Cientos de bombitas
delineaban la tienda haciéndola visible desde el pueblo. Hileras de banderines multicolores
marcaban el camino hacia la entrada que tenía forma de payaso. El circo había
llegado pleno de alegría y colores
vibrantes.
Excepto la ropa de
Leonardo.
El traje, la pajarita que colgaba larga y
el sombrero fedora, eran negros. La camisa blanca era lo único que cortaba su aparente
oscuridad. Cantaba en los entreactos de
las funciones y en su repertorio, no faltaban baladas en francés. Estaba seguro
que hacerlo en ese idioma era elegante y seductor.
Lo entusiasmaba llegar a un pueblo nuevo y
pensar que podría cautivar alguna chica. Tal vez enamorarla y al fin, cambiar de vida.
Leticia deseaba lo mismo, pero ya estaba
enamorada. Cada noche escondida entre bambalinas, suspiraba en silencio
escuchándolo cantar. Leonardo no solo le gustaba. Era el único que no la miraba
como un fenómeno. Que la trataba como una mujer.
—Si tuviera valor…— pensaba la mujer
barbuda mirándose al espejo.
Esa noche Leonardo realizó su mejor
actuación. No necesitó recorrer la platea con la mirada buscando alguna mujer
que le diera una esperanza. En la tercera fila, una belleza de ojos rasgados y
prometedores, le sonreía cantando con él
en silencio.
Apenas terminar su actuación, arrancó un
ramo de flores de la cabeza de un pony y corriendo, fue a buscar a la chica.
El tono anaranjado que se filtraba por la
tela de la carpa, creaba en el camerino de Leticia una atmósfera agobiante. Vestidos
y zapatos caídos por doquier y su caja de maquillaje desparramada sobre la
mesa, aumentaban esa sensación.
Una gota de sangre cerca de la navaja y la
palabra “adiós” escrita con labial en el espejo, enmarcaban los pelos de la
barba que descansaban en la pileta del baño.
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