miércoles, 18 de febrero de 2015

Nubes grises, frutas rojas

Clavelina se había desencantado de la vida. De la gente que la rodeaba. Un día se retó a sí misma a construir su mundo. Uno propio, sin patrones explotadores ni galanes de pacotilla. Ya había experimentado lo necesario para considerarse “experta en ciudades de mierda y relaciones estúpidas” y sin pensarlo demasiado y dispuesta a olvidarse de todo, vendió todas sus posesiones. Compró una cabaña perdida en el medio de un bosque y una vaca. Pintó la casa de colores vibrantes y a la res un clavel para recordar su nombre.
Segismundo no conocía ninguna ciudad. Pero quería hacerlo. Unos tipos que lo levantaron en la carretera cuando se dirigía a cumplir su sueño, después de muchas preguntas, le habían ofrecido  un trabajo. “Es temporal” dijeron. Solo cuidar unas plantas tan raras como ellos.
Nunca volvieron.
La soledad le trajo manías. Setenta y un pasos hasta el aljibe. Quinientos tres hasta el río… Se perdía en la cuenta cuando iba hasta la plantación a buscar esas flores que le gustaba quemar en la estufa. Cuando lo hacía, se reía y gritaba canciones olvidadas.
Una mañana, subió al chinchorro al Cachirulo. Un perro que apareció de la nada y se quedó con él. Remó hasta el otro lado del río dispuesto a dar un paseo.
Allí se encontró con Clavelina que paseaba a la vaca. Después de la sorpresa, la conversación se dio natural. Él preguntaba sobre la ciudad. Ella, sobre los quehaceres del campo.
Él soñaba con ver rascacielos. Ella, con comer algún postre con frutas.
Como todas las tardes, Segismundo se sentó a esperar el atardecer. Unas nubes que parecían una muralla se recortaban en el azul oscuro del cielo.
Son nubes, se dijo.

Agarró un balde y caminó los seiscientos once pasos que lo separaban de las frutillas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario