viernes, 13 de marzo de 2015

Amar en vano

La última vez que estuve en la estación era todavía un niño y la recordaba como un lugar encantador. Lleno de misterios, un sitio ideal para la aventura. Ahora, unos cuantos años después, el lugar estaba prácticamente abandonado. Las tejas del techo se iban yendo casi tan rápido como los pobladores del lugar y los yuyos se habían adueñado del suelo. Los viejos carteles que el óxido aún no había carcomido, parecían sostener los restos de pintura de las paredes.
Todavía faltaba una hora para que llegara el tren. Dirigí la mirada por última vez hacia donde debería estar mi casa, allá lejos, detrás del monte de eucaliptus.
 Inviernos de calor de cuarzo y guisos, de esos que se comen con cuchara. Veranos de risas y chapuzones en el río.
Miré mis zapatos. Cuando salí estaban lustrosos. Ahora, la tierra del camino los había cubierto de polvo. Sonreí recordando otros tiempos en los que en mi vida todo brillaba. O así lo creía.
Amigos para toda la vida. Un futuro pintado de verde. Amores de película. Parecía que no había penas, que nada malo podía pasar. Que las promesas no se iban a perder entre excusas ni los corazones dibujados sobre vidrios empañados, solo iban a transformarse en cosas tan huecas como las palabras. En una costumbre. En algo que servía para paliar el aburrimiento.
La fiesta se había terminado, y las últimas bombitas de colores se perdían entre los reflejos del cielo, de aquel cielo lleno de ángeles y santos de mirada perdida y sonrisa piadosa.  Entre las luces del puto día.
De la puta noche.
Solo me quedaba la resaca que da la sobriedad. La realidad. La certeza de su malestar interminable.
Me senté en el banco. La madera se iba abriendo por sus vetas. Apoyé mis dedos y sin darme cuenta, las recorrí casi con un fervor religioso, como tratando que me transmitieran algo de su sabiduría.
En la maleta que esperaba entre mis piernas no había ropa. Solo algún libro que me habían regalado con una dedicatoria escrita a mano con letra torpe y palabras que fueron sinceras. Cuadernos viejos, fotografías y otros primores.
Mi vida.
El pitido de la locomotora me hizo volver a la realidad. Subí los tres escalones sin mirar atrás y elegí el asiento. El vagón estaba tan vacío como yo.
El sol resaltaba el polvo del vidrio y me enceguecía.
No pude evitar volver a mirar la estación en el momento que el tren comenzó a moverse. Sabía que esa imagen que dejaba atrás iba a quedar grabada en mi memoria como una vieja foto en blanco y negro.
Borrosa. Eterna.
Las tejas, los yuyos. El banco de madera y la maleta descansando entre las piernas de una imagen invisible que se quedaba allí.


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