viento traía olor a
nafta, a aceite. A realidad.