La última vez que estuve
en la estación era todavía un niño y la recordaba como un lugar encantador. Lleno
de misterios, un sitio ideal para la aventura. Ahora, unos cuantos años
después, el lugar estaba prácticamente abandonado. Las tejas del techo se iban
yendo casi tan rápido como los pobladores del lugar y los yuyos se habían
adueñado del suelo. Los viejos carteles que el óxido aún no había carcomido,
parecían sostener los restos de pintura de las paredes.
Todavía faltaba una hora
para que llegara el tren. Dirigí la mirada por última vez hacia donde debería
estar mi casa, allá lejos, detrás del monte de eucaliptus.
Inviernos de calor de cuarzo y guisos, de esos
que se comen con cuchara. Veranos de risas y chapuzones en el río.
Miré mis zapatos. Cuando
salí estaban lustrosos. Ahora, la tierra del camino los había cubierto de
polvo. Sonreí recordando otros tiempos en los que en mi vida todo brillaba. O
así lo creía.
Amigos para toda la vida.
Un futuro pintado de verde. Amores de película. Parecía que no había penas, que
nada malo podía pasar. Que las promesas no se iban a perder entre excusas ni
los corazones dibujados sobre vidrios empañados, solo iban a transformarse en
cosas tan huecas como las palabras. En una costumbre. En algo que servía para
paliar el aburrimiento.
La fiesta se había
terminado, y las últimas bombitas de colores se perdían entre los reflejos del
cielo, de aquel cielo lleno de ángeles y santos de mirada perdida y sonrisa
piadosa. Entre las luces del puto día.
De la puta noche.
Solo me quedaba la resaca
que da la sobriedad. La realidad. La certeza de su malestar interminable.
Me senté en el banco. La
madera se iba abriendo por sus vetas. Apoyé mis dedos y sin darme cuenta, las
recorrí casi con un fervor religioso, como tratando que me transmitieran algo
de su sabiduría.
En la maleta que esperaba
entre mis piernas no había ropa. Solo algún libro que me habían regalado con
una dedicatoria escrita a mano con letra torpe y palabras que fueron sinceras.
Cuadernos viejos, fotografías y otros primores.
Mi vida.
El pitido de la
locomotora me hizo volver a la realidad. Subí los tres escalones sin mirar
atrás y elegí el asiento. El vagón estaba tan vacío como yo.
El sol resaltaba el polvo
del vidrio y me enceguecía.
No pude evitar volver a
mirar la estación en el momento que el tren comenzó a moverse. Sabía que esa
imagen que dejaba atrás iba a quedar grabada en mi memoria como una vieja foto
en blanco y negro.
Borrosa. Eterna.
Las tejas, los yuyos. El
banco de madera y la maleta descansando entre las piernas de una imagen
invisible que se quedaba allí.
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