Clavelina se había
desencantado de la vida. De la gente que la rodeaba. Un día se retó a sí misma
a construir su mundo. Uno propio, sin patrones explotadores ni galanes de
pacotilla. Ya había experimentado lo necesario para considerarse “experta en ciudades
de mierda y relaciones estúpidas” y sin pensarlo demasiado y dispuesta a
olvidarse de todo, vendió todas sus posesiones. Compró una cabaña perdida en el
medio de un bosque y una vaca. Pintó la casa de colores vibrantes y a la res un
clavel para recordar su nombre.
Segismundo no conocía
ninguna ciudad. Pero quería hacerlo. Unos tipos que lo levantaron en la
carretera cuando se dirigía a cumplir su sueño, después de muchas preguntas, le
habían ofrecido un trabajo. “Es temporal”
dijeron. Solo cuidar unas plantas tan raras como ellos.
Nunca volvieron.
La soledad le trajo
manías. Setenta y un pasos hasta el aljibe. Quinientos tres hasta el río… Se
perdía en la cuenta cuando iba hasta la plantación a buscar esas flores que le
gustaba quemar en la estufa. Cuando lo hacía, se reía y gritaba canciones
olvidadas.
Una mañana, subió al chinchorro
al Cachirulo. Un perro que apareció de la nada y se quedó con él. Remó hasta el
otro lado del río dispuesto a dar un paseo.
Allí se encontró con
Clavelina que paseaba a la vaca. Después de la sorpresa, la conversación se dio
natural. Él preguntaba sobre la ciudad. Ella, sobre los quehaceres del campo.
Él soñaba con ver
rascacielos. Ella, con comer algún postre con frutas.
Como todas las tardes,
Segismundo se sentó a esperar el atardecer. Unas nubes que parecían una muralla
se recortaban en el azul oscuro del cielo.
Son nubes, se dijo.
Agarró un balde y caminó
los seiscientos once pasos que lo separaban de las frutillas.
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